

Pero indudablemente el más gracioso de cuántos episodios, demuestran lo necesario que era el quitrín en Cuba, si no para contrarrestar las inconveniencias del clima, para ser tenidos por gente decente los que no podían presentar otro título de nobleza que el tener quitrín, fue el que presenciamos el dia en que por primera vez iba á salir en carruage una familia vecina mia, que se había hecho rica en el campo y que quería, como era natural, pues le sobraban ya elementos para ello, dejar la vida rustica del Ingenio por la alegre de la Habana, a dónde había venido á establecerse.
Digamos algunas palabras primero á cerca de la susodicha familia y, como fue que, de carretero, pasó D. Liborio á ser hombre de quitrín.
D. Liborio, hijo de un sitiero de Banes, se acomodó primero de Boyero y después fué carretero en un ingenio en la jurisdicción del Mariel.
Al cabo de algún tiempo de haber estado en la finca desempeñando aquella plaza, entró de Mayoral por haberse marchado el que había y en cuya salida no sabemos si influyeron ó no, algunos chismecillos del expresado Don Liborio.
Siendo ya Mayoral, le entró la ambición de gobernar sólo la finca y le hizo proposición al amo de que, suprimiera el Administrador, y él se comprometía á aumentarle la zafra en 200 cajas, esto, unido á la economía del sueldo que disfrutaba el administrador, no podía menos que influir en el ánimo del dueño y el administrador fué despedido, quedando Don Liborio de Mayoral Encargado, es decir, de verdadero administrador de la finca.
Don Liborio efectivamente aumentó la 200 cajas; pero el amo no sabía á que atribuir la mortandad de la dotación, pues en un solo año habían muerto sobre 20 negros.
Don Liborio siguió haciendo cada vez mas azúcar, pero cada vez morían mas negros y viendo al tercer año que ya con los pocos negros que le quedaban no solo no podía hacer las 200 cajas más, sino que iba á hacer 200 cajas menos, dijo que se retiraba. Y era que D. Liborio con sus ahorros había comprado un Ingenio y era natural quisiese administrar su propia finca.
Siguió trabajando el buen Don Liborio en su ingenio con todo el ipterés posible, procurando atender á la negrada, hasta donde su educación y sus hábitos mayorálescos se lo permitían.
Y se casó con una muchacha de Bahía-Honda que le salió de primera, por lo inteligente en las crías, trabajadora y comichosa como ella sola.
Y si de una parte Don Liborio trabajaba, de, la otra Juana (este era el nombre de la de Bahía-Honda) le ayudaba de lo lindo y en poco tiempo juntaron un muy decente capital, de donde determinaron venir á vivir AL PUEBLO.
Y vinieron.
Y compraron una magnífica casa para vivir. -
Y otras varias casas más compraron.
Y Don Liborio se metió á usurero.
Y de todo gozaban.
Pero no tenían quitrín,
Y Juana dijo á Don Liborio que era preciso tener quitrín.
Y Don Liborio dijo que sí.
Y se compró el quitrín. Pero faltaban los caballos.
Y el page.
Pero de todo esto había en el ingenio.
Y todo se trajo de allá.
Dijo Don Liborio que viniera para el pueblo Ruperto, el negro carretero.
Y vino.
Y que viniese Meregildo, criollo, el narigonero.
Y vino también..
Y que le mandasen el caballo seboruno que le había comprado al Mayordomo de La Herradura.
Y se lo mandaron.
Y había ya quitrín, caballo, calesero y page.
Pero Ruperto, aunque carretero, no entendía nada de quitrín. Y jamás se había puesto botas. Ni podía calzarse los zapatos, porque tenía los pies hechos una miseria por las niguas. Y Meregildo jamás había estado en el pueblo, ni se había puesto nunca ni chaqueta, ni zapatos. Y también tenía muchas niguas.
Pero Doña Juana, que ya se daba unas manos de cascarilla de Padre y Muy Señor mió, y que se pintaba con cartilla y llevaba corsé, se había propuesto arreglarlo toda Y mandó hacer las botas para Ruperto.
Y las libreas para éste y para Meregildo.
Y les compró zapatos á los dos.
Y llegó el domingo, dia en que Doña Juana deseaba estrenar el quitrin, yendo en él á misa á la Catedral, ya que no lo había podido mandar á la Iglesia, por la torpeza de Ruperto, para que lo estrenara el Santísimo.
El sábado por la noche dio Doña Juana á Ruperto unos pantalones de dril blanco de Don Liborio, que era escesivamente grueso, cuyas posaderas eran descomunales y que además, le gustaba la ropa holgada.
¡Imagínense ustedes coma serían los pantalones de Don Liborio!
Y compró Doña Juana unos calzones en un baratillo para Merégildo.
Y también compró un pañuelo de sarga negro de que formó dos medios pañuelos para corbatas de Meregildo y Ruperto. Y á éste dio ademas un chaleco de Don Liborio.
Y el calesero y el paje tenían bombas galoneadas.
Pero las cabezas de Ruperto y de Meregildo parecían dos esponjas, á causa de sus pasas, rojas por el sol y en las que jamás había entrado un peine.
Y los sombreros no se sugetaban en ninguna de aquellas dos cabezas.
Y ellos no querían sugetar los pies á que estuviesen dentro de los zapatos; porque no podían soportar aquella tortura.
A las cuatro de la mañana, siguiendo sus guajirescas costumbres, se levantó todo el mundo en la casa Da Juana in capite.
Y pidió una taza de café puro, y llevó otra al cuarto á Don Liborio que había empezado a vestirse.
Y dijo á Ruperto que le fuera tejiendo la cola al caballo; y que sacara lá volante. (Doña Juana no decía nunca quitrín, y una vez que lo intentó dijo quetrin.
Y se puso Ruperto los pantalones de Don Liborio y empezó á sudar tejiéndose las botas, para lo cual primero se alzó los pantalones hasta por encima de las rodillas.
Y al fin se tejió las botas; dejando sueltas algunas presillas y trastornadas otras.
Pero se las puso.
Mas no podía realmente dar un paso con ellas, ni con los zapatos.
Y vino caminando como el que tiene trabas, es decir, abriendo las piernas. Y llegó al comedor donde estaba Doña Juana, que le había llamado para ponerle la corbata, operación que había hecho ya con Meregildo, el cual estaba sentado, en mangas de camisa, en el quicio de la puerta y con la bomba puesta.
Al ver Doña Juana, caminar & Ruperto, que con los pantalones de Don Liborio, parecía una pandorga, un zuavo, ¡quién sabe que parecía! se incomodo y le dijo:
—¡Negro de los demonios! ¿Qué es lo que tienes? ¿Por qué caminas de ese modo?
—¡Áy, Siñora, nigua no deja camina ámí!
Zapato tá latimando pié mió!
¡Ah, gran demonio! dijo Doña Juana. A ver si te enderezas ahorita mismo, o hago yo que el amo te endereze.
¡Habráse visto el diablo del negro con la facha que anda! Arrímate aquí, sinvergüenza, para ponerte la corbata! Y Doña Juana le puso la corbata á Ruperto, formándole con aquella, un lazo descomunal en el pescuezo.
Camina, dijo Dona Juáná, bota pa fuera la volante y saca tu el caballo, Meregildo.
Y así se hizo.
Pero ni Ruperto sabía enganchar el quitrín, ni el caballo era para el caso, pués nunca había sido de carruage.
El calesero de la casa inmediata enseñó aquella operación á Ruperto, a pesar de la resistencia del caballo, que no estaba conforme con un aprisionamiento que no conocía.
Pero al fin ya enganchado el quitrín, entró Ruperto á ponerse la librea y Meregildo armado ya caballero con la suya, esperaba en el zaguán á la Señora, teniendo la alfombra y la silla de Doña Juana bajo del brazo.
Salió de su aposento Don Liborio, con su levita de paño, bomba, leontina, caña de indias con puño de oro, zapatos nuevos de charol y pañuelo de olan batista en la mano, empapado en agua de colonia.
Doña Juana salió de veinticinco alfileres, peinada con cuatro crespitos á cada lado; con túnico de tafetán negro, en la mano un mantón de punto y ridículo de terciopelo negro con cadena y boquilla de plata. Unas argollas de brillantes; un alfiler de pecho, de oro, y en sus dedos flacos, negros, huesosos y arrugados, varias sortijas de gran valor y de pésimo gusto, completaban la toilette de Da Juana.
Ruperto había estado tranquilizando el caballo, diciendole á cada movimiento que hacía, del mismo modo que á los bueyes dé la carreta: ¡Ojoooo!!! Cuando Don Liborio le dijo que montara. Trató Ruperto de hacerlo por el mismo lado en que estaba, esto es, por la derecha; estiró el pié y lo puso en el estribo, sin ocuparse de las riendas, y echando mano á entrambos picos de la silla, trajese para sí aquella, quedándose él parado en el suelo y la silla en la barriga del caballo.
Meregildo, que ya se había sentado en la tablilla detrás del quitrín, descendió de ella al oir las risotadas de los transeúntes y caleseros de la vecindad, para ver lo que le había pasado á Ruperto y penetrado del caso, se echó á reir también, no obstante la angustia y el tormento en que los zapatos lo tenían. .
Ayudaron los caleseros vecinos á colocar la silla en su lugar y ayudaron también á Ruperto á que montara, habiendo tenido casi materialmente que cargarlo pues él no se daba maña para doblar las piernas, creyendo que de hacerlo se le romperían las botas.
Quedó por fin Ruperto á caballo; entraron en el quitrín Doña Juana y Don Liborio y volvió á sentarse detrás, Meregildo, quien se subió por las ruedas como lo hacía en las carretas del Ingenio, llenando de lodo la librea.
Y dijo Doña Juana: ¡Arrea, Ruperto!
Y Ruperto descargó un cuartazo sobre el caballo, el cual, al sentirse castigado y sujeto al mismo tiempo por las barras y por el peso del quitrín, empezó á reparar y á dár coces contra los barrotes.
Ruperto, á cada bote le gritaba ¡Ojooooo! como á los bueyes; pero el caballo, dando un salto de carnero y tropezando con las mismas barras, vino al suelo cojiendo debajo á Ruperto, que absolutamente se podía valer, por el entorpecimiento en que le tenían las botas.
Levantaron por fin los otros caleseros á Ruperto; apeáronse del quitrín Doña Juana y Don Liborio la primera echando pestes contra Ruperto, y Don Liborio contra el caballo y contra el Mayordomo de La Herradura que se lo vendió, aunque no para carruage.
También volvió á apearse Meregildo, y uno de los caleseros le dijo á la Señora, que si quería que sacase, el caballo porqué si no sé quedaría resabiado.
Doña Juana dijo que sí, y el calesero de un, brinco se puso sobre la silla, descargando en seguida tal lluvia de mochazos sobre la cabeza del pobre animal que aquel volvió á caer al suelo medio aturdido, rompiéndose las rodillas.
Al fin los seis u ocho caleseros que ya se habían reunido le levantaron y sacándole del diestro, empezó el caballo á caminar y una vez perdido el miedo siguió al trote, entre los chillidos de los caleseros y los cuartazos del que le montaba y que le hizo emprender la carrera con gran detrimento del quitrín, cuyos cojines cayeron al fango, rompiendo un farol, acabándose de partir el barrote que el caballo había rajado con sus coces y bollando una de las bocinas que tropezó con la esquina.
Al cabo dé media hora, volvió el negro con el quitrin, llegando el caballo empapado en sudor, sangrando de las rodillas, con un cuartazo sobre un ojo y todo hecho una miseria.
Doña Juana aunque lamentó el estado en que venía el caballo, no queriendo dejar de ir á misa y habiéndole asegurado el calesero qué ya el caballo no haría nada, hizo entrar de nuevo á Don Idoorio que en aquel intermedio había pedido otra taza de café y que acababa de sacar un puro de la vejiga.
Entró Don Liborio y tras él Doña Juana y volvió á subir Meregildo, á quien Doña Juana previno que se pusiera de pie, que era cómo tenían que ir los pages y no sentados.
Montó Ruperto, no sin gran dificultad por las botas; pero el caballo, asustado ya por el castigo, apenas sintió el peso de Ruperto, partió, dando tan fuerte sacudida al quitrín, qué Meregildo, que aún no había tenido lugar de tomar las agarraderas, vino al suelo rompiéndose la cabeza al caer y abollando además la bomba.
A los gritos que dio Doña Juana, ál sentir caer á Meregildo, se detuvo Ruperto, el cual no sabía dé que manera dar vuelta al quitrín para volver á la casa; por lo qué echó pié á tierra y tomo las riendas cómo hacía con las guias de la carreta en él Ingenio.
Doña Juana á quien todos aquellos incidentes tenían hecha una furia, examinó la escalabradura de Meregildo y enjugándole la sangre y poniéndole una telaraña, le dijo que aquello no era nada y que volviese á subir; porque ella no se quedaba sin su misa.
Don Liborio no había vuelto á apearse del quitrín y estaba fumando su tabaco.
Montó Ruperto; Doña Juana encargó á Meregildo que se agarrara bien y pusose de nuevo en marcha el carruage.
A las tres ó cuatro cuadras, de repente Ruperto detuvo él caballo y sé apeó gritando: Miamo! Mi joga! Mi joga! Miamo!
Don Liborio creyó que la corbata le estaría muy apretada y que ésta sería la causa de la angustia que experimentaba Ruperto, y volviéndose á su esposa le dijo: "Hija, quítate la corbata a ese negro, que se ahoga."
—No, Miamo, dijo entonces Ruperto, crobata no. ¡Sia-pato! ¡Siápato!
Los zapatos y no la corbata, eran los que ahogaban al desdichado Ruperto!
¡Vámonos para casa! dijo hecha un basilisco Doña Juana; vámonos, sinvergüenza, que mañana volverás para el Ingenio y allí verás si de veras hago yo que el Mayoral te quite el resuello.
Y la caravana regresó para la casa. Al dia siguiente Ruperto y Meregíldo volvieron para el Ingenio y Doña Juana y Don Liborio, que á todo trance querían tener quitrín, comenzaron á experimentar las calamidades y los inconvenientes de los caleseros de alquiler.
* * *
|