Nueva York. Mayo 2 de 1886
Señor Director de La Nación:
Cuando los mismos trabajadores dan el ejemplo del comedimiento, no toca a las gentes magnas de la república ser menos comedidas que ellos. Porque la enseñanza de estas huelgas no ha sido vana: tanto en Nueva York como en el Sudoeste, pasados los primeros desaciertos, las riendas parecen ya estar en manos de la junta ejecutiva de la orden de los Caballeros.
La junta está presente en el teatro de las huelgas, y no permite acto ilegal, así como no deja, con habilidad de floretista, ataque de las empresas sin respuesta.
Da gozo verlos disponer por artes de paz su pelea; las empresas pueden resistir las huelgas porque tienen su capital acumulado; los trabajadores han aprendido la lección, y han imaginado modos de acumular su capital.
No hay miseria entre los diez mil huelguistas del ferrocarril: la junta recibe de todas partes caudales ordenados, por miles de pesos al día, y los reparte con orden: la huelga, que en el primer momento se escapó de las manos de los directores, ha vuelto a ellas; no esperan vencer "matando" locomotoras, descarrilando trenes, quemando corrales de lleno, agujereando a balazos los pechos de los alguaciles: esperan vencer ante el tribunal de la opinión, ante las legislaturas de los Estados, ante los tribunales de la ley.
Las compañías de ferrocarril con la complicidad de legisladores y jueces venales, han falseado las leyes públicas, y poseído y distribuido de mal modo su riqueza. Herirlas en su riqueza mal ganada, someterlas a la confesión de su organismo interior, ir desintegrando poco a poco el caudal enorme que han amontonado por la fusión ilegal de empresas contendientes, privar de empleados nuevos a las compañías por el medio sencillo de pagarles con el fondo de la orden, lo que les va a pagar la compañía, reducir a la empresa a no tener quien le arregle las locomotoras, ni le rehaga las piezas, ni atienda a los múltiples quehaceres de los caminos férreos con el cuidado diario que requieren; eso son los medios que la orden de los Caballeros del Trabajo propaga y ejecuta para reducir a la empresa del ferrocarril a tratar a los obreros unidos como corporación necesaria y respetable.
En Nueva York se ve aún mejor, hoy mismo, la manera con que obran estas asociaciones.
En una empresa de trainways hay 1,300 trabajadores en huelga. Los empleados unidos de las empresas de tramways de las tres ciudades, Nueva York, New Jersey y Brooklyn, son unos 12,000. Cada uno de ellos conviene en dar a la semana su sueldo de un día, $1.50, para los gastos de la huelga.
La huelga, pues, puede repartir a sus obreros ociosos $18,000 cada semana, entre 1,300 trabajadores. No les da mucho más que eso su mismo salario.
La compañía, mientras tanto, pierde caballos y pierde crédito, pierde sumas grandes importando de ciudades vecinas conductores inútiles, y atrayéndose con dádivas desusadas gente nueva.
Véase de qué manera práctica y temible se empeñan ya estas batallas, cuya significación viene de tan hondo, y va tan lejos, que los graves excesos que han señalado estos movimientos de la gente obrera no han bastado a apagar la simpatía que inspira la convicción general de su justicia.
En estos días de Pascuas, andan por las calles remozadas, y como vestidas de luz, ramilletes de niñas que estrenan sus ajuares nuevos,-ramilletes de hombres azules, que son las patrullas que la huelga mantiene para que no se cometan desórdenes en su nombre,-ramilletes de señorines de cara a lo Enrique III, que van del brazo de damas suntuosas a ver los montes lilas, los trajes colorados, los paisajes hermosos, los desórdenes en verde y azul de los pintores impresionistas. Durand-Ruel es su apóstol en París y ha mandado a Nueva York una exhibición lujosa.
Entremos. Todo el mundo entra. Acá se ama lo japonés y extravagante, que han sacado de sus quicios de razón a la buena escuela de los pintores al aire libre.
¿Por qué afean su santo amor a lo verdadero con el culto voluntario de lo violento o lo feo?
Manet es grandioso; Laurens; admira; Roll, Lenolle, Huguet, enamoran. El modo es crudo; pero la idea es sana, y el efecto fuerte y bello; pero ¿a qué rebuscar, como hacen los neoimpresionistas, esas brutalidades de la naturaleza, donde a manera de lámina china, los planos se superponen sin sombra que los ligue y ablande, y sobre una agua escamosa se aboca, como una hoja de cuchillo, una playa verde sin gracia y sin nobleza?
Pero ¿a qué hablar de lo malo? Ello se cae solo. No hablar, ya es hablar mal. Sólo en los casos de reincidencia en el delito, deja de ser la crítica una pedantería. Admirar hace bien y da salud.
Lo que se lleva primero los ojos es el Estudio de Roll: una mujer desnuda en los secretos de la selva, abraza medio desmayada a un ternero robusto. De cerca, manchas, pastas, corrientes de color, atortamientos, edificios de pintura.
De lejos, parece que se sale del lienzo iluminado el belfo del ternero, un belfo admirable, apretado, como de quien concentra en sí lo que le place: el ojo satisfecho, a medio cerrar, lánguido, misterioso, pleno, tierno. La mujer medio caída, rojizo el rostro, la boca sonriente, con la mano izquierda aprieta el belfo grueso contra su cabeza inclinada, con la derecha se sujeta de un ijar: la luz se entra por el cuerpo desnudo a grandes manchas y saca en relieve su belleza humana, amplia la cintura, breves los ornamentos del busto, cumplidas las treinta gracias latinas. El fondo, verde y espeso, con unas cuantas flores de selva, blancas: el suelo, revuelto, herboso, estropeado.
¿Quién no conoce el Marceau muerto de Laurens? Allí no hay dolor barnizado, sino vivo: aquéllos son hombres que lloran, y gloria que se va,-¡no vestidos de alquiler sobre modelos de Academia! Todo el mundo conoce el escorzo atrevido dé Marceau: el adorable rostro tiene aún las sombras de las alas del alma: vestido verde, con trencillas blancas, faja rosa, botas: la mano, calzada de guante amarillo, tiene en los dedos rígidos la empuñadura del sable corvo, con luz en la punta.
No hay lujo en la camilla: sobre la sábana, una colcha lacre con rosas blancuzcas: sobre la colcha un paño rojo: bajo la cabeza, una almohada blanca; detrás, haciendo fondo y cabecera, un cancel amarillo.
¡Qué viejo, el que llora sentado en el sillón blanco que está junto a la camilla! No se le ve la cara; pero cuentan su dolor la mano que se la cubre, y lo ajado de sus vestidos.
¡Qué otro triste, el que llora apoyado sobre la cabecera de la camilla! Casaca azul, peluca blanca. ¡Qué desconsuelo irremediable el del soldado de la capa gris! ¡Qué terrible pena, pena de esas que abaten y atraen el cuerpo a tierra, la del caballero de casaca blanca de galón dorado, espandín de puño de oro y faja verde! Viendo el cuadro, el grito sale a los labios: ¡qué grande debió ser ese muerto!
Ahí está Jaure vestido de Hamlet. Lo pintó Manet. Es Hamlet de veras, no de esos Hamlet de caverna, que parecen emanaciones de antro, sino un alma tierna, que en el terror de la indignación concibe venganzas que la mente culta no se atreve a cumplir; con una mano tendida, en que le arrastra la capa, expresa su duda: con la otra empuña la espada a medio embestir: anima el negro de la ropilla una gola corta de ribete azul: el ojo es fijo, como de quien quiere saber lo inmenso y no lo sabe: el muslo es delgado: la pantorrilla llena: no hay línea que separe el suelo del ambiente: la figura sobresale en fondo gris.
Otro Manet, es una Carrera de caballos; así está en su poder y en sus desaciertos. Manet tuvo dos padres: Velázquez y Goya: en el Bebedor de ajenjo, en el Mendigo en el Filósofo todavía no ha salido de Velázquez: en el Fibre de la Garde, un beso en traje de soldado, un picolín que toca con empeño su pífano, es Manet propio, que destaca sin sombras la figura, con soberana lealtad de efecto y atrevimiento de color.
En esta Carrera de caballos, como en otros cuadros suyos, Manet es el Goya de los castigos y las profecías, el Goya de los obispos y los locos que por ojos pinta cuevas, y remordimientos por caras, y harapos por miembros, todo a golpes y a manchas.
Pero en la fantasía cabe ese exceso, porque allí se ve todo deforme y en bruma, y aquella orgía de formas añade al efecto mental de los lienzos. En lo humano, como esta carrera, sólo una belleza cabe al cuadro, que la tiene en eso suma: con pintas, con motas, con esfumos, con montículos de color, sin una sola línea, se ven carruajes, caballos, parejas sueltas en mucha amistad, las tribunas cargadas de gentes, las oleadas de sombreros, cintas y sombrillas: detrás el cerro, casas, arbolillos, grietas, y el sol, que lo inunda y baña todo: por el borde del cuadro, junto al espectador, bruñidos, como figuras de Alma Tadema, pasan dos magníficos caballos, de ojos redondos e hinchados, que flamean como los de las quimeras.
No hay tiempo para más; ni para la gran pintura de órgano, de Lenolle; ni para la bailarina española, de Marcet; ni para los paisajes árabes de Huguet, que son agua de mar, caballos vivos, color de cielo. Ni para una admirabilísima criatura de Renoir, en que se deja el alma presa, como en los ojos de la maja de Goya.
Los impresionistas menores, con las furias de la mocedad, son un frenesí de azul, verde y violeta.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 19 de junio de 1886