Nueva York, Junio 3 de 1886
Señor Director de La Nación:
La tolerancia en la paz es tan grandiosa como el heroísmo en la guerra. No sienta bien al vencedor encelarse de que se honre la memoria de las virtudes del vencido.
Dentro de una nación, todo cuanto haga de bravo y brillante un hijo de ella, es capital de la nación, con el que ésta se amasa y resplandece. Un pueblo ha de ser columna de virtud, y si no está bien hecho de ella, o no la tiene en su masa en cantidad principal, se desmigaja, como un hombre que pierde la fe en la vida, o como un madero roído.
Los Estados Unidos acaban de ver ahora en paz una cosa grandiosa. El Sur, que peleó rabiosamente en aquella guerra enorme por separarse del Norte, acaba de congregarse bajo su propia bandera, la bandera rebelde, para inaugurar, con su viejo caudillo a la cabeza, los monumentos en que conmemora a los soldados que murieron en la pelea contra el gobierno nacional, y a los patriarcas que los condujeron y aconsejaron.
Nunca se ha visto cosa más hermosa. De este pueblo del Norte hay mucho que temer, y mucho que parece virtud y no lo es, y mucha forma de grandeza que está hueca por dentro, como las esculturas de azúcar; pero es muy de admirar, como que cada hombre se debe aquí a sí mismo el magnífico concepto de la libertad y decoro del hombre en que todos se mantienen y juntan, y produce espectáculos de viril y gigantesca indulgencia, o de pacífico y radical volteamiento, que en nada ceden al brío épico y resplandor marmóreo de la grandeza pública de Grecia.
¿Quién no recuerda aquellas batallas que tenían en un hilo la atención del mundo, y fueron como un proceso de la soberanía humana, y como una prueba de la capacidad del gobierno popular para dirigir y mantener unida a una nación?
No era que el Sur quisiese tener esclavos, y que el Norte se opusiera a que los tuviese; no era que los patricios agricultores del Mediodía repudiasen las leyes acordadas para toda la nación por los habitantes industriales de los Estados del Norte; no era que el Sur, desesperanzado de mantener bajo su férula al yanqui, a quien despreciaba, se determinase con su arrogancia ciega de señor a "rendir a la bestia por la fuerza", o a aterrarla con la amenaza de ella. La bestia se hizo Lincoln, y lució como si de oriente a ocaso se tendiese en el cielo un palio de justicia. La bestia se hizo Grant, y cayó sobre los Estados confederados como un martillo sobre un clavo que se tuerce, o como un monte.
Era que se alegraron por todo el universo las castas medio muertas., las gentes de tradición y monarquía, las que no gustan de ver desenvolverse y afirmarse al hombre, como una divinidad de espaldas anchas que cual en su trono natural se sienta en la tierra; y mantuvieron que sin cabeza regia y prestigios misteriosos no podía existir un pueblo, ni podía una nación- sin caer en catástrofe, gobernarse a sí propia libremente.
Y se gobernó; y peleó de un modo irregular, brutal y nuevo, en armonía con los elementos diversos y acometedores de que este pueblo reciente está formado; y perdonó en la victoria con una plenitud y verdad
¿Quién no recuerda aquellas batallas cruentas, aquella cintura de ríos en que se encerró la confederación, aquellos puentes de cadáveres sobre los que fuéronlos trasponiendo los federales vencedores. aquella alegría heroica y patriarcal grandeza con que una vez en la pelea injusta, defendió el Sur su tierra y gobierno que consideraba legítimamente propios, y a cuyos soldados, que brillaban en sus harapos como una bandera al sol, daban con sus manos finas las matronas de los pueblos el pan que habían amasado de buena voluntad en sus casas sin padres y sin hijos, porque se los había llevado a todos la guerra?
Pues aquella manera de morir; pues aquel fiero apego a la tierra nativa; pues aquella loca firmeza en el mantenimiento de los que estimaban sus derechos; pues aquella sublime sencillez en el abandono del regalo y la fortuna, igualada sólo por la fortaleza de las mujeres en 1a desdicha y la bravura de los hombres en la guerra; pues aquella hecatombe, tremebunda, necesaria para mostrar a las edades en escarmiento el sepulcro de la institución de la esclavitud en cuya defensa fue, so color de derecho político, levantada; pues aquel monte de héroes que redimieron su equivocación con el tesón glorioso con que pelearon en pro de ella,-es lo que en estas fiestas de ahora, en estas ciudades de :ala, en estas calles llenas de banderas, en estos pavimentos cubiertos de flores. en estas escenas de vencido que sacan llanto a los ojos, ha querido celebrar el Sur en la persona agonizante de su viejo caudillo Jefferson Davis, que se va sin doblarse, antes de que se muera.
¡Pobre viejo., más terco que bueno! Debió ser muy fuerte, como todo aquel que queda vivo después de que se le cae encima su pueblo. Es verdad que se ha quedado sobre la tierra como una luz fatua, y, -a juzgar por lo que ha dicho en estas fiestas,-como una lámpara casi vacía que sólo se reanima, con luz agigantada por los esfuerzos de la muerte, cuando la visión de sus cohortes grandiosas o de su esperanza enconada en la derrota sacuden el aire, ¡con sus alas de oro, o con sus alas negras!
En otro país, hubiera parecido traición lo que aquí se ha visto en calma.
¡Levantar un monumento, en los días mismos declarados 'sacros por la rebelión a los muertos rebeldes! ¡Disponer una gran fiesta, con júbilo de los soldados desleales en las ciudades que fueron su cabeza, para recibir, no bajo un cielo azul, sino bajo un cielo de banderas traidora. al que fue el primero en aconsejar la traición, y la presidió, y ya en los vahos de la tumba, se yergue sobre su bastón como sobre una arma de guerra, y con desordenadas frases seniles levanta su traición, como una gloria por sobre su cabeza!
Pues todo eso se ha hecho aquí, sin que el país se estremezca, ni nadie crea en una resurrección del bárbaro conflicto.
La esclavitud era la médula de aquella guerra. Ya no hay esclavitud que mantener. El sentimiento del Sur queda, en los que palpitaron con él y en sus hijos; pero la guerra, con la razón que tuvo, es muerta.
¿Ni qué mayor castigo para Jefferson Davis, que mantuvo el derecho de un pueblo a conservar esclavos a los negros, que ser recibido a su llegada a Atlanta por dos mil niños negros de las escuelas, que iban vertiendo flores delante de su coche- el cual llevaba las ruedas vestida con las banderas de la nación que quiso echar abajo?
No: no significaba esa fiesta solamente la generosa ternura de un pueblo que quiere endulzar, antes de que se queden para siempre fríos, los labios de un anciano que lo inflamó con su espíritu de independencia, y ha vivido envuelto foscamente en su derrota, como un abanderado que muere en su bandera La fiesta del Sur ha sido como un arrebato de almas, como un ternísimo apetito, como una gran despedida, como una función de amor, en que los que aún están vivos quisieron verse, juntos como en la hora de la gloria, antes de dejar en este mundo sus uniformes e ir a unirse con los que murieron por ella.
"¿Quién nos ha de tener a mal, se decían con razón, que honremos a los que pelearon a nuestro lado por un ideal que se escapó por sus heridas, por deshacer una unión que hoy todos mantenemos?"
Y nadie se lo ha tenido a mal. Uno que otro político del partido republicano quiere hacer capital de guerra para la próxima campaña presidencial, de ese sentimiento unánime con que un pueblo decoroso honra sin miedo a los que supieron morir por él; ¡otros pueblos hay menos leales y dignos, que tienen vergüenza de recordar en alta voz a sus muertos!
Pero el Sur no; y el Norte se ha descubierto la cabeza con respeto, y ha visto pasar, después de veinticinco años de la muerte, el féretro de la guerra, como se descubre el vencedor honrado cuando pasa el cadáver del vencido. En Montgomery fue la fiesta mayor, y Jefferson Davis, llevado en triunfo desde su hotel al Capitolio, dijo sin obstáculo su discurso de gracias y de recuerdos en el lugar mismo ¡oh caso memorable! donde juró ser fiel como Presidente a la constitución de los Estados rebeldes.
Fue de verlo, cuando se levantó a hablar. Temblaba el viejo, como tiembla el acero. El cabello no se le ha caído, sino que en guedejas lacias y revueltas le bate la frente, como jirones de bandera rota.
Parecía un hombre de piedra: y como que todos se empequeñecían a su alrededor, para darle el consuelo, a él que lo procuró en vano, de creerse un momento grande.
Ni una palabra dijo que mostrase arrepentimiento por sus actos, o reconocimiento de su ilegitimidad, o sanción de la victoria del Norte.
Insistió en la defensa de su guerra. Razonó el movimiento rebelde. Lo saludó en el espíritu de libertad que ve vivo en los hijos del Sur.
-"No diré cosas que puedan comprometer a nadie."
-"¡Sigue, viejo, sigue-le dijo una voz-que estás entre amigos!"
Y habló como entre amigos, con rabia, con arranques a veces de salvaje hermosura, con un grito de amor a los muertos que saca a los ojos lágrimas de piedad por el pobre hombre roto, con exabruptos de invencible odio, como un mastín desdentado y exangüe que enseña a su enemigo las encías.
Pero decía todo esto, apoyado sobre un bastón que parecía dispuesto a alzarse, a la sombra de una gran bandera federal, bajo cuyos pliegues se agrupaban sin armas los jefes rebeldes.
Y el general Gordon, que peleó muy bien y quiere ser gobernador, saludó los tiempos pasados, en que fue héroe del lado de los caídos, como se saluda a una tumba, y proclamó la época nueva de unión sólida en que el Sur ama al Norte, cuyo hombre en la guerra fue aquel Lincoln, que al que le dijo en el campo de muertos de Gettysburg: "¡Los federales que defendieron estas alturas vivirán en la historia!"-respondió tendiendo aquella mano suya, que parecía una bendición, hacia el lugar de sepultura de los confederados:
"¡Y los confederados que los atacaron vivirán en la historia también!"
En paz han lucido al aire los emblemas y colores de la confederación.
Locura eran las calles de Montgomery y Atlanta. El día, procesión; hotel la noche. El Sur entero reunido en Montgomery.
Acá un cojo, allí un manco. Mucha barba gris. Mucho rostro curtido. Llevaban muchos el uniforme de la guerra. Se juntaban en grupos. Se abrazaban al reconocerse. Los que habían servido en una legión se apiñaban, llorando algunos, bajo una ventana en que flotaba su bandera.
Un secretario con una sola pierna, distribuía cintas rojas a los soldados confederados.
-"Quiero mi cinta", dijo un anciano esbelto. La. voz estremeció al secretario que levantó la cabeza.
-"¡Doctor!"
-"¡Davis!"
Se habían vuelto a hallar el valentísimo soldado, y el cirujano que le amputó la pierna.
Uno lleva enormes bigotes porque juró no cortárselos hasta que no venciese el Sur, que no ha vencido. Todo era cinta roja. No había en las calles hombre solo. Parecían cuchichear las cintas, agitadas por la emoción y la alegría de aquellos fuertes pechos.
En los balcones de las casas, junto con las de la nación, ondeaban las banderas confederadas.
La casa misma del ayuntamiento era toda ella un oriflama: en estandartes y banderines, en pabellones y gallardetes, lucían retratos y nombres de los héroes de la confederación: "Robert Lee", "Stonewall Jackson", "Sidney Johnston". Grandes retratos de rebeldes ilustres vestían las paredes.
Pero en la cúpula. como remate y color final en que todas las del edificio se fundían. se desplegaba v recogía al viento majestuosamente, con aire de buena madre que sonríe, la bandera de las listas rojas y las estrellas blancas.
José Martí
La Nación. Buenos Aires, 15 de julio de 1886