Nueva York, junio 7 de 1884
Señor Director de La Nación:
En domingo se escribe esta carta; un sofocante domingo de verano. Los pueblos de campo y las playas vecinas tienen hoy más fieles que las iglesias: rebosan los trenes pasajeros acalorados que van a ver las regatas de los remadores desde las barandas del Puente Alto; y los vapores pasean por los ríos, luciendo banderas de todas las naciones, a multitudes aseadas y gozosas. Se abren los nidos en el campo y el amor en las almas.
Todo es parejas en los rincones de los botes, en las escaleras de las estaciones del ferrocarril elevado, por las aceras anchas de las calles. Ellos lucen corbata blanca de piqué, y chaleco blanco: ellas, vestidas de telas ligeras como de alas, pasean, como un buque en gala sus pabellones, sus trajes, prendidos con cintas rosadas y azules. De diez a doce, aún se veían, en las cercanías de los templos despoblados, barbudos caballeros y compuestas damas con su Biblia y su libro de cantos: pero la ciudad no está ahora de devoción, sino de tálamo. Flota en el aire un inmenso Júpiter, que besa en la boca a lo desvanecida. Nació el amor de Junio y de la Tierra. El invierno es un féretro; y las almas, con las primeras luces del verano, se visten de amores, como los parques de ramos de lilas. En los barrios míseros que echan sus gentes sofocadas a las grandes avenidas, trepan por las rodillas de sus .madres, como insectos por troncos de árboles, los niñuelos enfermos, esos pobres niñuelos descarnados y exangües que en estas grandes ciudades sin fe y sin sosiego, tienen, como flores de lodo, de mujeres brutales los trabajadores descontentos e iracundos :--esos niños, apenas se acerca el sol a la tierra, se empiezan a secar, encoger y desvanecer, como los pantanos en los meses ardientes. Se busca a las fieras en los bosques: buscarlas, y convertirlas, se debe, en las entrañas turbias de estas ciudades opulentas.
Los niños que en Nueva York gustan más de pelotas y pistolas que de libros, porque en las escuelas las maestras que no ven en la enseñanza su carrera definitiva, no les enseñan de modo que el estudio los ocupe y enamore,-y de las casas, los padres acostumbran feamente empujarlos, como para que no les enojen con sus travesuras y enredos, a las calles; --los niños, ¡válganos Dios!, o se detienen en las esquinas, lo que no es del todo mal, a trocar coqueterías con damiselillas pizpiretas de diez o doce años que con mirada y aire de mujer van solas; o se entran a la callada, a escondidas de la policía, en un patio a jugar a la pelota, o salen de las cigarrerías, que por esta maldad debieran ser tapiadas con el cigarrero adentro, ostentando en los labios sin bozo, encendidos pitillos. Y si se va por los barrios pobres, es usual ver cómo en las barbas del gendarme, que suele no ir muy seguro sobre sus pies, unos chicuelos descalzos empinan por turno una botella de cerveza, y hacen burla a un Rinconete de diez años, que pasa ebrio y tambaleando, mal sujeto del brazo por un Cortadillo balbuciente. ¡Válganos Dios, decimos! ¿No estarían mejor los fieles de las iglesias levantando estas almas, y calzando a estos desnudos, y apartando estas botellas de los labios, que oyendo comentarios sobre la bestia del Apocalipsis, y regocijándose en los picotazos que se dan los pastores de los templos rivales del distrito? ¿Quieren levantar templo? Que hagan casas para los pobres. ¿Salvar almas quieren? Pues bájense a este infierno, no con limosnas que envilecen, sino con las artes del ejemplo, puesto que la naturaleza humana, esencialmente buena, apenas ve junto a sí modelo noble, se levanta hasta él.
Envíense conversadores de alma sana por esos barrios bajos; regálenseles periódicos amenos, que no les enojen con pláticas sermoníacas de virtudes catecismales, sino que lleven la virtud invisible envuelta en las cosas que al pueblo interesan, de manera que no vean que está allí, y sospechen que se la quieren imponer, porque entonces no la aceptarán. Se curan las llagas en el pecho, y no se curan esos suburbios en las ciudades. En los Ateneos se habla mucho de progresos insignes, y en los editoriales de los diarios; pelo no se ve que se está haciendo en casi todas partes el pan nacional con levadura de tigres. Esto sobre todo es peligroso,-en países donde, como en éste, el tigre manda. Así, las repúblicas van a los tiranos. Quien no ayuda a levantar el espíritu de la masa ignorante y enorme, renuncia voluntariamente a su libertad.
= `Nos parece que el obispo Potter, en su lindo palacio gótico de Broadway, lleno de altas ventanas de vidrios de colores, hace muy buen obispo"--dijo uno así esta mañana, tropezando con los rosetones de mármol que en el atrio del templo protestante aguardan a que los suban a completar la torre altísima con que la iglesia americana quiere dar celos a la catedral católica.
Y otro que oyó, dijo:
-"El mejor obispo ha sido Peter Cooper."-Nación que no cuida de ennoblecer a sus masas, se cría para los chacales.
No estaba, por cierto, tan alegre y encintado como hoy Nueva York, la mañana en que una sobre otra, hará unos cuantos días, vinieron a tierra, como naipes en fila, cuando se empuja el primero, decenas de grandes firmas comerciales, que eran meras casas de juego, so pretexto de comprar y vender acciones; y al suspender pagos, en virtud de sucesos escandalosos, algunos Bancos nacionales, quedáronse sin tener quien les prestara o les aceptara como válidos sus cheques nulos, y se declararon en quiebra. Los pueblos se encarnizan en amar, como en odiar; y suelen amar con tanta injusticia como a veces odian. A no ser por esto, y por ser tal la necesidad de lo heroico en las naciones, que cuando lo tienen no lo quieren perder, y cuando no lo tienen se lo fingen; a no ser por esta tenacidad con que se aferra un pueblo a quien lo ha llevado a la victoria, y por esa saludable consustanciación de las naciones y de sus grandes hombres-públicos, que es tal que si se los hieren les parece que son ellas las heridas; a no ser por esta bondad y nobleza humanas, -no se recobraría el general Grant de la vergüenza en que ahora anda.
Dio su espada a que le acuñaran con ella, oro, y se le ha ido la espada de las manos. Dio su nombre e influencia para que con ellos negociase la casa de comercio de acciones de que sacaban él y sus hijos aparente grandísimo beneficio, y ha quebrado la casa del general Grant, enseñando que, sin que él pudiera desconocerlo enteramente o dejar de sospecharlo, venía de años atrás manteniéndose en pie merced a increíbles engaños, mentiras asombrosas, colosales fraudes.
De Grant y Ward se llamaba la casa de comercio. Ward la llevaba en su cabeza, y era el director de los negocios, amigo de buen vivir, de regalar, de dormir entre ricas pieles, de pasearse por establos bien poblados. Y Grant y todos sus hijos eran los asociados de la casa. Ward pasaba por persona astuta que veía el provecho aprisa, y se asía de él, con cuya reputación ganó la mano de la hija de un alto empleado del Banco Nacional de la Marina, y la confianza, al cabo, del Banco, que llegó a ser como propio suyo, pues del Presidente, que era un magnate neoyorquino, hizo su cómplice. Es legítimo el tráfico en valores, y ha de haber un lugar donde el que se vea corto de dinero, y sobrado de papeles que lo representan, venda, y compre el que quiera colocar sus fondos. Pero hinchar las acciones a precios que no están en relación con sus orígenes y valor presente y probable; imponer a papeles nulos un valor ficticio; forzar, con escaramuzas y asedios de bolsa, que no son en sí más que voluntarias suposiciones, ocultaciones culpables y descaradas mentiras, alzas o bajas que no proceden de los cambios reales del valor representado, -es una estafa indigna de que las gentes honradas pongan su inteligencia en organizarla, o su limpia fortuna en mantenerla en movimiento y crédito.
Ha echado por caminos la existencia moderna, en que la serenidad del ánimo, la claridad de lo interior y la vida legítima van siendo imposibles.
El súbito ascenso de los hombres a la igualdad política, ha originado un desequilibrio y trastorno económicos que en todas las partes del mundo se notan; así como la súbita cultura, y la necesidad ardiente de ella, los han puesto en desigualdad con los medios de darles satisfacción; que no crecen con tanta rapidez como los apetitos. En las tierras donde toda la vida se es mozo, y se tiene en más el merecer las miradas de una dama, o la amistad de un hombre, que el aumentar las arcas;-y se vive en el amor caluroso de la patria, en la doliente contemplación de sus desdichas, en el pago y la solicitud de los afectos, en los arrobos y ganancias del espíritu, en el espectáculo sano y confortante de una Naturaleza próvida y amiga, no se convierten todas las fuerzas a un solo objeto que las absorbe e hipertrofia; sino que se distraen y balancean; y como que se recibe placer en las amenidades del alma, no se pone toda la voluntad, y la faena, en crearse una riqueza sin la cual es aún posible la ventura.
Pero en estas naciones donde del acumulamiento mismo de hombres vienen soledad y abandono espantosos, donde sólo una porción escasa de los que nacen en el país se sienten prendidos de él por sus padres y abuelos, y por esa interpenetración misteriosa del espíritu del hombre y el del pueblo en que viene a la vida; donde los mismos hijos del país son desterrados, y más que a una patria accidental que no puede tener para ellos ternuras maternales, aman acaso la de sus padres extranjeros que vieron siempre venerada en el hogar, como a una muerta adorada; o caen en el horror de no amar a patria alguna; en este pueblo de niños educados en la regata funesta por la riqueza, en que sin sueño y sin día de fiesta forcejea la nación; y de hombres desvalidos cuya existencia entera, acerba como la duda e inquieta como la náusea, pasa en el combate por asegurarse el bienestar, que para luego en el constante susto de perderlo, o en el vicio censurable de acrecentarlo, en este pueblo revuelto, suntuoso y enorme, la vida no es más que la conquista de la fortuna: ésta es la enfermedad de su grandeza. La lleva sobre el hígado: se le ha entrado por todas las entrañas: lo está trastornando, afeando y deformando todo. Los que imiten a este pueblo grandioso, cuiden de no caer en ella. Sin razonable prosperidad, la vida, para el común de las gentes, es amarga; pero es un cáncer sin los goces del espíritu.
Tal sería la gran tarea de los hombres previsores de este pueblo; y tal fue, como si le hubiese vivido una estrella en el pecho, la tarea de Emerson: espiritualizarlo. En la naturaleza espiritual, como en la física, como en la histórica, lo grande amenaza lo esencial: se ve en los poetas verbosos, en cuyo hojerío lo ideal se diluye, afloja y evapora; se ve en la rosa centifoglia, monumental, mas sin aroma; y en este pueblo arrebatado, que ofrece tal vez el espectáculo más admirable que hayan presentado jamás los hombres sobre la tierra:-en este pueblo rebosante se está viendo.
Naturalmente, de tanta fatiga, del deshabito del buen comercio, de la amistad inteligente, del desconocimiento de los placeres delicados y superiores que vienen de la posesión y ejercicios de los afectos,-los hombres se van a regocijos acres y locos. Como que con las uñas y con los dientes pelean por asir el premio de oro, tienen placer en lucirlo, y entre el ganarlo y el ostentarlo, se les va por entre los dedos, pueril a veces como la de un niño, la vida. No saben cautivar a la hermosura con las únicas armas que la rinden, y la compran o la toman en alquiler, lo que es tanto como acostar una hidra en el tálamo. La mujer, que abomina siempre a quien la paga, siente odio de sí y cae de un lado y de otro, buscando refugio. Honradas a veces, como en algo se han de complacer, se complacen, con arrobos de enamoramiento y ardores de pasión, en sus joyas y vestidos; por donde en ocasiones es profunda virtud lo que parece un defecto. Se crea un ser nuevo, triste como una llaga: la esposa manceba.
El hogar es un cuarto de hotel, cuyas paredes no son cual aquellas de nuestras casas, a las que se ama y conversa, como a seres vivos, y de quienes no se aparta el alma sin desgarramiento, tal como el árbol de la tierra en que tiene sus raíces: cuarto de hotel es el hogar, donde el proveedor va a dormir, y a que le vean su lujo, y de donde la mujer, como de una tumba, huye. Las familias se cimientan, 3e parte del hombre, en una imperfecta necesidad de compañía, o en una exigente atracción física; y del lado de la mujer, en el goce de entrar a disponer de más amplio peculio. Como las ganancias suelen ser extraordinarias, tanto como las pérdidas, la vida llega a ser enfermiza y violenta como la de los jugadores. Un día es un perro que viene de regalo en los brazos del amo ganancioso; un perro amarillo de hocico negro, con collar de plata; otros, los días de pérdida, el perro viene dentro del amo. Y como el corredor de Bolsa tipifica a esta generación frenética y amonedada, resulta que de pintar los caracteres generales de la vida ansiosa en esta gran ciudad, hemos venido, sin más que acentuar las líneas para ponerlas de relieve; a describir la vida de Fernando Ward.
¿Carruajes? Brougham no se había de pedir, ni tílburi ligero, ni cuatro en mano, ni carrillo de perro para los niños, ni cupé discreto, ni cab abominable: porque de todos tenía, y los mejores de New York, la cochera de Ward. ¿Pieles? Se andaba sobre ellas, y estaban de ellas vestidas las paredes, tendidos los canapés, repletos, en elegante descuido, los rincones. ¿Medallones, bronces repujados, óleos de maestros, ídolos japoneses, trompetas de voluntario habanero, aguafuertes de Morín, estatuillas de barro y tela de los indios de México, abanicos de Java, y pericones abiertos con sus corridas de toros o sus amores de María Luisa en el paisaje? De todo, de todo eso que puebla hasta los bordes del techo las salas americanas, estaban llenas, como un altar de reliquias, las paredes de Ward. Y días antes de quebrar, compró en una fábrica de la Quinta Avenida, famosa porque hace en pulida caoba muebles como los de la época de la Revolución, no menos de cuarenta mil pesos en enseres de casa; y de los mostradores de Tiffany, separó para su mujer un aderezo de unos veinte mil.
¿Ni quién lo había de extrañar, si es fama en los Estados Unidos que no hay negocio que produzca más pingües ganancias que los con. tratos con el Gobierno; y Ward aseguraba a sus depositantes, y el general Grant lo dejaba creer bajo su firma en carta publicada, respondiendo a una pregunta confidencial y ansiosa, que por el prestigio de Grant, que ha sido siempre considerado como enorme, tenía la firma asegurados contratos excelentes con el Gobierno? Y la firma compraba un día millares de acciones; prestaba a un ferrocarril dos millones de pesos; pagaba en cinco meses, sobre cuarenta mil de capital, seis mil de provechos; y en el Banco Nacional de la Marina, cuyo Presidente era también socio de Ward, pagábanse al día a veces por su orden no menos de setecientos mil pesos. Murmurábase del exceso del interés pagado a los depositantes, porque era tal la maravilla, que el que ponía hoy cien pesos en la casa, los recibía mañana doblados; mas nadie lo extrañaba; pues por Grant se suponían seguros los contratos que daban para tanto; hasta que se ha venido a saber que jamás había tenido la firma contrato alguno, ni hecho acaso, a no ser los primeros que causaron sin duda la pérdida, original negocio que no fuese deliberadamente fraudulento.
¿Pues cómo pagaban aquellos intereses enormes? Con los tres millones de descubierto que enseña la quiebra: con el capital de los depositantes nuevos pagaban los primeros intereses del mismo capital, a tipo loco, y los de los depósitos anteriores, consumidos ya a su vez del mismo modo para pagar los premios de depósitos aún más antiguos. Y no daban a ciegas los nuevos contribuyentes sus capitales; sino que se hacían firmar al entregarlos un documento que les garantizaba para un plazo corto una ganancia escandalosa. La sospecha callaba ante la magnitud del beneficio. Astuto ha habido que, en estos lances, ha sacado en intereses, con préstamos doblados, unas cuatro veces su capital. Y es verdad que prestaban de una vez dos millones de pesos a un ferrocarril; pero le tomaban en depósito acciones por más. T no bien Había estrechado la mano de Ward el presidente satisfecho del camino de hierro, ya andaban agentes excusados por la calle levantando préstamo sobre las acciones en depósito confiadas, por cantidad mucho mayor que lo que se acababa de prestar, del cual modo se lograban por el momento unos miles de pesos que iban a cubrir los compromisos más urgentes, a los gastos de los asociados, cada uno de los cuales, en año ordinario, tomaba, para mal vivir, unos cuarenta mil pesos. Iban al presidente del Banco que aceptaba, sin depósito de Ward alguno, cheques de Ward por colosales sumas, de cuyo riesgo el presidente se amparaba tomando de la sociedad para su bolsa unos quinientos mil pesos por año. Iban a los corredores que traían dinero nuevo, a uno de los cuales, que vive ya en casa de mármol, pagó la firma por estos servicios en sólo un mes, doscientos mil pesos.
Volvía su préstamo el ferrocarril, y a ruinosísimo precio, había que buscar dinero en plaza sobre el que el ferrocarril devolvía, para recobrar las seguridades del camino de hierro de que Ward había indebidamente usado: y como el interés cargado al ferrocarril era mucho menor que la diferencia entre lo prestado a él y lo tomado sobre sus seguridades, había que acudir, con las manos llenas de oro, a un agente suplir lo perdido en Bolsa por el filántropo deshonesto, y el Banco volvió a sus pagos, y a tranquilidad los depositantes campesinos. Las riquezas de Ward han caído en manos de los alguaciles: el capellán de Grant va a la cárcel, donde Ward está ahora; y en Washington se aprueba, como para librar a la Nación de la mengua de sospechas de su héroe, la proposición que otorga a Grant el pingüe sueldo de General en Jefe en retiro. La gente se ha asomado, como a una boca fétida, a la Bolsa.
Pero )por qué, ya al punto de cerrar esta correspondencia, inundan las calles los voceadores de periódicos, y se levantan todos los trabajadores de sus bancos y bufetes, y los negocios se suspenden un momento, y las calles se animan, y llenan? Es que se anuncia que la Convención de delegados del partido republicano, ha proclamado ante doce mil espectadores roncos de la continua excitación y vocerío, que contra Arthur, que fue apoyado parsimoniosamente y contra Edmunds, senador canoso de pacíficas costumbres, es Blaine el acometedor, Blaine ambicioso, brillante y turbulento, Blaine, un Beaconsfield desenvuelto y temible, el que el partido republicano elige para candidato a la Presidencia, al general Logan, a quien ama el ejército. Luto sería para este país y para la justicia, luto para algunas tierras de nuestra América que tienen las rodillas flojas, luto para la misma libertad humana, que viniese a la Presidencia de los Estados Unidos, este hombre intrépido. agudo y desembarazado, que de las grandezas de su patria sólo tiene las grandes preocupaciones. Halaga odios; y no busca la manera de ennoblecer a los hombres, sino de lisonjearlos para que le sigan de buena voluntad. Piensa en sí más que en su pueblo; y no vacila, con pretextos hipócritas o confesados, en llevarlo al ataque y a la aventura. Pero es persona móvil y parlera; llama a todos por su nombre de pila; da palmadas en el hombro a la gente menor, que queda oronda; flagela a los chinos con lo que halaga a los inmigrantes naturalizados; y arremete contra el librecambio, con lo que tiene de su parte a los trabajadores ignorantes y a los manufactureros. En política, el que sirve, será servido.
¡De qué agonías, y caídas y humillamientos está hecha a veces la victoria! Y ¡qué mal que presidiera los hombres quien está inquieto en sí! Porque una cesión al vulgo en cambio de aplauso o puesto, debe ser como una bofetada, y la señal de los dedos enormes debe llevarse siempre en la mejilla. A Tilden piensan en elegir los demócratas. 0 a Cleveland, el gobernador honrado de New York. 0 a Benjamín Butler, "el amigo del que cae debajo en 1a pelea". Hemos de oír y ver cuanto se diga en esta campaña peligrosa y ardiente.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 16 de julio de 1884