Final tumultuoso de un debate.-El canal de Panamá.-El poder temporal del Papa
Señor Director de La Opinión Nacional:
Así, entre estos ruidos de batalla y cerradas justas, entre estas airadas voces, anuncios de tormenta, y estas magistrales pláticas, prenda de majestad espiritual, llegó el fin del debate brillantísimo, en el que en suntuosa y artística manera, habían dado forma ordenada, compacta y visible a sus aspiraciones múltiples y encontradas, los jefes de las agrupaciones políticas que hoy lidian a la luz en la caliente arena española. Mas no bien había terminado Sagasta el discurso arrogante e hiriente, lleno de mal oculto fuego de batalla, con que cerraba, en réplica general, viva y airosa el debate de la contestación de las Cortes al mensaje del rey Alfonso; no bien acababa de hacer gala del número y calidad de sus secuaces, y de apuntar, con ademán de triunfador la peligrosa soberbia y espíritu de aislamiento que distinguen a sus rivales; no bien venía de señalar, como valiosísimo don suyo a la monarquía, la suma de auxiliadores demócratas, antes recios enemigos, que su política liberal había granjeado a la monarquía; no bien, como reposando de la victoria estruendosa que el debate memorable aseguraba a su política,-se alza, armado de gran número de notas, y como dispuesto a librar definitiva y mortal batalla, el indomable Cánovas. Como Ministro del trono, Sagasta se ve obligado a demostrar su capacidad de defender el trono, y en esta arena, Cánovas siente que la lid es suya. Gritos de ira álzanse enseguida de los bancos de los amigos del Ministerio. Estalla al fin la acumulada cólera. No quieren que hable Cánovas. El debate está cerrado. El discurso de Sagasta le ha puesto fin. "¡Basta!" "¡Basta!" "¡A votar!" "¡A votar!" Hablan a un tiempo aquellos tres centenares de hombres iracundos. Pónense de pie. Incrépanse con increíble dureza. Abandonan unos sus bancos; otros mueven sus manos, como si fueran a usar violentamente de ellas; otros salen precipitadamente del anfiteatro, para dar calma al enojo, o para darle empleo. "¡Orden! ¡Orden!" claman inútilmente los Ministros: "¡A vuestros asientos, señores diputados!" "¡Respetad a los que merecen respeto, diputados de la mayoría!", exclaman junto a Martos, Moret y Castelar, los diputados demócratas. "¡No abuséis de vuestro poder!", silban las galerías: de pie están en sus tribunas las damas, los diplomáticos, los grandes, los generales. Todos defienden a Cánovas de la mayoría que le teme y lo ofende. "¡De miedo de oírle pro. testáis: le tenéis miedo!" La libertad oprimida cautiva a todo pecho generoso; y nadie recuerda entonces que Cánovas ha oprimido muchas libertades, sino que la de él lo está siendo; y apoyan a Cánovas. Saasta, con visible descontento, habla a sus partidarios rudamente, y los llama a la calma. Ebrio y rojo de ira está en su sillón presidencial, ronca la voz, rota la campanilla y fatigado el puño, el presidente Posada Herrera. Exasperado Cánovas se sienta: y la furia fue ya entonces la dueña de la casa. Vítores estruendosos saludan al vencido; silbos e injurias caen sobre los numerosos vencedores; crúzanse denuestos entre los diputados y las tribunas; trábanse y decídense lances personales; muéstranse los diputados los puños amenazadores; indigna la violencia; disgusta el descortés tumulto; asorda el ruido. Al fin habla Sagasta: "¡Mal estáis haciendo, señores diputados, a vuestro propio concepto y al de la Cámara! Desconoce y rechaza vuestras razones el gobierno, y ruega al señor Cánovas, con encarecido ruego, que haga al gobierno las observaciones que se preparaba sin duda a hacerle." Desdeña hablar Cánovas. En medio del tumulto se recoge el voto, por mayoría considerable favorable a la política de Sagasta. Por corredores, escaleras y calles continúa la agria contienda. Mohínos quedaron los sagastinos de aquella que hubiera sido, sin aquel escandaloso remate, poco durable mas deslumbrante y honrosa victoria.
Ni senadores ni demócratas han estado en ocio: en la casa de aquéllos, se han sacado a plaza las cosas de América: y en el teatro de la Alhambra celebraron fiesta los demócratas monárquicos. Había anunciado el marqués de Seoane una interpelación al gobierno, que diera de sí la definición de la política de España en la cuestión que surge del canal de Panamá. Como propiedad suya mira el canal el gobierno norteamericano. Francia, con poco acuerdo hizo saber no hace mucho tiempo al gobierno de los Estados Unidos que era el canal empresa de un ciudadano francés, mas no de Francia, que nada quería, ni nada se reservaba, de los probables beneficios de la magna empresa. Inglaterra, movida de justa previsión y no de celos, estima que debe garantizar la neutralidad del canal en junto con los Estados Unidos, con lo que se estorba que éstos se miren como absolutos dueños de la vía que, si por una parte lleva al oeste de la Unión norteamericana, por otra lleva a la India. Y el marqués de Seoane inquirió al marqués de Vega Armijo la actitud de España en la próxima contienda. "Vigjlaremos"-dijo el Ministro sagastino-"por los intereses españoles que en el istmo estén o pudieran llegar a estar afectados: y será en esa batalla diplomática nuestra política amoldada a la de naciones que tengan en el canal intereses semejantes a los nuestros." ¡Dolorosa cuestión, preñada, ay,-y no para los españoles-de amenazas!
Otro marqués, a más de estos dos del Senado, tiene la política española, que es caballero menudo de cuerpo, y grande en la política menuda. Viene de casa vieja, y es hijo de duque; pero ama los tiempos nuevos, y vive en ellos. Es ingenioso, activo y osado. Concibe con rapidez; habla con brío; organiza con presteza. Para construir, le faltan tamaños; mas para derribar, le sobran fuerzas. Ni de libros empolvados, ni de húmedas aulas le viene su ciencia, sino de fuerza propia, irregular y desbordada. De literatura cuida poco, y cuida más de echar abajo a sus enemigos. Tiene arrebatos generosos, y expedientes fecundos. Este marqués,, que es el de Sardoal, presidía con el gallardo Moret el banquete que los demócratas monárquicos se dieron ante gran concurrencia, en el teatrillo de la Alhambra. Por cierto que fue en la escena de este teatro donde estrenó Vico, el primer actor de España, la leyenda dramática de Marcos Zapata, que pudiera ser máximo poeta: La capilla. de Lanuza; fue allí donde el público frenético, arrobado por la melodía cautivadora de aquellos límpidos y alados versos, empleaba en hacer salir a la escena el laureado autor tanto tiempo como acababa de emplear en oír su obra; fue allí donde con voces generosas, que no hallaba después frecuentemente, clamó en discurso elocuente contra el mantenimiento de la esclavitud el áspero crítico Manuel de la Revilla, dos meses hace muerto; fue allí donde con arte singular, y pasión tierna, y gracia suma, movía los enamorados corazones en tiempo no lejano, una delicada criatura, blanca y airosa como un lirio, la actriz italiana Pasquali. Y allí fue donde entre sonantes vivas, anunció Moret a España, desde aquella mesa de banquete a cuyo torno se sentaron 300 demócratas, que intentaba traer a la política española la democracia levantada, conciliadora, oportuna, aclamada, aplicable, de John Bright, el orador glorioso, el librecambista ardiente, el Pílades del enérgico Cobden, el inglés que ama a los Estados Unidos y a Irlanda, el ministro de Gladstone, el anciano fogoso de cuya vasta mente y bravo y sano corazón viven enamorados los ingleses.
Vese, pues, que la democracia española, antes de entrar en su período pleno de creación, adelanta en su lento y previo período de imitación. En un pueblo no perdura sino lo que nace de él, y no lo que se importa de otro pueblo. Mas estos devaneos, copias, deseos honrados de introducir en el suelo patrio experiencias que en otro suelo han dado resultados felices, son inevitables, necesarios y útiles. Con el imperfecto ejercicio de la libertad que permiten, y de su choque mismo con las necesidades y espíritus reales de la patria, resulta el pueblo nutrido y preparado para ejercer luego la libertad de su propia y original manera. Aunque dividida y dispersa en grupos sueltos, la democracia arraiga cada día con raíz más honda, entre .los españoles, que la. ven briosa, estudiosa, amiga de lo nuevo, buscadora de lo útil, prendada de su tiempo y trabajadora. En esto están empeñados los hombres que respetan y favorecen el desarrollo del maravilloso poder humano: y se alzan a su frente con sus históricos vestidos y sus venerados rostros, los obispos de España, puestos en la faena de obligar al gobierno de su nación á que favorezca con poder positivo el poder temporal del Papa. La lucha está siendo formidable y abierta. Sagasta quiere el matrimonio civil; la enseñanza amplia, la conciencia libre, y a Italia unida: los prelados españoles, que no ocultan que obedecen en su compacta campaña actual a insinuaciones del Pontífice, quieren mantener incólume la divinidad del Sacramento; dejar el matrimonio como obra divina que, aunque hecha en la tierra, con elementos terrenos ha de resolverse mas allá de la tierra; arrancar de manos de los hombres todo libro que no sea estrictamente ortodoxo; expulsar de sus cátedras a los profesores que enseñan el modo de usar con dignidad y utilidad nuestra libre razón, y reemplazarlos con maestros que sometan todo brío mental y toda ansia de ciencia del espíritu a la palabra eclesiástica; y quieren, sobre todo esto, que la mano de Alfonso, como en otro tiempo la mano del torvo Felipe, confirme con su dominio real de los hombres al representante del humilde Jesús, y blanda el arma vengadora contra el monarca y los pensadores y el pueblo italiano, que han arrebatado al Pontífice romano su poder temporal. El cardenal arzobispo de Santiago, el arzobispo de Valencia y el obispo de Soria, Huesca y Salamanca, que es el confesor del rey, interpelaron al gobierno, desde aquellos asientos del Senado en que recuerdan aquella grande época de las Cortes españolas en que era la Iglesia brazo poderoso y dueña del monarca y de las almas. Dilatada y amargamente hablaron el arzobispo santiagués, y el obispo salmantino; dijeron durezas del gobierno de Italia; pusieron en alto el que ellos estiman deber filial y católico derecho de restaurar en su silla del Señor, al Sumo Pontífice, y movieron al gabinete de Sagasta a que protegiese, como a la fiel España cumplía, la libertad de la Sede Católica. Fuera del Senado, los prelados han levantado con sus actos una abierta protesta. Con el primado de Toledo, que no ha tomado aún su asiento en el Senado, ni prestado su juramento de lealtad, llamaron a las puertas de los oradores Pidal y Ortiz, mantenedores incansables de los derechos de la Iglesia, supremacía absoluta de sus doctrinas, y poder real del Papa: llevaban a Pidal y Ortiz la bendición de León XIII, y los ardientes plácemes de la Iglesia de España. Pidal tiene vueltos los ojos a Donoso Cortés, y con poderosas dotes de combate, arremete con pujanza juvenil contra todos los que intentan nivelar o alzar la libertad del hombre sobre la libertad del sacerdote. Sabe de latín, de Biblia y de oratoria. Le ve la Iglesia como su hijo amado. Movimiento en favor del rey Don Carlos parece el movimiento actual de los magnates de la Iglesia: que ellos creyeron que la monarquía de Alfonso venía, no a salvarse a sí propia cortejando con éxito los bandos diversos que batallan en la política española, sino a salvar la doctrina católica amenazada, alzándose como dura fortaleza, e insalvable dique, a la ola arrolladora del espíritu moderno. Y vuelven los ojos de nuevo, hacia aquel a quien Pidal defiende, de quien fue apoyo y voz aquel orador bíblico, de alma tierna, profética elocuencia y llaneza apostólica, Aparisi y Guijarro; vuelven los prelados los ojos al rey Don Carlos, que hace poco preguntaba al gobierno de México si podría ir a la hermosa república a vivir en calma con su esposa y sus hijos, lo que mereció hidalga y firme respuesta de los gobernantes mexicanos: "Venid, y respetando nuestras leyes, seréis aquí dichosos." No esquivó el marqués de Vega Armijo, que es hombre de pensar maduro, palabra sobria y estilo sentencioso y neto, la respuesta a la interpelación de los prelados; ni se intimidó por la oposición que el Senado anuncia a las leyes civiles de Sagasta, que han sido limadas ya de sus mayores asperezas; ni por la importancia que a la visita e interpelación de los obispos se ha dado en la regia casa y en los más aristocráticos salones. Habló secamente y seguramente.-"Confía España" --decía-"en los visibles y honrados esfuerzos del gobierno italiano por proteger el decoro y libertad del Pontífice: no queráis, señores prelados, porque no lo quiere el rey y España no lo quiere, que vayamos a mezclarnos, como capitanes intrusos de inexcusables aventuras, en los asuntos interiores de una nación extranjera y una potencia amiga y a perturbar su paz en la misma capital de la nación".--"El gobierno"-añadió después el Ministro de Justicia-"cree que logrará término amistoso a las negociaciones que acerca del matrimonio civil tiene entabladas en el Vaticano: lo desea, lo anhela, gozará con lograrlo. Pero si no lo lograre, por acaso, ¡mantendrá sin debilidad y sin complacencias los principios del decreto que ha sometido a la aprobación de los senadores, y sacará en salvo, sin miedo a los prejuicios y a las tradiciones, las invulnerables y sagradas prerrogativas del Estado!"
Muy animada, a lo que se ve, anda la risueña Corte. Pero el rey se prepara a abandonarla, y a ver reyes. De tres viajes de Alfonso se habla. Que irá a Austria, a ver de nuevo la tierra de su esposa, afirman unos. Otros afirman que no irá a Austria, sino a Inglaterra, a pagar a la reina Victoria sus especiales bondades. Y ya se da por cierto que Lisboa se prepara a recibir, en los mismos días en que leerá la benévola Caracas estas cartas, al príncipe de Gales y al rey Alfonso*. Seguro parece este último viaje, y más seguro desde que el nuevo Ministro del amenazado rey Don Luis, el famoso conservador Fontes Pereira de Melho, muestra deseos de apretar la amistad de Portugal y España: Era Melho, grande enemigo de los liberales, inspirador del gabinete de Sampayo, creado como para dar tiempo a que se calmase el rencor que la política acre y represiva de Melho, había despertado en los demócratas portugueses. Siéntese de nuevo fuerte, teme el gobierno a los demócratas, y Melho reentra en liza.
M. DE Z.
La Opinión Nacional. Caracas, 17 de diciembre de 1881