Nueva York, Junio 3 de 1886
Señor Director de La Nación:
Esta ha sido semana de flores. Los jardines se han vaciado al pie de las tumbas, y a los pies de la novia. La tierra misma ha estado alegre, como quien goza en abrigar a los que han vivido con honor, y en que los que vivan en ella se amen.
El día último de mayo fue la decoración de las tumbas de los soldados muertos en el servicio de la patria. Ayer, día dos de junio, dibujado con letras de colores sobre las cajas de seda, en que se repartió el turrón de boda; casó Cleveland, ponderoso señor de cuarenta y nueve años que preside sobre los Estados Unidos, con miss Folsom, una gallarda y humilde criatura de veintitrés que hace un año recibió en la escuela su. título de maestra.
El se venía aficionando a ella, desde que la vio nacer, y alegrar la casa de su padre, el amigo de alma de Cleveland. Ella viene de donde viene él, de gente llana, honrada y seca, de generaciones de campesinos, acostumbrados a ganar con su trabajo sus derechos, y de abogados, en quienes el derecho se condensa, y es como cuerpo vivo, o debe serlo. Pero la Casa Blanca no se decoró para la boda, no antes. que las tumbas. Las tumbas fueron primero.
Es acá la fiesta de Decoración un día de colores. Las grandes fiestas de la naturaleza se perpetúan, con este o aquel vestido, en todas las edades y pueblos de los hombres. Razas, lenguas, historia, religiones, todo eso son vestiduras de quitaipón, debajo de las cuales surge, envolviéndolas y dominándolas, la esencial e invariable naturaleza humana, como las hojas de acanto se desbordaron sobre las cestas que puso en la columna la madre de Corinto.
La fiesta de Decoración es la antigua fiesta de la primavera, que se renueva en el alma cada año a las primeras lila;,, y se expresa en vestidos nuevos, en sombreros de colores vivos, en bondad, en justicia, en matrimonios. La proximidad del Sol a la Tierra no sólo renueva el suelo, sino el espíritu. En la luz, hay virtud.
El día de Decoración es nacional. El respeto a los muertos se hace fiesta pública. Huele la tierra a flores. Nadie trabaja. Se amanece entre banderas y ruido de clarines. Vienen a Nueva York los grandes dignatarios del país. La ciudad parece ponerse uniforme de gala, como los soldados. En las plazas se levantan tribunas embanderadas, donde ver pasar el séquito. Todo es procesión, pabellones, compañías, músicas, gentío en las aceras, calle de cabezas, leguas de bayonetas, desde las faldas de mármol de la catedral de San Patricio en la Quinta Avenida a lo alto de Nueva York hasta Greenwood, el cementerio de los palacios, a lo más lejos de Brooklyn. Allí los soldados, allí los veteranos que han visto peleas, éste sin un brazo, aquél sin una pierna. Uno, sin más pierna que la izquierda, va con la procesión de un extremo a otro, no en coche, no, sino a pie, porque así será el tributo más digno de los muertos: otro, con el muñón de brazo que le queda, aprieta al pecho el banderín que su compañía llevó en campaña. Son viejos; pero van jóvenes, porque el honor y la alegría remozan.
De las sociedades de veteranos, de los puestos militares, de los cuarteles, y de esos cuarteles mejores,-las escuelas, mandan carros de flores para las tumbas de los soldados.
Los carros, llenos de rosas, de claveles, de heliotropos, de geranios, van en la procesión, entre una y otra compañía. La procesión, que arranca cerca de la catedral, cuando la mañana está en todo su brío, llega al pie de las tumbas en Greenwood cuando ya el sol las baña con esa luz última suya que parece una caricia.
Por la mañana es preciso ver ese día a Nueva York. El comercio, callado. Las calles, claras como si la luz de los espíritus saliese a ellas, o como si las cubriesen alfombras de luz. Es el claror primaveral de mayo. Es la alegría, que está en los ojos. Las noblezas dan luz, dentro y afuera. Cuando mucha gente se reúne a sentir bien, la intensidad de nobleza en las almas parece traducirse fuera de ellas en intensidad de hermosura y de luz.
Por la mañanita hay que ver a Nueva York. La tierra parece abierta en niños,-¡la vanguardia de la gloria! Suenan las chirimías gozosamente, y los tambores y los pífanos. No hay ventana sin bandera, ni sin mujer que la haga más hermosa. Por cada bocacalle entra con su banda de tamborines a la cabeza, una compañía. Unos llevan pantalón de dril, con casaquín de lana perla, cruzado el pecho de anchas correas blancas. Otro;, van de rojo y blanco, blanco el pantalón, la casaca roja. Otros van más de ciudadanos, y aunque menos brillantes, muy viriles; llevan pantalón azul oscuro, y uno como gabán ceñido y corto, cerrado al pecho con doble hilera de botones dorados; el sombrero es de fieltro negro de alas anchas, con una fina trencilla de oro, que remata en dos bellotas sobre la espalda.
En las esquinas van las compañías tomando puesto. ¡Qué conmovedoras, las banderas rotas! ¡Qué arrogantes, los que las llevaban! No parecían bien, cerca de aquellos pabellones desgarrados, los banderines de seda y flores de oro en que con letras de realce llevan bordados los números de sus batallones los soldados nuevos. Y ¡qué correr desalados, el de los muchachos por las calles! Verdad que hasta los hombres mayores, periódico en mano y bastón al aire, corrían. Nadie quiere perder la banda que pasa, el general famoso que se acerca. A algunos, se les saltaban las lágrimas. Se veía pasar de prisa a algunas viejecitas, con tiestos de flores en las manos.
Rodeaba a las tribunas en las plazas apiñadísimo gentío. En la plaza mayor, la de Madison, había una gran tribuna con mucha gente granuda del país: el Presidente, generales, gobernadores de Estados, mayores de ciudades, gran número de damas. Cerca del Presidente está la que a los dos días va a ser su esposa. Ya todo el mundo lo sabe, y aplauden la boda, como si fuera propia.
Aquí gusta Cleveland, con su honradez tonante, y su firmeza de hombre de éxito. Al principio pareció el matrimonio fuera de proporción; pero luego se empezó a saber que ella no es joven que vive entre jolgorios, sino señorita de peso y recato, habituada por una educación de sentido común a ver la belleza en la bondad más que en la brillantez.
El tiene ante ella el prestigio de todo hombre que se levanta por la fuerza de sus brazos sobre los demás hombres: el respeto que se tribute al marido entra por mucho ¿quién no lo sabe? en el amor que le tenga la mujer. Y él tiene por ella una caballeresca pasión, hecha a martillo, como la plata antigua: he ahí otra cosa que entra por mucho en el amor de la mujer.
Cuentan que el día en que le dijo por primera vez sus cariños, bajó Cleveland, contra su costumbre, de frac a la comida. En los afectos m debe entrar así: solemnemente.
El público sabe estas cosas, y acaba por encontrar bien que una rosa fresca adorne el frac de un hombre bueno.
Hubo un instante esa mañana, en que el matrimonio anunciado se convirtió en un regocijo público.
Pasaban, pasaban, hora sobre hora, los regimientos tocando marchas nacionales e himnos fúnebres. Gran éxito para los tambores mayores, para la guardia vieja, con su uniforme blanco y sus morriones de piel; para los zuavos; para los soldados negros; para las banderas rotas. De pronto, al acercarse un regimiento a la tribuna, rompe la banda en una marcha de boda.
Alguien habla al oído al Presidente, que se sonroja y echa a sonreír. Un instante después, el aire era un hurra. Los hombres agitan los sombreros; las señoras, desde la plaza y desde la tribuna, ondeaban sus pañuelos. Se saludaba con ternura a un hombre honrado que iba a ser feliz.
Allá, junto al río Hudson, donde reposa Grant en su tumba de ladrillo, las fiestas de Decoración tuvieron particular solemnidad. A la orilla del río majestuoso muere, a gran altura, un parque que ornamentan agigantados pinos.
La tumba está a la sombra de éstos: el río, allá abajo: enfrente, como un monte tajado a pico para dar paso a sus ondas se elevan, cubiertas de verde espeso, las empalizadas. La tumba desaparecida bajo las flores, que hasta la hora de la ceremonia ocultó al público un telón de lona: tras ella una tribuna que los invitados fueron ocupando poco a poco: y allá, bajo los pinos, todo el apretadísimo concurso, cincuenta mil seres humanos silenciosos, por entre cuyas cabezas y sombrillas de colores sobresalían las tiendas blancas de campaña de la milicia que da guardia al sepulcro. Allá el sol tuvo la majestad de los pinos y el río.
Como dolientes naturales en las honras de semejante muerto, fueron llegando al pie del alto cerro los vapores de guerra, con sus cañones que resonaban tristemente a cada minuto. Un pueblo flotante de embarcaciones de recreo, suspendido el placer, les daba escolta. Un enorme vapor llega a la orilla con los personajes de la fiesta.
El sacerdote, gigantesco anciano, tras las ropas del culto. El orador, el general Logan, candidato republicano a la Presidencia, da el brazo a su esposa, marcial señora de cabellos blancos. La familia del muerto viene toda, menos la viuda, que no tuvo fuerzas. Viene una diputación de oficiales confederados a honrar a su vencedor clemente. Amigos y personas oficiales cierran la comitiva que llega a la tribuna a los acordes de una marcha fúnebre: como un encaje de oro bordaba a esta hora la tierra la luz del sol, filtrándose por entre las hojas rumorosas de los pinos.
Descorren el lienzo que oculta la tumba; y al ver tanta ofrenda, tanta corona de rosas, tanta palma nueva, tanta cruz y pirámide, tanta águila de claveles, tanta insignia de guerra y de paz, tanto escudo de Estados de la Unión, tanto lirio y laurel, la muchedumbre reprime apenas un aplauso unánime.
"Fiel hasta la muerte", decía en letras de lirios sobre la puerta de la tumba, guardada por un cañón de clavel blanco, que descansa sobre una cureña de hojas. Cerca estaba una mochila de siemprevivas, las palmas de Bermuda, los cactus de México, la pirámide coronada de rosas que envió el ministro chino, la urna de flores del Estado rebelde de Virginia, y la almohada de rosas rojas del ministro mexicano, D. Matías Romero`, a quien Grant quiso mucho: los dos taciturnos, los dos acometedores, los dos tercos. Coronaba la tumba, con las alas abiertas, una gran paloma, con una rama de olivo en el pico, ofrenda de la viuda del general Barrios.-A la extravagancia llegaban los adornos: ¿no mandaron de California, con todo un carro de flores, a Grant mismo a caballo, hecho en tamaño natural, de rosas, y todo el caballo de rosas y claveles que, desmontado ya el marchito jinete, parecía aguardar a un lado de la tumba a que volviese de ella el dueño acostado?
Cesa el cañoneo: tribuna y muchedumbre aguardan con unción: lee un comandante de destacamento los oficios de campaña, un canto de iglesia sube por entre los pinos, lento y bello como el humo de las hojas secas que queman en otoño. Habla con el Señor, en su traje de oraciones, el sacerdote anciano. Músicas y plegarias se suceden. Lee un luengo discurso, hinchado y retórico, el general Logan, que desluce con sus pruritos académicos la hermosura del sentimiento con que logró arrancar lágrimas al más viril de los hijos de Grant. La marcha fúnebre de Beethoven, como un crespón que se va tendiendo lentamente, siguió a la alabanza, con esas hondas palabras musicales semejantes a almas heridas que suben por el aire a suspender sus nidos en el cielo.
Por encima del sepulcro, y de las flores, descargó un piquete de marineros sus fusiles. Bajo los pinos, a lo lejos, los artilleros de casco plateado y uniforme azul encendieron a una sus cañones. Cañonazos de todos los vapores, velados por la bruma y por el eco, se esparcieron por la empalizada, y por el río.
"¡De ti, patria mía, y tierra de libertad, canto de ti!", rompió la banda, en aires nacionales; y en aquel templo de la naturaleza, con el pinar por órgano magnífico, con el sol por lámpara única. y con el cielo por techo, hombres y mujeres, niños y soldados, clérigos y banqueros, se unieron en una voz las cincuenta mil voces, y al ruido de los cañonazos y en la azul humareda de la pólvora, subió este canto al aire. ungido y firme: "¡De ti, patria mía y tierra de libertad, canto de ti!"
Jardín era también la Casa Blanca, el día en que celebró en ella sus bodas, con decorosa elegancia, el Presidente Cleveland. ¡Qué curiosidades, las del público! ¡Qué crueldad la de estos diarios, porque el Presidente no les dijo de antemano cómo iba a ser la boda, ni si iba a ser! Fue como una batalla, entre el Presidente por callar y los diarios por averiguar. Como la novia es persona humilde y de provincia, y andaba en viaje por Europa, se sabía de ella poco. Huroneaban los noticieros buscando antecedentes y detalles,-las amigas de la novia, sus pariente.. sus memorias de colegio, ¿qué más? hasta a cierto caballerete buscaron que cambió cariño de crisálida con miss Folsom cuando a ambos, en las alegrías primaverales, les empezó a alborear el corazón.
Se encarnizaba en callar el Presidente, que es voluntarioso y terco, y siente como una ofensa toda intrusión en la sagrada intimidad de la persona. Se encarnizaron los periodistas en descubrirle sus planes secretos. ¡Y el Presidente fue vencido! Porque hizo embarcar a su novia en Amberes sin que lo supiese nadie, para evitar las curiosidades de la muchedumbre., y cuando el vaporcillo de la aduana salía en lo alto de la noche a buscar a escondidas a la misteriosa pasajera, ¡hurra! ¿quién le da caza en el río? ¿quién se le echa por delante? ¿quién se le pone a la banda? ¿quién resopla a su lado victorioso, como un caballo mágico, que ha triunfado en una carrera en la sombra sobre las olas, rizando platas y hendiendo terciopelos?: ¡el vapor del Sun, que a la madrugada contaba a Nueva York pasmado el traje en que desembarcó la novia, y cómo preguntó por el "buen Grover", y hasta cómo era una novela que por entretener el viaje escribió para un periódico de burlas publicado por los pasajeros en las horas de alta mar! Acató al vencedor el Presidente, y ya no escondió las bodas, que han sido a los cuatro días después de la batalla de los vapores. Con natural sigilo, buscó el Presidente unos días de retiro en un pueblo callado: ¡allí no estaría el vapor del Sun! ¡allí no estaría el carruaje de la prensa, que rociando de arroz desde lejos el coche de los fugitivos, llegó tras ellos la noche de las bodas a la estación del ferrocarril que los aguardaba, rumbo a la amable soledad, con sus carros de fiesta!
Lució el sol a la mañana siguiente sobre el pueblo callado: salió el Presidente, a eso de las diez de la mañana, más breve el paso que de costumbre, más vivos los ojos, más rosado el rostro, al colgadizo de la casa que lo alberga,-y, ¿qué ve a pocas varas de distancia? ¡La tienda de campaña de los reporteros, y sobre ella, traveseando y como sonriéndose, una bandera de los Estados Unidos! Por la tarde,-huele aún a tinta el periódico que lo dice, salió el Presidente, acompañado de su esposa, a pasear por las calles del pueblo, luciendo su mejor bastón de puño de oro; y sonrieron ambos con amistad cuando a un lado y a otro, a manera de guardia de honor, se alinearon silenciosamente los reporteros, como los militares victoriosos en campaña cuando pasa por entre ellos un gran prisionero de guerra.
Fue linda la función de bodas en la Casa Blanca, donde Cleveland es el primer Presidente que se casa. Ya porque a este gran suceso del alma sientan bien el silencio honesto y la paz cordial de la familia, ya porque pocos días antes de la boda murió el abuelo de la novia, que la deja rica, ello es que la ceremonia no fue pública ni su lujo ostentoso ni insolente, sino tal cual conviene a quien quiere honrar con su ternura a la mujer que ama, y gobierna a sesenta millones de hombres.
Con el amanecer empezaron los cariños, pues un buen campesino y su mujer, ya bien entrados en edad, detuvieron frente a la Casa Blanca con aire de misterio su carro de trajín; sacó la anciana, como en pafíales, un cesto lleno de fresas frescas, lo dejó al portero de la Casa, sin más nombres de los donantes que una tira de papel, donde decía en letras tortuosas: "Demócratas de la vieja Virginia".
El día fue para Washington de gala. A1 caer la tarde, cercana ya la hora del matrimonio, la Casa Blanca, de tanta gente que tenía alrededor, parecía suspendida en el aire sobre ella.
Era muchedumbre escogida: damas, legisladores, generales, platicaban cariñosamente del suceso, y contaban cómo la novia es agraciada y seria, cómo es de casta pura y nativa, cómo era pobre cuando se arregló la boda, cómo los diplomáticos estaban en enojo grandísimo, y habían tenido juntas de protesta, porque no habían sido, ni el Senado ni el Congreso, ni la ley, ni el ejército, ni nadie más que la amistad, invitados a la boda. Coches, mensajeros, presentes, telegramas.
Pero nadie más que las gentes de la Casa, hasta las de muy humilde empleo, nadie más que ambas familias y los miembros del gabinete, por quienes Cleveland se siente amado, asistieron a la fiesta hermosa. Ni los miembros del gabinete estaban todos, porque uno de ellos, Garland, no se había puesto jamás frac y prefirió faltar a la ceremonia memorable antes que a su costumbre.
En el aposento azul fue la boda. Todo es de azul celeste, muebles y paredes. Cristales de ópalo y franjas de níquel llevan los ojos desde los muros vestidos de seda al techo artísticamente decorado, a manchas irregulares y caprichosas, con listas rojas y estrellas blancas. Por donde el aposento sale en óvalo hacia afuera, estaba el raso azul escondido tras de muralla altísima de hortensias y de rosas. Plantas del trópico ornaban todo el redor de las paredes. En una de las repisas lucía en pensamientos sobre un lecho de rosas la fecha de la ventura: "2 de Junio". La chimenea que en invierno resplandece con el fuego vivo y sabroso de los leños, ahora daba como cierta luz de luna, llena toda de plantas y de flores... Era de Malmaisons, Jacqueminots y Fraures la cornisa de un espejo, donde en flores se veía el monograma de los novios; y allí donde había grupos sueltos de rosas, eran siempre de tres, porque dicen, los que saben de estas gratas niñerías, que los grupos de tres rosas traen buena fortuna.
El aposento del este era una pompa, todo vestido de palmas muy bellas: los muros, de palmas; y a sus pies claveles, lirios, jazmines, azahares y gencianas. Las columnas estaban cubiertas de follaje, matizado de flores. Se vertía la luz muy blandamente de las lámparas de cristal, por entre los festones y guirnaldas que las ocultaban a los ojos. Sobre las puertas había grandes escudos de los Estados Unidos, hechos de claveles.
Ya vienen los dos novios hacia el aposento azul, donde aguardan con ruido de abejas los sacerdotes e invitados. Con mucha riqueza visten las damas. Vienen los novios sin acompañantes, ni doncellas de boda, ni ninguna de las suntuosidades vanas de uso. El, que desdeña galas, trae puestos guantes blancos. Ella, trae la seda de pálido amarillo que hace resaltar los azahares y el velo de las novias.
Los sacerdotes llevan levita cerrada: uno es un anciano, amigo de Cleveland, que lo conoció en tiempos pobres; otro es su propio hermano. Quedaron los novios de espaldas al muro de rosas. ¡La ceremonia fue tan culta y sencilla!
Pidió el sacerdote anciano en una tierna plegaria al Todopoderoso toda especie de venturas sobre aquella hija suya, "para que influya dulcemente con su existencia cristiana en la nación, a cuyos ojos va a vivir", y sobre aquel siervo suyo, "nuestro primer magistrado, por quien invoco la plenitud de tu gracia, para que le des sabiduría con que vivir en tus mandamientos". Luego, en frases serenas, encomió la bondad del matrimonio, en que van a entrar "este hombre y esta mujer", "si no hay aquí quien diga que existe impedimento legal para sus bodas". No hubo. "Unid vuestras manos";-"Grover: ¿tomas a esta mujer a quien tienes de la mano como legítima esposa tuya para vivir conforme a Dios en el santo estado de matrimonio? ¿Prometes quererla, atenderla, estar junto a ella en enfermedad y en salud, en la pena y en la alegría; y ser de ella toda la vida? "-"Frances: ¿tomas a este hombre a quien tienes de la mano como a tu legítimo marido para vivir con él conforme a Dios en la santidad del matrimonio? ¿Prometes amarle, respetarlo, animarlo, estar junto a él en enfermedad y en salud, en alegrías y en penas, y vivir, rada más que para él mientras vivas?"
No dijo obedecerlo, lo que ha llamado la atención. Prometieron, cambiaron sortijas. El anciano, con voz conmovida, declaró esposos "a Grover y a Frances, ¡y lo que Dios ha juntado, hombre ninguno se ha de atrever a separar!"
Y acabó la ceremonia, a los sones de la marcha de Lohengrin, invocando el hermano del Presidente la protección de los tres Dioses cristianos sobre los novios, "para que vivan tan bien en este mundo que puedan vivir eternamente en el otro".
Como un cesto de rosas que se esparce rompieron sus grupos las damas, para felicitar a los recién casados. De allí al comedor, bajo puertas vestidas de flores. Cena ligera, en mesas sueltas, en el comedor suntuoso de la Casa, donde se oían esas sonoras risas y ese ruido de alas propios de las bodas. Ya bajan los novios vestidos de viaje, y salen a tomar el coche que debe llevarlos al tren, a la casa pacífica, al ruido de los pájaros y de las hojas del bosque: salen a escondidas, ya oscura la noche, por una puerta secreta.
¿A escondidas? No tanto: las damas no respetan presidentes: y como aquí es costumbre, no bien entran los novios en su carruaje, se desatan las risas en la sombra, y allá va sobre el coche que lleva a César una lluvia de granos de arroz y de chinelas, "¡que dan buena suerte a los recién casados!"
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 21 de julio de 1886