Nueva York, Junio 3 de 1886
Señor Director de La Nación:
Otras muchedumbres han sido las que siguieron en su proceso escandaloso y en su salida de las tumbas al vicepresidente del ayuntamiento de Nueva York, condenado por cohecho a nueve años y diez meses de trabajos forzados en la penitenciaría de Sing Sing. Ya está el caballero de gabán fino y sombrero luciente volviendo al revés las camisas nuevas en la lavandería, vestido, como el homicida que tiene de compañero, con el traje de lienzo amarillo cruzado como la cebra de un lado a otro de fajas negras.
Ya no le cae el cabello sedoso sobre la frente alta y cuadrada de hombre astuto, ni los luengos bigotes que acentuaban el aire presidencial en su rostro juvenil le disimulan lo redondo de los ojos, lo saliente de los pómulos, lo montado de la nariz, lo escurridizo y flojo de la barba. Ya por diez años, en vez de la gloria de barrio que lo elevó dos veces, de joyero travieso que era, a presidir el ayuntamiento de esta gran ciudad, no tiene más que su celda, donde le dejan fumar, leer y dormir en un colchón de crines. Cuando se porte bien, lo ascenderán a almidonar camisas.
Recibió veinte mil pesos por votar en pro de la concesión de la línea de tranvías de Broadway, que compró en cuatrocientos mil pesos el año pasado a veinte regidores de la ciudad de Nueva York; de veintidós que eran, sólo dos fueron honrados. Y les decían dudes y dandys, porque la virtud entre los ladrones es un abominable dandismo. Los regidores, es verdad, no son gente de mucha cultura y refinamiento, en el exceso ridículo de los cuales pecan los dudes o petimetres de ahora: ellos gustan de la riqueza fanfarrona que deslumbra a la gente curtida y rufianesca: la ropa ha de ser cara: el sombrero de seda ha de enseñar el lustre de la plancha: la cara ha de estar afeitada hasta lo azul: se ha de ver mucha pechera de camisa, con un recio diamante en el centro; la leontina ha de ser de mucho oro, y si el vientre es abundante y redondo, mejor, porque así se muestran más los dijes: la cartera ha de estar siempre llena de billetes de Banco, que se van quedando de noche por los mostradores de las cervecerías, donde el regidor paga todo lo que se toma, y truena y relampaguea, y asegura a los "muchachos" que él los sacará de apuros con el juez que es su amigo si sus pecados los llevan al banquillo; y tranquiliza al cervecero que teme que le cierren la tienda de noche diciendo, el vaso en alto, que donde está el reñidor está la buena, y nadie tiene que temer, porque él "ha visto a la policía".
Porque para poder tener tienda de votos en el ayuntamiento, y vender al que mejor las compre todas las franquicias de la ciudad; los regidores necesitan poner de su parte a los cerveceros que por lo que fían tienen sujetos a mucha porción de los votantes activos, los cuales en la hora de elecciones, si no venden el voto a un candidato que lo paga de contado, lo dan al regidor a quien protege el cervecero, por tener la cerveza segura, y porque cuando roban, o se desnarigan a puñadas bestiales, o se quitan a tiros los sombreros, haya regidor que acuda a sacar del juez la libertad o una condena baja, que es servicio que el juez hace generalmente de buen grado, porque cuando le llega su vez de ser electo, necesita de los votos de los rufianes y de la protección de los regidores.
Y como el que elige es aquí el que manda, se halaga al que elige, que como se ve no siempre es persona que debiera elegir,- y se le compra el voto, en este odioso sistema, con una garantía de impunidad futura.
Luego, allá arriba, en el ayuntamiento, se hace mucho negocio: hay regidor que deja en una cervecería un billete de quinientos pesos, y no nota la falta: los regidores, Tommy el enterrador, Mike el cervecero. Jim el de la carnicería, toda gente ventruda y corpulenta, gente repleta y búfaga, no dan propinas sino de a peso fuerte, ni beben sino champaña, y toda esta maravilla la hacen los regidores con un sueldo anual de mil ochocientos pesos.
¿Cómo rebosan en dinero, cómo cubren el enorme déficit, cómo se mantienen tan plenos y rosados?
Pues así, vendiendo regularmente, como un negocio fijo, a las empresas de tranvías los derechos públicos por el cohecho que les quieran dar.
Viven tranquilamente en esos Iodos. Acá se sabía; pero la ciudad. como toda gran mole, ha sido lenta en irse rebelando.
Ni, ¿cómo se podía evitar ese predominio del regidor en el barrio, si las elecciones de regidor se hacen por barrios?
Regidores y policías son buenos amigos: con esa amistad, los vicios, que son siempre vicios, florecen ante los ojos cerrados de las leyes, y compran en la hora de la elección los votos que aseguran la permanencia en los puestos públicos de "los amigos".
Hasta que por fin, cuando fue pública la venta descarada de la vía de Broadway a la empresa que logró impedir con su soborno que la vía se sacase como propiedad pública a remate, la vergüenza fue ya mucha, -los ciudadanos honrados, culpables de haber dejado el voto en las manos de los que a tales rufianes ponen a la cabeza de la ciudad, celebraron juntas, publicaron resoluciones, avivaron los espíritus, y la legislatura, que comenzó por quitar a los regidores el derecho de nombrar empleados para puestos que vendían o en que traficaban a cambio de influjo o complacencia, acabó por sacar de los barrios la elección especial de cada regidor, haciendo ésta general en la ciudad, de manera que se compute en un voto total el número de ellos que favorezca a cada candidato, y se compense de este modo el sufragio de los guitones y tahúres con el de la gente honesta.
Jaehne, el regidor condenado a la penitenciaría, era la flor de este sistema, que en la furia de riqueza que acá envenena los espíritus, está tan en lo hondo de las costumbres que muchos lo creen legítimo negocio, y en teniendo talento para ser bribón, nadie se lo, tiene a mal a nadie.
¡Pues qué! el general Shaler, con la cabeza blanca como la nieve, el jefe de las milicias del Estado de Nueva York, el presidente de su dirección de cuarteles, el presidente de su comisión de sanidad, con un sueldo pomposo al año, ¿no está procesado por lo mismo, por haber dado a un quidam un valiosísimo privilegio en un remate de cuarteles, en pago de que el quidam, que ya llevaba hechos con él otros negocios, le levantase una hipoteca con que tenía Shaler gravada su casa?
Jaehne era la flor del sistema: más fino que los otros regidores, sin ser dude, que es como suena en español la palabra con que aquí se burlan de los que andan por las calles en pantalones apretados, muy sacados de pecho y prietos de cintura, con los brazos en ganso, con el puño de plata labrada del bastón entre los labios, como una pipa de fumar, con un ojo en frío y el otro disfrazado por un gran monóculo.
Jaehne tiene fácil la palabra, que es gran enredadora; y como se ha visto en sus treinta y ocho años de edad en mucho lance oscuro, posee singular habilidad para salir bien de todo tráfico con truhanes, y sacar adelante el gobierno de picardías y complicidades que han puesto a Nueva York a los pies de estos vendedores de servicios públicos, méritos todos que le llevaron dos veces a la vicepresidencia del ayuntamiento, que es como la presidencia, porque el presidente nato es el corregidor, quien pocas veces preside, pues suele ser persona honrada, y tiene ascos de verse en tacto diario con grandes villanos.
Pero esos méritos no le sirvieron a Jaehne, a quien su mayor finura hacía más sensible que sus compañeros para guardarse tan bien como éstos, que se han puesto en fuga: y como un inspector de policía supiera irlo reduciendo hábilmente, llegó a confesarle un día en su casa, sin saber cómo detrás de una cortina le oían dos testigos, que él y cada uno de los veinte regidores recibió veinte mil pesos de la compañía por su voto. A1 día siguiente fue preso. En una semana vio su causa el jurado, y lo declaró culpable.
Justo es decir que la opinión de la ciudad estaba ardientemente contra el preso. Se había sentido la bocanada de deshonra pública. Y cuando, lleno el tribunal de gente, arrinconadas en la puerta su madre vieja y su pobre esposa, mandó el juez al regidor vendido que se pusiera en pie para oír su sentencia, la boca se ponía amarga y se apretaba el corazón de angustia, al oír cómo iban cayendo de los labios del juez venerable las tremendas y sosegadas palabras de justicia: si se le hubieran quitado a aquel infeliz un momento después las ropas, se le habría visto el cuerpo entero cortada a latigazos: tanto herían aquellas palabras sencillas.
El infeliz escuchaba, bello aún en sus ropas de lujo, con la cabeza baja. La sentencia le caía encima, una sentencia sana y admirable como un castigo de varas cimbradoras:
"Los hombres de tu estampa creen que el Universo entero está podrido, porque ven fuera lo que tienen dentro: pero el Universo no está podrido todavía. Fish está en la penitenciaría, y era una grande persona, y un presidente de Banco; Ward está en la penitenciaría, aunque era un rey de negocios, porque invirtió en negocios fraudulentos las sumas que obtenía con mentira; el policía Crowley está en la penitenciaría, porque empleó en ofender a una mujer la autoridad que se le había dado para protegerlas; y Twed, el gran ladrón de hace veinte años, aunque era mucho más poderoso que tú, murió en la penitenciaría. Tu mujer y tu madre me han movido el corazón: pero tu delito es demasiado grande, para que yo pueda encontrar pretexto de merced.
"Lo que has hecho de ti mismo es triste; pero lo más triste es que el poder de hombres como tú, sea tanto; y tan general en esta ciudad el hábito de tu delito que se ha estado creyendo que la justicia se vendería a los bribones, como te has vendido tú, y que no tendríamos valor para condenarte. Escardan sus cabezas las víboras que alimentan estos pensamientos. Levantad la cabeza, gente honrada. Los dudes no han vencido esta vez, y los que trafican con su vergüenza van a la penitenciaría. Jaehne, el tribunal te condena a nueve años y diez meses de trabajos forzados en una penitenciaría."
E1 hombre no es cruel; pero dicen que se oyó como un suspiro de alivio en el salón cuando el juez Barrett, premiado hoy por el aplauso público, dijo estas últimas palabras.
Y al otro día, con otros cuatro delincuentes, llevaron los alguaciles a su prisión al vicepresidente del ayuntamiento.
En las estaciones del ferrocarril se habían apiñado los pueblos, para verlo pasar. El, hundía en su periódico el rostro trémulo. Llegaron. Llamaron a la gran puerta de hierro que abrió el paso a la oscura alcaidía. Pusieron en fila, con la espalda en la pared, a los cinco sentenciados. Llegó a Jaehne su vez de acercarse a la mesa del alcaide, donde le hicieron vaciar cuanto tenía en sus bolsillos; aún llevaba repleta la cartera, con noventa y dos pesos. Colocaron a los cinco en fila, Jaehne el último, y siguieron prisión adentro, pisándose los talones, con las dos manos de cada uno puestas en los hombros del que le antecedía. Le hicieron tomar un baño. Le cambiaron su ropa por el traje amarillo con las fajas negras. Lo raparon. De dos tajos de tijera le cercenaron el bigote. Le tentaron todo el cuerpo, para tomar nota de sus peculiaridades y señales. Almorzó bacalao y papas hervidas, café y pan. Y lo dejaron en la lavandería, volviendo al revés las mangas de las camisas nuevas, y atándolas con un cordón por la cintura, para que el almidón sólo empape la parte alta. Así acaban los que venden la justicia.
José Martí
La Nación. Buenos Aires, 16 de julio de 1886