Nueva York, 28 de abril de 1884
Señor Director de La Nación:
¿Llevaré primero a los lectores de La Nación al hipódromo de la plaza de Madison donde catorce caminadores, ávidamente seguidos con ojos, palmas y voces por una colosal muchedumbre, se disputan el premio de dinero anunciado al que en seis días ande seiscientas veinticinco millas;-o los llevaré al muelle de donde arranca para Europa el "Oregón", casi llevado en alas por los bravos del gentío que acaba de oírle cantar Semíramis, a la risueña soberana del canto, a la que da venturas y como el tenor español Gayarre, anuncia cielos, a la Patti;-o a las juntas eleccionarias los llevaré, donde las asociaciones de barrio del partido republicano eligen, no sin golpes de puño y cabezadas, los delegados a la Convención del Estado que ha de escoger de entre los sostenedores de los varios candidatos a la Presidencia, aquellos que el Estado nombra para que en la Convención General del partido en Chicago, lo cual será en agosto próximo, voten por aquel que les parezca más apropiado para Presidente? Ingersoll, gran orador hereje, como por acá lo llaman, que a guisa de cetro y entre carcajadas levanta por el aire, ante las multitudes cultas que lo admiran, los huesos de las religiones muertas; lngersoll, que en olla norteamericana ha puesto a hervir argumentos viejos, habla, con más aplausos que palabras, ante la concurrencia que llena la Academia de Música, lóbrego y desmantelado teatro, que es el de la ópera y mayor fama en New York; cuatrocientos alumnos de la Universidad de Harvard, reunidos en un banquete, acuerdan pedir al antiquísimo colegio que, en vez de cierto latín inflado y menesteroso que en los actos públicos de Harvard se usa, sea la lengua maciza nativa, en que dibujó colores Irving y amontona ahora Walt Whitman olas, la lengua inglesa sea la oficial y constante del colegio.-En una misma noche desde un palco vaciaba la Nilmon canastos de flores a los pies de la Patti y Nicolini; y la Materna y Scaria, que mejor que nadie a Wagner entienden, cantaban a pocos pasos el Tannhauser;-el actor Irving, vestido con las ropas del Mercader de Venecia, asomaba por el costado del telón su faz recia y huesosa, a modo de prólogo de su cuerpo enérgico, dilatado y enjuto, a dar gracias a la gente americana que ha celebrado sin tasa los arranques geniosos y pujante voluntad del actor inglés;-y los tenientes de Barnum enseñaban a una populosa concurrencia un elefante bien cuidado y con manchas rosadas en la trompa, del que se cuenta por el mundo, aunque las embajadas siamesas lo juegan, que es elefante sacro del reino de Siam. Se va a la cantina de Hoffman, que es como un palacio de las bebederías, por ciertos cuadros y bronces de pocos vestidos famosa; y alrededor de un cordón de seda, se ve siempre un grupo de gente absorta, que mira cómo un sátiro se niega a seguir al bosque a unas ninfas que con colores sutiles y acuosos ha traído a la vida, tan hermosas que no debieran salir nunca de ella, el exquisito pincel de Bouguerau, que de exquisito peca; muy cerca de la bebedería de Hoffman, colgada de tapices de Aubusson y repleta de cachivaches de arte, enseñan los pintores norteamericanos, que apenas dan con uno que otro cuadro de la naturaleza sus ásperas figuras, extravagantes puestas de sol, y espantables correrías en pos de Manet y de, Courbet; y a unas cuantas calles de la Academia de Pintura, el general Grant Wilson, ayudado de un gran estereóscopo, cuenta a un público atento por donde anduvo en América Colón; y entre la concurrencia se distingue a un veterano de pasadas guerras y de buena casa que acaba de ofrecer a la ciudad en un discurso de comida su espada y la de sus amigos. para cuando desenvainasen la suya, si espada usan, los "socialistas atrevidos"; y una señora de cabellera de crespos grises que tiene tendidos sobre la modesta falda los números del Scientific American en que el doctor Le Plongeon, casado con dama inteligente y atrevidísima, cuenta lo que con sus manos misma, y las de su mujer que le acompañaba vestida de hombre, ha arrancado a las marañas que cubren las ruinas de las ciudades enterradas en el señorío de Mayapán donde hoy vive la raza yucateca; y en las cuevas escondidas donde sobre informes y labrados pilares tendían las estatuas de sus héroes los antepasados de los indios.-Como caracolea una opulenta frase en el cerebro, se enroscaba y reentraba en sí, y de sí no salía, el dibujo indígena.
Pero sobre todos esos entretenimientos de noche, sobre las procesiones de millares de hombres, mujeres y niños que bajo una lluvia terca recorren las calles con estandartes y músicas pidiendo que se cumpla la ley que limita a ocho horas las del trabajo diario de los artesanos; sobre la lucha empeñadísima de los periódicos de la mañana que a ocho centavos casi todos se siguen vendiendo y cada día inventan métodos con que arrebatar sus lectores a los diarios rivales, entre cuyos métodos el de escribir con ligereza y de burla sobresale y priva, por ser la necedad y frívola disposición condiciones que alcanzan mayoría en lo común de los públicos;-sobre la cripta de un museo de figuras de cera, donde en cuadros groseros están representados los diversos modos de dar muerte que los pueblos usan, lo cual tiene siempre llena de gente la casa; sobre los juegos de pelota, que ya empiezan, y los paseos en cl Parque Central, que son ahora deliciosos, y los grupos de las mujeres por las calles que ahora en Abril se parecen a las rosas de mañana;-lo que a todos preocupa más son las próximas elecciones. Se entra a la una del día a un salón de lunch, como es preciso ya llamar para ser entendido, lo que en castizo se llama tentempié;-y asombra oír al que nos vierte en una copa de cristal tallado el tibio cordial de cerezas, discutir con otro de los concurrentes sobre el alcance de las leyes actuales de navegación y comercio,-y el influjo de la tarifa alta sobre las rentas de las casas. Se cruza el río,-y por encima de las noveletas perniciosas de amoríos criminales y palacios descritos por quienes nunca los vivieron, que andan en las manos de las trabajadoras jóvenes, se cruzan las preguntas y relatos sobre los candidatos a la Presidencia. Aunque ahora, con las apuestas a las caminadas que están dando la- vuelta a la pista del hipódromo de Madison, se habla menos de los candidatos presidenciales que de los que han de repartirse, acabada la odiosa faena, los dineros pagados por la enorme procesión de gente que a todas horas del día y la noche repleta el hipódromo.-Porque no es esta porfía de los andadores como aquel animoso estadio griego, donde a ligero paso, y- dando alegres voces justaban en las fiestas por ganar una rama de laurel los bellos jóvenes de Delfos; sino fatigosa contienda de avarientos, que dan sus espantables angustias como cebo a un público enfermizo, que a manos llenas vacía a las puertas del circo los dineros de entrada que han de distribuirse después los gananciosos.
Anoche, que era domingo, rompieron a las doce la caminata. Con la Lente que llenaba el circo a esa hora, había para hacer la independencia de un país:-mas no, no con esa clase de gente; ¡que bien se están los países esclavos cuando los que los libertaran no han de honrarlos! --No eran sólo los concurrentes habitantes del Bowery, que es en New York el barrio de la cofradía de gente torva, sino caballeros de buen ver; y mujeres de ricos vestidos, en cuyo seno palpitante lucían ramos de rosas que a pocas vueltas de los competidores estaban ya adornando los pechos de los atletas que sacaban la delantera en la primera milla.
Los caminadores son catorce; negro uno de ellos; inglés, de cierta cultura, otro; los más irlandeses avaros; uno, miembro el año pasado del municipio; otro, un joven indio. A un extremo de la pista, tiene cada uno de los competidores, hecha de pino sin pintar, su cabaña de reposo. Asomarse a ellas, da náuseas; y no por las cabañas mismas, llena la puerta de banderas y coronas, y símbolos de triunfo; sino por los hombres que en sus umbrales merodean. Allí están, como los galleros cerca de sus gallos, los que cuidan a los catorce hombres, preparando los menjurjes con que han de dar vigor ficticio, de aquí a unas cuantas horas, a los miembros fatigados de los caminadores: allí están, como los homicidas en los presidios españoles, el rostro lampiño, el ojo hinchado y hosco, los labios colorados y belfudos, la cabeza rasa:-¡si se les encaja en un mango, de fijo que esos hombres sirvan, por lo insensibles y duros, más que para hombres, para martillos!-Allí están, riendo de los contendientes ansiosos que pasan, como fantasmas, el jugador insolente, ricamente vestido, que ha pagado durante todo un año los vicios y necesidades de uno de los caminadores, para resarcirse luego, según contrato escrito, con la parte de ganancias que en la carrera le quepa; allí está el médico, sombrío como una guadaña, encargado de medir el sueño, preparar el alimento, tomar el pulso y echar a andar, mientras les lata la sangre en las venas, a los que todavía en estas primeras horas están dando vueltas a la arena, sin muestras de gran cansancio.
Mas cuando ya han pasado unos tres o cuatro días, y los diarios han contado por toda la tierra cómo se van hinchando los pies de Fitzgerald y el corazón de Rowell, y cómo se van hundiendo las mejillas de Noremac, y cómo tiembla, llora y balbucea el vejete Campana; cuando ya ha perdido todo su brillo sobre sus escuálidos cuerpos el calzón corto de seda de color y la camiseta de lanilla rosada con que, como los caballos con su divisa, entraron en la arena; cuando ya debajo de los vestidos sudorosos se les señalan los homoplatos agudos, las caderas descarnadas, el vientre seco,-no son seres humanos los que giran en medio de una multitud que monda frutas, casca maníes y ríe, sino unos como espectros o insectos grandes, imbécil y vidriosa la mirada, caído el labio, la inteligencia en velo, la voz en hilo, apretados ambos brazos a los lados del pecho, como los de un mono moribundo.
Ya andan con las rodillas más que con los pies; el negro, más enérgico, camina airoso, y se lleva los ojos y los aplausos, por lo bravo y esbelto, que son admirables siempre la energía y la hermosura aun en medio de la mayor barbarie; los demás andan como si fueran focas, y como si se llevaran a rastras a sí mismos y caminasen sobre el cuello. Se ve que su sudor es frío; en un dedal de niña cabe la vida que les resta en el miserable cuerpo. No han comido; no han dormido; apenas han bebido., Andan treinta horas; duermen media; les dan a chupar una esponja; les bañan las sienes con aguardiente; pasan cojos y anhelantes, jadeantes por entre el gentío de las barreras, apurando una taza de caldo, descascarando un mendrugo, royendo una costilla de carnero. Por las mejillas les cuelgan las guedejas sudorosas; no responden, de miedo de exhalar sus últimas fuerzas. Y por encima del espectáculo monótono, en que aquellos catorce míseros dan vueltas sin cesar durante los seis días de la apuesta al inmenso circo, en levantada plataforma, con su ejército de chispeantes cronistas y taquígrafos, están todos los periódicos de la ciudad. No se contó de seguro el camino de la Cruz del Nazareno con más minuciosidad que las caídas, desmayos, ligeros sueños, refrigerios breves y reapariciones en la arena de los caminadores.
Con pluma vivida, coloreada y novelesca, y no sin galas de intriga y estilo, cuentan los jóvenes críticos, que allí van a hacer pruebas de ingenio, los cambios del rostro, las inclinaciones del cuerpo, el paso peculiar de cada contendiente. Y el World, que, es periódico viejo en que ha entrado sangre nueva, no contento de haber publicado ayer en su hoja diaria los retratos de todos los nobles de la ciudad, venerables hijos de mercaderes y vaqueros, y las narices de las mujeres de más nota en el teatro, esta mañana salió a luz con burlescos y fieles retratos de los justadores del hipódromo. La multitud, por las calles, lee ávida los boletines extraordinarios en que se cuenta hora a hora el progreso de la competencia; y en una esquina se apuesta por el irlandés, y en otra se quita un mozo la levita, y la juega al indio.
El Herald sobre su pórtico de mármol,-el mismo que vistió de luto severo la mañana memorable en que pasaron a su sepultura los héroes del Polo,-levanta ahora un gran cuadro de lienzo, donde, para saciar la curiosidad de la gente que se apiña en las aceras, va un hombre escribiendo en grandes cifras las millas que lleva andadas cada combatiente. El mismo cuadro se alzará mañana, para anunciar a los transeúntes cuántos votos tiene obtenidos cada uno de los candidatos a la Presidencia. Porque ya están las filas apretadas, y el combatiente enzarzado; y las Convenciones de Agosto, en que han de nombrarse los candidatos para Noviembre, andan ya cerca. Ya los barrios, en juntas donde se reúnen todos los afiliados al partido que en el barrio viven, nombraron sus delegados a la Convención del Estado, que discute y declara por qué candidato lucharán sus electores, y otros delegados por distritos, a la Convención de todos los del Estado, los cuales eligen los que éste nombra para que le representen y señalen por él el candidato a la Presidencia en la próxima Convención General del partido en Chicago. Ya se calculan, con la vaguedad de las profecías, los votos con que Arthur, el actual Presidente cuenta; y los que favorecen a su competidor Blaine. Y del lado de los demócratas, ya se dice que de veras no aceptará la candidatura, si para ella se le elige, el anciano Tilden; y con no pequeño asombro de demócratas de más fama, surge de pronto, con todo el poder de los amigos de Tilden, que no lo son de los rivales, que tiene entre sus propios partidarios, la serena y honrada candidatura del que hoy gobierna con seso y desinterés el Estado de Nueva York, el abogado Cleveland, obeso de cuerpo, voluminoso de cara, de mano segura y limpia. y de cabal honestidad.
Pero no está entre los republicanos y demócratas la lucha visible, sino entre )os republicanos entre sí. Ni es de principios la batalla, porque tiene ahora confusos los suyos, el partido republicano, compuesto de bandos rebeldes y diversos, y libertado apenas de la descomposición por la complicidad en el provecho pasado y esperanza en el venidero que mantiene en interesada unión a sus miembros inquietos. Es de personas la batalla republicana; y por los puestos es que las personas dan más que por lo que éstos significan. Claro es, para quien sabe ver, que el anciano Tilden, que tiene de rencoroso tanto como de profundo, conducirá a sus amigos de manera que no obtenga la candidatura ninguno de los demócratas prominentes que luego de haber mantenido en 1876 que Tilden había sido electo y Hayes le hurtó la elección, cometieron por personal ambición en 18130 el singular desacierto de no proclamar de nuevo al candidato que sobre todos sus tamaños personales, tenía los de la víctima.
Pero con mayor encono que Tilden y sus envidiosos, están luchando Arthur y Blaine; Blaine a la cabeza de capitalistas, industriales amigos de la tarifa alta; y gente ambiciosa y acometedora; Arthur, con el prestigio que a pesar de su fama de político intrigante y compadrero, disfruta ahora por la habilísima manera con que, azuzado por su bando personal y vigilado, como por dragón hambriento, por el bando de Blaine, ha sabido ir manejando los negocios del partido de modo que no ha dejado talón vulnerable, y los de la nación entera con tal acatamiento a la voluntad pública que ésta no oculta sus simpatías por el prudente mandatario. Punto menos que criminal parecía a muchos cuando, no oreada aún la habitación en que murió Garfield, subió a la Presidencia, vacante, más que por la bala de Guiteau, por los odios entre los bandos internos del partido republicano, que dieron razón a aquel malvado culto para esperar que lo recompensaría el bando en que militaba Arthur, que con su crimen salía ganancioso.
Y ahora a los mismos que le veían con desagrado, parece Arthur un distinguido caballero. Cínico es, y está más a su provecho que al del público; pero es el suyo una especie de cinismo bueno, que consiste en ir dando a los hombres lo que desean, como medio seguro de tener siempre llena de frutas la mesa, de puestos el porvenir y de consideración y regalos la vida. Quien afronta a los hombres, y les hace mirar en sí, es abandonado por los hombres, si no lapidado con furia. Consentidores quieren los hombres, que les permitan ir viviendo con sus apetitos y vicios; y no denunciadores amorosos, que se los saquen a la faz, para que tengan vergüenza de ellos, que pudren,-y se los curen. Arthur es persona muy pulida, entre las damas celebrado; y sin más falta en el vestir, en lo cual sobresale, que el uso de corbatas de pechera y en ellas prendedores coquetuelos. Cuando se es jefe .de una nación, se debe llevar la corbata blanca o negra.
Blaine es persona pujante e inquieta, acusada, con asomo de justicia, de poco escrupulosa, y muy diestra en manejar pasiones de hombres. Cosas manas no dice, aunque no hay quien le aventaje en el arte de regate y esquiveo, y de salir al encuentro oportuna y fríamente a los planes más secretos de sus adversarios. Témesele, como a un diablo sabio. Donde mira, pone en fuga. Y dicen que habla mieles. Pero cosas manas nunca dice. A su país, si lo tuviera en las manos, le pondría buques por espuelas y un ejército por caballo, y lo echaría en son de conquista por todos los ámbitos de la tierra. Es de los que no se sientan, y nacen para bullir y remover. No le consume el ansia de bien nacional, sino la necesidad del brillo propio. Goza, venciendo hombres; y lo es, con algunas condiciones excelentes, muchas temibles, ninguna grandiosa, y todas las humanas.
Grant, desde el fondo de sus arrugadas botas de campaña, da a última hora muestras de que aún no ceja en su empeño de ser nombrado por tercera vez para el ejercicio de la Presidencia. Es una roca sentada, roca de filo, que andará cuando le parezca que debe andar, y hecha para aplastar, aplastará tranquilamente a los que para este destino haya elegido. Se le tiene en reserva, como un jefe de ejército, ya para poner freno, lo cual pudiera no estar lejano, a los de afuera, ya para acorralar, en caso de revuelta de la muchedumbre mal aconsejada, a los de adentro. Pero el mando le place; y acaso el poder influir en el logro pronto de esos deseos suyos no ignorados de expansión de la tierra norteamericana y afirmamiento decisivo de su influencia.
Blaine, tan hábil para capitanear a los grandes industriales como tenaz en sus odios, cierra a Grant el paso con uñas y dientes, porque los que vemos de cerca esta guerra, sabemos que es de taberna y de palacio, de uñada y dentellada. Grant está como un candidato guardado en la sombra, para que en el caso posible que por su fama antigua de amigable y político de barrio, y por la hostilidad de Blaine, fuese vencido Arthur, o éste, sin vencer por su parte, impidiese a Blaine conseguir la necesaria mayoría en los votos de la Convención, surja ante ésta, con sus prestigios pasados y la probabilidad de éxito que siempre trae una acometida briosa, la candidatura del recio general, antes de que los delegados hayan tenido tiempo para acordar la proclamación de algún "caballo negro", como acá llaman en el dialecto político a la persona de secundario mérito a quien, por no dar el triunfo a un adversario prominente, convienen en transferir sus votos los bandos rivales. Tal es Edmunds; senador venerado y huraño, de barba blanca y envidiable historia, a quien acusan sólo de tener caprichos firmes, e ideas tercas, como las del primero de los Adams.
De otros muchos pretendientes a la candidatura se habla: háblase, como en cada época de elecciones, de todos aquellos que tienen predominio marcado en algún Estado poderoso de la Unión, y traerían por consiguiente al partido los votos de su Estado. Un aspirante, basa sus pretensiones en que los del Sur le favorecen con sus votos,-lo cual es importante, por ser los Estados del Sur baluarte usual y poco menos que inexpugnable de la democracia. Otros afirman que con su elección se ganarían los votos del Oeste, que orgulloso de su número y caudales, no muestra disposición a dar a los Estados pedagogos y como nobiliarios del Este el gobierno de la República.
Y aquí nos salta entre las puntas de la pluma uno de los fenómenos actuales de la vida nacional norteamericana: se está rehaciendo, como se rehace la de la tierra, la capa nacional. El aluvión ha traído de todas partes, y ha echado sobre el substrato yanqui, la tierra fértil nueva. Ni la religión puritana, ni el gobierno republicano mismo primitivo, prenden bien en el nuevo terreno: terreno exuberante, pero lleno de ortigas europeas, y de plantas glotonas.
Tenía su asiento en el Este, del que venía siendo cabeza tradicional el Estado de Massachusetts, aquel americano de raza vieja, sobrio en el vestir, zancudo en el andar, en las obras mañoso y astuto, provinciano en ademanes y lenguaje, y amigo de poner los ambos pies por centinelas de los platos de su mesa, y sazonar con aguardiente de maíz, ya una plática con damas de pomposa pollera en los salones presidenciales, ya un robusto y monumental debate en la solemne rotonda del Senado.
Ahora tienen su asiento en el Oeste y en Nueva York, y cercan de una y otra parte al americano viejo, que por su sabiduría a veces se impone, pero que por todos lados pierde puesto, avalanchas de los nuevos americanos, producto reciente y abundante de la emigración, que desde hace medio siglo se está vaciando acá a barcadas. De Europa repleta y turbada de odios vienen rugiendo, blasfemando, empujando. Se ven dueños de sí, como jamás se vieron. Sólo de poner el pie en esta tierra, ya les parece que tienen encima de la frente una corona. Se dan con embriaguez al goce de comer, beber, procrear y poseer. La posesión los afina y aquilata. Los que se sueltan por el campo se nutren de la savia nueva de la tierra; y crean esos americanos del Oeste sanguíneos, estentóreos y ciclópeos. No parece que explotan minas sino que las traen a cuestas. Parecen hechos para abatir los búfalos que aún pueblan los bosques. Los que se quedan arrinconados por las ciudades, vendiendo frutas, merodeando por suburbios, o desecándose en populosos talleres, engendran esos neoyorquinos desgoznados, de piernas corvas y entecas, de rostro zorruno, flacos, viciosos, amarillos y enfermizos.
Los hombres del Oeste se vienen encima, montados, como en sus corceles naturales, en ciudades inmensas, rompiendo como los bárbaros, acostando las selvas. Los de New York fuman y silban, de todo despreocupados, de sí propios, de la Nación y de la vida, y si, con ligerísima carga de escrúpulos, acaparan fortuna, que al aire echan como del aire les viene, o logran como un caballo en un pesebre, un quehacer fijo y un tanto holgado, viven indiferentes y se extinguen alegres, como si la grandiosa vida universal se encerrase en el fuego de su chimenea, o en el humo de su cocina Persiste, sin embargo, y ahora mismo lucha hermosamente por erguirse y afianzarse, lo cual acaso, mejorada con el sedimento bueno de la inmigración consiga, la antigua y hermosa raza puritana, a quien sólo ha faltado ser generosa para ganar puesto entre las más simpáticas y gloriosas de la tierra.
JOSÉ MARTÍ
la Nación. Buenos Aires, 6 de junio de 1884