Reyes alegres. Alfonso en Lisboa. Lisboa fantástica. Palacios viejos y artes viejas.-Una exposición.-Un banquete.-Un baile portugués. Una corrida de toros.-Una noche de ópera. La hermosa Cintra. La histórica Villaviciosa. Traje de reina.
Nueva York, 21 de enero de 1882
Señor Director de La Opinión Nacional:
Los reyes, que se sienten sacudidos en sus tronos viejos, necesitan acercarse para defenderse: la época mitológica vio los combates de los dioses y los hombres: ésta está viendo el combate de los reyes y los pueblos. La imaginación es águila, y vuela: el interés es cerdo, y anda despacio: y es la lucha de los pensadores impacientes y los pueblos perezosos una lucha entre águilas y cerdos. Pero no está lejano el instante en que en el seno de cada cerdo nazca un águila, en que el hombre que viene despertando desde hace cuatro siglos, despierte cabalmente, y se adueñe de sí,-en que los monarcas como los dioses de la mitología, abran paso a los hombres. Es además un arte de la política tener a los pueblos como distraídos y aturdidos; y obligar sus ojos a espectáculos variados y nuevos, para que teniendo siempre qué mirar, no les quede espacio de mirar en sí, y se vean míseros y bravos y no se rebelen. Es también uso de comerciantes en riesgo de quiebra obsequiar a cohortes de huéspedes con suntuosos festines y mágicos bailes, para que no pueda ser sospechado de pobre quien hace así gala de rico, aunque luego de la fiesta vaya a hundir su faz aterrada, lívida de miedo, en los cojines de su lecho que riega su mujer con lágrimas medrosas.
El rey de España, acompañado de su esposa y su corte, ha visitado en estos días al rey de Portugal, que puso a Lisboa para la visita sus ropas de fiesta. Los cañones rodaron por las calles, las plumas flotaron sobre los cascos; las iglesias exhibieron sus riquezas; la sangre de los toros enrojeció la arena; se limpió el musgo de las piedras de los castillos feudales; se llenaron las cárceles de presos. Los palacios fueron ramilletes de luces. En los bailes, el seno de las damas, cubierto de joyas, parecía nido de estrellas. Hubo fantásticos cortejos, alegres músicas, recepciones de corte, comida regia en sala perfumada. Exposición de ricas artes viejas, fiesta de toros, fiesta en el teatro, romería a Cintra, que es cesto de verdor, donde se levantan aún ruinosos palacios, y caseríos derruidos, como gusanos colosales que asomasen la cabeza entre pétalos de una inmensa rosa. Hubo fuegos de artificio, en que pareció que Lisboa, y no sus reinas, estaba coronada de diamantes. Hubo revista de tropas. Y hubo gran cacería en los sotos famosos de Villaviciosa, que enferman a los reyes. Los ojos no han tenido reposo en esos días de fiesta.
Pocos días antes de la visita, rumoreaban los agoreros que se preparaban en la sombra modos de hacer pensar a los reyes en lo que estiman, los republicanos de ambos pueblos, extemporáneo e inicuo fausto, producido a costa de naciones empobrecidas, para redorar las casacas polvosas de los guardarropas monárquicos, y para el beneficio personal del rey letrado y el rey petimetre. Ya se decía, despertando honrados y enérgicos clamores de la misma prensa liberal, que algunos revolucionarios descorteses intentaban aprovechar la estancia de Alfonso en el palacio de don Luis, para hacer manifestación ruidosa de los sentimientos republicanos de los lisbonenses. Aún vive Portugal, como España vive, en el seno del cómbate ardiente entre exaltados y moderados; aún odian los liberales portugueses la áspera carta de don Pedro, las aficiones aristocráticas de doña María de la Gloria, el insolente gobierno de Costa Cabral; aún responden las plazas de Lisboa a los clamores impacientes de la plaza de Madrid, como en la mitad primera de este siglo respondían las intrigas y convulsiones de los huéspedes del Palacio de Belem, a las querellas y sacudimientos del Palacio de la Granja. Hoy, más que en vez alguna, teme el hijo del rey don Fernando, aquellas rebeliones populares que compelieron a su madre a jurar una constitución nacional, y se resistieron a reconocer en su padre al jefe de los ejércitos portugueses. Aún recuerda el actual ministro Fontes el gobierno autocrático del conde de Thomar y de Terceira. El rey don Luis, cuya frente se inclina, como si le fuera demasiado pesada la corona, o sintiera deseos de abandonarla, temió por su prestigio: sus ministros encarcelaron a los que de público se señalaban como cabezas de la manifestación republicana.-Y aún se pasean los presos por los sombríos corredores de su cárcel, leyendo artículos de Gómez Leal, cantando versos de Guerra Junqueiro.
En tanto el rey Luis y la reina María Pía, meditabundo él y ella airosa, dirigían el adorno del Palacio de Belem, palacio histórico. Recorrían el amable parque que lo circunda. Aderezaban para Alfonso In habitaciones que ocupó, veinte años ha, su madre. Recordaban, como quien llora glorias perdidas, que no hace mucho tiempo engalanaban ese palacio mismo para el monarca de tierras que fueron portuguesas, para el emperador del Brasil. De ricos cuadros llenaron los altos muros y los aposentos de ricas flores. En aquellos balcones en que el cortejo de la opulenta Isabel se asomó al Tajo, iba a asomarse ahora el cortejo del hijo risueño que ocupa su trono. Vistieron los reyes a los guardias del palacio de amarillo y rojo, y adornaron el traje, porque María Pía es de Italia, con extrañas pecheras encarnadas y blancas. ¡Qué semejanza, la de los preparativos de un baile de máscaras, y los de una visita de reyes!
Paseaban la ciudad, que es solemne y hermosa, cohortes de gente nueva, gente buena del campo, que viene a ver reyes. El campesino de ancho sombrero y capa burda se codeaba en las hosterías con el pescador de cuello velludo, barba hirsuta, rostro atezado y gorro rojo. Tiene la. capital portuguesa cierto aire de pueblo viejo, o villa de provincia, y andan las gentes como si fueran a la vez árabes, ingleses y franceses. Lisboa estaba afanada, sacudiendo sus tapices, desbrozando sus calles, pintando de fresco las casas ruines de sus oscuras callejas, embelleciendo sus hermosos muelles. Los reyes jóvenes venían contentos. Pasaban por las dehesas de Castilla, sembradas de trigales y matizadas de amapolas. Dejaban atrás bosques de robledales y de olivos. Hablaban, al ver desde el tren rápido sus añejos muros, de la buena porcelana que en otro tiempo se hizo en Talavera, tan celebrada como la del Buen Retiro. Consolábase el rey de la aridez de la comarca extremeña, porque si no da frutos, da toros bravíos. Los golosos de la comitiva platicaban en voz baja de farinetas de Salamanca, longanizas de Vich, y chorizos extremeños. De un lado se veían manadas de toros, nerviosos y despiertos, y de otro, esbeltas aldeanas maliciosas, gruesos curas de pueblo, pobrísimos pastores. En arrogante puente cruza el tren el Tajo, que aún baña pies desnudos de campesinas enamoradas, aunque no bañe ya las plantas sonrosadas de la hermosa Cava, ni las calzas de cuero y oro del ardoroso don Rodrigo. Ya en tierra lusitana, que oyó en otro tiempo crujir lanzas y chocar cimitarras, brillan los campos verdes, y se muestran contentas de su limpieza, las aldeas graciosas. ¡Qué arrogante va la locomotora, que en quince horas ha hecho el camino de Madrid a Lisboa, y lleva a la ciudad desde las fronteras a los monarcas de España, al sonriente Sagasta, al grave señor Fontes, a los consejeros de don Luis y de Alfonso, a los altos funcionarios de ambas casas reales, a la venerable marquesa de Santa Cruz, de blanco cabello y rostro apacible, a la elegante marquesa de Medina de las Torres, que son damas mayores en el cortejo de damas de la joven reina de España, la agraciada Cristina!
La estación rebosaba de gentes, de banderas españolas, portuguesas y austríacas, de escudos con las armas e iniciales de ambos monarcas, de coronas de siemprevivas, de guirnaldas de rosas. A1 pie de las paredes, había paredes de soldados. Uníase al plegar y desplegar de los abanicos de las damas que aguardaban en la sala de espera, el murmullo de la muchedumbre apretada en los alrededores de la estación. No se veían en la estación más que flores en manos de las damas, espadas en manos de los hombres. Brillaban los uniformes de los grandes oficiales portugueses, como si hubieran sido hechos de aquel afamado oro de Zanzíbar, que trajeron en sus barcos frágiles de la tierra ignorada sus antepasados valerosos. Se cuchicheaba que Cristina venía pálida: que el rey Luis distingue singularmente a Sagasta: que bien puede ser que al gabinete del señor Fontes suceda un gabinete liberal: que los reyes van a aliarse para emprender una vigorosa política extranjera: que el príncipe don Carlos, hijo mayor de don Luis, va a casarse con la infanta doña Paz, hermana de Alfonso.
Músicas marciales, que rompieron en el hermoso himno real de España, cañonazos lejanos, y algazaras de campanas animaron la llegada del tren real a la estación. Preparan sus armas para el real saludo los ocho mil soldados que hacen orilla humana al Tajo, en larga y brillante hilera, que va desde la estación del ferrocarril al Palacio de Belem. ¡Qué lujosas iban las carrozas de los reyes! ¡Qué brillar el de las espadas de los oficiales! ¡Qué centellear el del sol sobre los almetes! ¡Qué caracolear el de los briosos caballos en torno a los carruajes regios a que dan escolta soldados y peatones y caballeros! La multitud se apiña tras la compacta hilera de soldados. En el río, de todas sus banderas están empavesados millares de mástiles. Parece la brillante comitiva aquella procesión de Rubens, que se ve en el Museo de Dresde: todo es penacho, gala, reflejo. Parece hoy de nuevo Lisboa aquella ciudad celeste que vio Byron. Como sentada en ancho circo, a ver correr el Tajo, está la gran ciudad. En los montecillos sobre que se empinan sus suburbios, levántanse casas mugrientas y ruinosas, como mendigos viejos que se asomasen a ver pasar la alegre procesión. Las ventanas están enganaladas con colgaduras, y con mujeres hermosas; y las calles del tránsito están repletas de pescadores, curiosos y pilluelos. Alzanse a lo lejos conventos negruzcos que parecen monjes encapuchados y huraños. Y se pierde por las callejas la muchedumbre colérica y harapienta, en tanto que las puertas del gran Palacio de Belem se abren a los joviales y risueños reyes.
A poco, era la fiesta en el Palacio Ajuda, morada de Pía y Luis. Entre generales vestidos de azul y oro; prelados de túnica escarlata, y los consejeros y sus esposas, están reyes y reinas sentados en torno de la mesa del festín, regalados con la blanda música de diestras orquestas, ruido de hojas de palma que adornan la sala, perfume de rosas, aroma del blanco y rojo Oporto. Don Luis y Alfonso cambiaron brindis de amistad, que en el rey portugués tomó la forma de deseos de que se estrechasen aún más los lazos de cariño que atan a Portugal y España, y en Alfonso fue hasta decir que así ha de ser, porque pueblos que tienen en lo exterior las mismas garantías que defender, deben unir sus fuerzas interiores, respetando su mutua independencia, y desarrollar de acuerdo sus energías domésticas. El de Borbón tenía a su lado a la reina Pía. El de Braganza, que sólo ha venido a ser rey porque sus abuelos nobles se rebelaron contra el rey de España, tenía al lado a la reina de España. Ya se hablaba en el banquete de la carrera de caballos con que se celebraba al día siguiente la visita de los esposos españoles, se encomiaba el hermosísimo paisaje del lugar escogido para la fiesta hípica, y la ligereza y buena sangre de los corceles.
Cerca de las bocas del Tajo fue la carrera, ya al caer de la tarde, cuando las blancas flotillas de los pescadores, como contentas de su labor, esmaltaban a lo lejos el majestuoso mar sereno, y los viejos conventos semejaban gigantescos frailes que van camino de la villa, cuando ya el sol no quema, a buscar la pitanza de la comunidad; y brillaban a lo lejos, como centinelas que no duermen, el alto faro que se eleva en la islilla que surge en mitad de la boca del río, y el lazareto imponente, y sus hermosas y altas casas, destacándose, como castillos de hombres de paz, del noble cielo azul de Portugal, solemne y límpido. En grandes pabellones estaban las familias reales: allí don Luis, y sus robustos hijos, hechos a cazar y a jinetear, y nutridos en las artes de la cetrería, en letras y en lenguas: allí estaba Augusto, el hermano de don Luis, que ama, como su padre don Fernando, los ejercicios atléticos: allí estaba, en lugar menos visible, como marcando grado inferior jerárquico, la que en un tiempo fue famosa por su hermosura, la condesa de Elda, esposa morganática de don Fernando. Alfonso y Luis bajaron a la caballeriza, acariciaron los corceles anglohispanos que triunfaron en la carrera, y felicitaron a sus dueños. Y cuando ya la noche, en aquellos climas perfumados enviaba como ave de anuncio, sus leves nubes pardas, volvieron los monarcas en sus trenes de gala, y los portugueses y visitantes en rústicos y pesados carruajes, a sus palacios y a sus hoteles, donde les aguardan, brillantes ya los uniformes suntuosos para el baile de la noche, los atentos ayudas de cámara.
Nunca estuvo más bello el Palacio de Ajuda. En cada muro una panoplia: en cada peldaño un jarrón de camelias: por puertas y balcones haces de banderas: en el monumental corredor plantas del trópico: en la Cámara del Trono, en vasos preciosos, rosas grandes, o colosales hojas; sobre artísticos muebles y mesas incrustadas de marfil, nácar y bronce, ramos de raras flores. Y lo engrandecía todo y le daba aire de poética y mística hermosura, la tibia luz eléctrica, cargada de ternuras y misterios. No fue la fiesta, a que, como a todas las del rey Luis, que es culto y pensador, asistieron personas de todas las clases y todos los partidos --una de esas asiáticas recepciones con que enamora a sus nobles el Palacio de Oriente de Madrid. Fue fiesta de rey republicano. Y allí se veían sobre hombros de aristócratas, anticuados trajes de ceremonia, que llevaban penosamente como si a hombros de estos tiempos no sentasen bien trajes de otros; y mercaderes gruesos, y diputados provincianos, y periodistas montaraces, luciendo, mal de su grado, el calzón corto, las medias de seda y el zapato de hebilla de los bailes de corte. No esperaban a los invitados, gentileshombres de recamada casaca, que se retirasen luego de presentado el huésped, sin volver la espalda a los monarcas egregios, sino que éstos platicaban con las damas y los ministros, y don Luis hablaba como con buen amigo con Sagasta, que es caballero cortesano y sabe hablar y oír, en tanto que el alegre Alfonso valsaba pujan. temente, y los huéspedes del palacio, que no eran menos de tres mil, entraban y salían a su placer, jugaban a las cartas, se lamentaban ante las pálidas bellezas de Lisboa, vestidas en su mayor parte de traje alto, del rigor de la etiqueta monárquica, que así sacaba a la vergüenza sus piernas atolondradas; o decían que habían visto al rey Luis hablando con el duque de Sexto, ayo del rey, de no limpia fama, y con el marqués de Vega Armijo, severo personaje; o gustaban manjares excelentes y gratos vinos en las lucúleas mesas, rebosantes de flores, que no se vieron durante la noche desamparadas de los caballeros y damas de la fiesta.
Ser rey o cortesano es ser esclavo, y es más esclavo, y de mucha más menguada esclavitud, el cortesano que el rey; pero el día que siguió al del baile fue de placer artístico, que fue a dar por desventura en la arena revuelta, en que caen en tierra, luchando como iguales, hombre y toro. Comenzó el día para los reyes, inaugurando, en el que ha de ser museo permanente de Lisboa, y es antiquísimo palacio remozado, la exhibición de tesoros "de artes retrospectivas" con que, como legítimo tributo de cosas que ya no existen a monarcas que dejarán pronto de existir, obsequió don Luis a los reyes de España. ¡Qué gozo para los ojos, y para todo hombre que sabe que cada hombre es en sí el resumen de los tiempos, y el hijo de ellos, las maravillas de joyería, armería, tapicería y pintura, congregadas en aquellas quince ricas salas! Una era de cuadros de portugueses y españoles: allí había Coellos, que son magnos paisajes: Berruguetes, que son figuras nítidas y macizas; Canos, que son lienzos llenos de seres ideales; allí había Joanes, Pantojas y Parejas, que son timbres de las escuelas de Valencia, de Madrid y de Andalucía. Veíanse en otra sala, en grandes mostradores de cristales, las joyas de Asia, las piedras valiosísimas, los abanicos indios de suave plumaje, las cajas bordadas de manos sutiles de artistas de Oriente; y las armas, cruces, coronas y preciados esmaltes que posee la familia real portuguesa. ¡Las plumas de aquellos abanicos eran de aves nacidas en comarcas remotas, donde doblaron la rodilla ensangrentada, al clavar en tierra la bandera triunfante de Portugal, el denodado Vasco de Gama y el hermoso Camoens! ¡Con qué tristes palabras recordaron, en los discursos que leyeron al dar por abierta la exhibición, todas aquellas glorias fenecidas don Luis n, y su padre don Fernando! ¡Con qué visible amargura volvieron los ojos a aquellos tiempos en que eran las casas de la ciudad, talleres de joyas y tapicerías acabadísimas, y las galeras portuguesas, señoras de la India y de la mar! Allí había una cruz y un vaso sagrado, hechos de aquel oro primero que trajo Vasco de tierra de Zanzíbar realzado de piedras preciosas, reciamente embutidas en la cruz y el vaso. Allí se leían, en elegante cáliz de oro, unas gallardas letras árabes. Allí estaban turbantes y cimitarras, recogidos de cadáveres de ilustres moros en las antiguas lides portuguesas, a la par de mosquetes y espadillas cortas, y de largas espadas de ancha taza, y la áurea espuela con que oprimían los reyes batalladores los ijares de su corcel de combatir, y las ligeras armas de parada que usaron luego, como ornamento y símbolo, los reyes modernos. De pálidas e históricas colgaduras había una sala adornada en el museo, y era la más bella, entre las de Flandes, Francia, Portugal y España, que allí había, una de que es dueño el español duque de Medinaceli, y que ostenta, hechas de mano portuguesa, en seis metros de lienzo bordado de cuatro metros de ancho, figuras de poderoso color y relieve, e intrincadas y caprichosas columnas de flores.
Pero reyes, diplomáticos e invitados quedaron absortos ante la colección maravillosa y deslumbrante de joyas y obras de arte de la Iglesia, que enviaron al museo, en honor de Alfonso, todos los templos del viejo Portugal. Allí las riquezas de la opulenta iglesia de Mafra, de la de Ebora, de la de Nuestra Señora de la Peña, de la de Lisboa, de la de Cintra, de la de Coimbra. ¡Qué lenguaje, el de aquellas casullas vacías, el de aquellos ciriales apagados, el de aquellos libros rugosos, el de aquellos cálices sin vino! ¡Qué proceso de las artes, desde el rudo vaso gótico, pesado cual casco de batallador, como que la mano del obispo estaba hecha a la maza del guerrero, hasta la oriental y fastuosa casulla, bordada de esmeraldas, zafiros, topacios y rubíes en tela de oro! Allí había altares y retablos, pergaminos y piedras, joyeros y joyas, atriles y cruces, sobrepellices y albas. Nunca se ha visto, en cosas de iglesia, colección más numerosa ni más rica. Asombraba a los mismos prelados, que fueron a la exhibición, y al baile del rey. La perfección y abundancia de aquella colección brillante valieron al rey Luis, que gusta de ser tenido por hombre de arte, y lo es, espontáneas celebraciones. Y quedaron sobre los altares de piedra, los cálices, sin vino. Y se fueron los reyes, camino de la plaza de toros.
No es la arena de Lisboa aquella arena de Madrid, de Valencia, o de Sevilla en que un pueblo frenético aplaude a la par, y con iguales palmas, al toreador que hunde su espada en el testuz del toro, o al toro que revuelve con sus astas las entrañas del caballo agonizante, y sacude luego al sol, con triunfantes mugidos, el cuerno ensangrentado. Se vocea, se injuria, se azuza como en las plazas españolas; pero ni el bruto muere a manos del hombre, ni puede hender sus astas, cubiertas en el extremo por una bola, en el pecho del caballo o del torero. Sólo puede venir allí la muerte de terrible golpe contra la valla de la plaza o contra la arena. Es el donaire, en imitación de los antiguos justadores moros, arremeter al bruto, caballero en diestro caballo, provocarlo, citarlo y detenerlo en su ciega carrera de un golpe de rejón sobre la cruz. La capa del picador flota al aire, en tanto que el viento agita las plumas del sombrero que alza en su mano triunfadora, y el bruto, ciego de dolor, escarba la arena revuelta que moja con su sangre. Capear al toro, afrontarlo, esquivarlo, encolerizarlo, domarlo, y hacerle bañar de espuma colérica el manto rojo con que el capeador excita y burla su furia, son, a más del del rejón, los únicos lances de la lidia portuguesa. Luego vienen recios j ayanes, lindamente vestidos, se abrazan al bruto, y dan con él en tierra.
De esa fiesta, que es toda de fieras, fueron los reyes a prepararse para otra suntuosísima. Era noche de gala en el Teatro de la Opera, que es gran teatro. Brilla la sala a través del cable, de tanto como brillaba. ¿A qué contar de la ópera, que fue Hamlet? Era el escenario el palco real, y no el escénico. No tiene teatro alguno europeo más majestuoso teatro real que el de los reyes portugueses. Cuatro pisos de palcos tiene el teatro y el palco del rey, que tiene su pavimento en el primero, elévase, como nave de iglesia gótica, sobre seis columnas de mármol, que se destacan de las paredes de estuco, hasta el piso cuarto, de donde del dorado techo bajan colosales colgaduras de terciopelo carmesí y de oro, más que para hermosear el palco regio, para que brillen más los árboles de luces que lo adornan. Lucía realmente, como un drama histórico, el palco de don Luis, que parecía, a la vez, escena de gran teatro, y caja de joyas. Allí estaban don Luis, vestido de uniforme de gala de marina, y la reina de España que llevaba traje elegante de pálida malva, cubierto de encajes sutiles, y al cuello un millón de pesos en diamantes: exhibición lamentable, que requiere ese modo áspero de pintarla: el Toisón de Oro colgaba al cuello de Alfonso, sobre su traje de Capitán General, cubierto de cruces: ceñía el cuerpo esbelto de la reina Pía traje de seda roja, que caía sobre larga túnica de encaje, y ostentaba un collar de maravillosas perlas y transparentes esmeraldas, que es famoso en Europa. Estaban sentados en círculo ante la baranda del palco hermoso. El padre y el hermano de don Luis vestían de militares, y de marino su hijo mayor. Y a par y detrás con ellos, como deslumbrador cortejo, los ministros españoles y portugueses, el flexible Sagasta, el cortés Fontes, veintenas de generales y almirantes, y magnates y prohombres de Portugal y España. De los hombros de dieciséis damas de honor, vestidas de azul y blanco, colgaba el manto azul, que es el de ceremonia en la corte portu. guesa, y cruzaba el pecho de las damas de Portugal la banda de la reina María Luisa. Tal fue la noche de gala, y no fue más, noche en que no se vieron las joyas del alma, y fueron hombres y mujeres muestrario de joyeros.
Don Fernando vive en Cintra, y allí fueron los reyes a almorzar con don Fernando, el día siguiente. En la Arcadia se piensa cuando se entra en Cintra, la de valles amenos, la de bosques tupidos, la de castillos que se extinguen como cansados de llamar en vano a sus dueños, la de linfas claras, cielo transparente, amables colinas. Se va a ella en tres horas, viendo de un lado el mar, y de otro las casas nuevas de los modernos nobles, que no son ya monumentos de soberbia, y fortalezas, como las de los nobles de otros tiempos, sino construcciones risueñas y ligeras, como de sibaritas que se sienten fatigados y saben que han de vivir poco, y dar la casa a otros señores. Parece que se ven asomar por entre las ramas de las arboledas de Cintra ninfas y faunos. Silvano tiene allí su morada. Las aves vuelan de las almenas del castillo moro, lleno de torrecillas y ventanas, al bosque espeso donde cuelgan del naranjal en flor sus nidos. Los claustros del castillo de don Fernando se derrumban, mas no se seca el agua de los torrentes espumosos que corre con ruido blando entre la maraña selvosa de hojas frescas. Por aquellos jardines en que pasean hoy el rey anciano y la condesa de Elda, pasearon en otros días los venerables alfaquíes, y piafaron, cubiertos de espuma, los nobles alfaraces. Aún brilla, decorado por los moros, el real palacio, en cuya arquitectura, como en la tierra en que se levanta, andan mezcladas razas diversas. En uno de sus departamentos está el Salón de los Escudos, que ostenta, pintados en su bóveda, setenta y cuatro de las más antiguas casas portuguesas. En Cintra se firmó la convención famosa, en tiempos en que bajo la mano del corso pálido, vacilaba como palacio de polvo bajo mano de gigante, la trémula Europa. En Cintra iban a morir en otro tiempo, como para calentarse los miembros ateridos, los ricos ingleses, y fue en tierra de Cintra donde floreció el naranjo primero que abrió sus azahares al aire de Europa. Unense allí casuchas a palacios, y quintas elegantes a musgosos escombros, y se pierde el espíritu contento entre aquellas sonantes arboledas, como si viviese en existencia superior, y se desligase de las ataduras urbanas. Por entre árboles y por sobre cerros iban reyes y servidores viendo castillos y selvas rumorosas, caballeros en sendos burros, que no saben de vasallos ni monarcas, ni obedecen a más rey que al labriego que les vocea e injuria, y les da, para avivarlos, rudas palmadas en las ancas.
Esa noche, ¡qué hermosa estuvo Lisboal Ardía en luces blancas. Parecía vestida de manto negro, sembrado de guirnaldas, de coronas, de festones, de haces de estrellas. Parecía un volcán encendido, desamparado de súbito de su corteza de piedra. Ceñían las paredes franjas de luces. Bosque incendiado semejaba el cielo. De los vaporcillos de recreo que atravesaban el río, se veía como una batalla de relámpagos. Y los buques del río habían envuelto en luminarias sus cascos y sus mástilesSe oían músicas suaves y vocerío de pueblo.
Diez mil hombres de todas armas desfilaron en la mañana que siguió a esa noche bella, ante la plataforma real, decorada con los pabellones de España y Portugal, Austria e Italia. Pareció robusta la infantería, menguada la artillería, pesada la caballería. Y tres mil personas asistieron al baile costosísimo que los comerciantes de la ciudad ofrecieron en el Palacio Viejo, en las cercanías de Lisboa, a don Luis y a sus huéspedes. Y en misa, que oyeron devotamente, rodeados de la corte, en la abadía de Relém; y en toros, que lidió en honor de Alfonso un elegante de Lisboa, a quien es fama que costó la corrida, entre flores y toros, una veintena de millares de pesos, para que luciesen, a los ojos del rey risueño su habilidad de toreadores los jóvenes nobles de la ciudad; y en oír un drama clásico, de la tierra qué cuenta entre sus glorias literarias al vizconde del Castillo, Almeida Garrett, y Herculano,-emplearon los reyes españoles, del brazo de los dueños de la tierra, su último día en Lisboa.
¿Y el pueblo? ¡Oh! el pueblo no quiere que se case el príncipe Carlos de Braganza, con la princesa Paz de Borbón. ¿Qué ha de pensar el pueblo, si en él, como dice en un libro tremendo y desgarrador uno de sus más briosos poetas: encontram-se a dormir, junto dos homes das portas mendigos quasi nús, creancas quasi morías?
Pero los reyes españoles, antes de volver a su palacio de granito en la Plaza de Oriente, estuvieron de cacería en el sitio solariego de los duques de Braganza, en la histórica Villaviciosa. Sólo esperan los pueblos para despertar a que los reyes duerman; y cuando adormecido por los aromas de sus árboles del Retiro, y las blandas voces de las damas, dejó caer Felipe IV su cetro en las manos codiciosas del Conde-Duque de Olivares, los duques de Braganza se hicieron reyes, y con ellos Portugal fue libre. Es macizo y sombrío el palacio de los nobles de Braganza, donde los monarcas de hoy van a meditar ante los lienzos oscurecidos que conservan las efigies de sus gloriosos antepasados, por cuya paz eterna doblan las campanas de la iglesia vecina, que fundaron los arrogantes caballeros de la Orden Militar de Villaviciosa. Allí enfermó don Pedro, el primer hijo de doña María de la Gloria, cuyo trono vacante ocupó a su muerte su hermano el rey actual, don Luis ir. Por aquellos sotos, que son ricos, ha andado cabalgando, y riendo con malicia de la fatiga de sus cortesanos, el cazador Alfonso. En aquellas selvas ha estado luciendo la reina María Pía su traje nuevo de amazona, hecho como el de las damas de su séquito, de terciopelo verde, que ciñe al cuerpo, ajustado por cinturón estrecho, en larga túnica, por la que asoma los breves pies resguardados de miradas ociosas y espinas de la selva por calzas de cuero: flotan al aire, en la fantástica carrera, las verdes plumas que adornan su ancho sombrero de alas italianas.
JOSÉ MARTÍ
La Opinión Nacional. Caracas, 7 de febrero de 1882