Nueva York, Abril 27 de 1886
Señor Director de La Nación:
No ha abierto esta vez la primavera con lilas y heliotropos, sino con rosas; ni están de acuerdo los cielos y las mentes inquietas.
Este mes ha visto el planteamiento, aún burdo y desordenado, del problema social con que, en este lado del mar como en el otro, parece quiere cerrar sus angustias el siglo en que vivimos;--como se cierra la noche, en cuyas entrañas negras relampaguean los ojos de las fieras: con el alba.
Es lícito deducir de movimientos simultáneos universales en una misma vía, la existencia de un malestar universal. El buen vivir y el ligero pensar son cosa grata y cómoda; pero no bastan a espantar los problemas de los tiempos, que se sientan mal de nuestro grado en el festín como el fantasma de Banquo.
El siglo tiene las paredes carcomidas, como una marmita en que han hervido mucho los metales. Los trabajadores, martillo en mano, cuando no Winchester al hombro, han comenzado ya a palpar las hendiduras, y a convertir en puertas anchas los agujeros, por donde entren a gozar en paz, aunque se les manchen los vestidos de la sangre propia, o ajena, de un estado nuevo en que el trabajo sea remunerado a un precio suficiente para sustentar la casa sin miseria y amparar la vejez, sin esa dependencia de la avaricia o capricho extraño en que ahora viven.
En los Estados Unidos se presenta el problema, como acá se presenta todo, y como lo da el país: colosal y súbito.
Acá, cuando hay fuerza, hay mucha; cuando hay hambre, hay mucha. Ni están aquí los excesos que esos tres elementos acarrean, templados por aquel amor arraigado y tradicional al propio país, que como voz de madre detiene en las entrañas de los más justicieros o coléricos, los
Ahí está su debilidad, en su injusticia: y por esta vez al menos, ahí está su derrota.
Eso que va dicho a manera de comentario, no es comentario sólo, sino la esencia y resultado real de los gravísimos sucesos que se han venido amontonando acá en este mes de huelgas, y dominando la atención, y conmoviendo todas las fuerzas del país, y paralizando el tráfico y provocando la acción misma de la Presidencia.
Contados, uno a uno a la distancia, esos sucesos, interesantísimos todos, algunos terribles, parecerían tediosos; sobre que puestos uno encima de otro, harían de esta carta un monte.
En estas cartas decimos los hechos, no en su osamenta ponderosa, sino en su jugo: de modo que cuando razonamos, vamos contando, pero en tal manera que el cúmulo de sucesos no fatigue, y reciba el lector de ellos el beneficio mental y la experiencia que sacaría de presenciarlos. Pero estos sucesos han sido tales que, en índice al menos, hay que darlos.
Con rosas rojas abrió esta primavera; con manchas de sangre sobre la yerba verde; con obreros muertos, y alguaciles muertos; con acciones de armas entre los obreros del ferrocarril Missouri Pacific, ocultos en la yerba, con el Winchester encendido, y los alguaciles empeñados en hacer andar por la vía una locomotora, contra la voluntad de los obreros.
¿Quién no se imagina lo que son diez mil hombres del Oeste, del hierro, de la fragua, de la máquina, de la naturaleza, después de un mes de rebeldía sin paga., apoyados por una hermandad de quinientos mil trabajadores avivados, encendidos, fustigados por un fanático de lengua de acero, un escocés que ve murciélagos ventrudos y hediondos, y brujos con alas del tamaño de locomotoras en los capitalistas?
Los cabezas de la hermandad de los Caballeros del Trabajo no son así, sino gente que hacen resplandecer su justicia con su prudencia; pero ese terco escocés, que tiene la fe y el ímpetu de los apóstoles, no ve el problema con la mente que endereza, sino con la indignación que ofusca, y con tal de sacar a su ídolo, que es el decoro y la supremacía del obrero, por sobre todos sus oprobios, ni se para en llamas, ni respeta propiedades, ni cuida de telégrafos, ni entiende de paces y esperas, ni de derecho ajeno. Es de. los desventurados que sólo ve el derecho huyo. Este egoísmo es sublime, pues en semejante persona llevaría a la pérdida de la propia vida en holocausto de la dignificación del hombre; pero la grandeza moral absoluta, que es cosa del cielo, suele ser justamente crimen en la historia, que es cosa de los hombres. Todo aquel que no mira por el derecho ajeno como por el propio, merece perder el propio.
La huelga de los ferrocarriles del Sudoeste, del Missouri Pacific, ha sido en su marcha y acción reflejo del carácter de su caudillo. Fue premeditada con poca cordura; decretada sin suficiente razón visible; mantenida contra la voluntad de los directores de la orden de Caballeros del Trabajo, y contra sus métodos; afeada por asaltos, incendios, violencias y muertes.
Que el trabajador se niegue a dar su trabajo por menos del precio en que lo estima que diez mil trabajadores ejerzan a la vez este mismo personalísimo derecho; que procuren, por el bienestar general de las clases humildes, que las empresas abusadoras no hallen trabajadores que los sustituyan, y se vean forzadas a comprar el trabajo que necesitan en el precio a que éste se estima, así como el trabajador compra los artículos de su uso al precio en que los estima el que los vende, --eso está bien, y tiene acá, en la conciencia del público, profundo apoyo, por más que lleguen a ser grandes las inconveniencias de industria y tráfico que resultan del ejercicio de esos derechos.
Pero no es de este modo escolástico y meramente racional como la gente de trabajo ve su problema.
No lo ve como un argumento, sino como una batalla.
De buena voluntad no se le ha dado nada: ella ha tenido que irlo arrebatando todo: por la organización, por la huelga, por el asedio -que llaman ahora "boicot"--siempre por un medio violento. Mientras pedían, mientras esperaban, mientras no se erguían, sus tristezas no hallaban favor. Asociados en pequeño, comenzaron a obtener victorias tímidas, que les dieron ánimos para mayores acometimientos y para afrontar sin desbandarse considerables derrotas. No dotados de aquella superior paciencia que viene del pensamiento, por cuanto la vida no prepara a los ganapanes para catedráticos de filosofía, no ven ellos las causas hondas y los efectos finales de su problema, sino las causas directas y los efectos inmediatos.
Conforme se van presentando los males, van discurriendo los remedios.
El primer mal era la miseria, la agonía permanente, la casa sin un ahorro para caso de médico o de muerte, el salario más bajo que las necesidades. Pues cesando a una vez de trabajar para el dueño, éste perderá indudablemente más con la suspensión de su empresa que cada uno de los obreros, que sólo pierde su salario. Huela, pues, y el más testarudo o el menos necesitado, gana.
Mucho ha crecido el problema, y mucho más saben ahora los trabajadores que antes; pero para 1a gran masa de ellos, ése es el estado de su caso, y ésa ha sido la huelga del Sudoeste. "El ferrocarril no podrá trabajar sin nosotros, pues mientras no acceda a lo que queremos de él, huelga." Sí; pero hay muchos hombres sin trabajo, que andan de rodillas pidiendo qué hacer; hay mucha empresa ociosa; hay mucho inmigrante hábil; ¿de qué sirve la huelga, si por donde salen los huelguistas entran a miles, en los términos que ellos rechazan, otros obreros que cubren sus puestos?
Si sus clamores son justos, alega la empresa, ¿cómo esos obreros nuevos no los sienten y están satisfechos con su empleo, y con sus relaciones con la empresa:
El huelguista, ya fuera de su empleo por una causa que cree santa, no puede forzar a la empresa a que reconozca su demanda, si aquélla halla obreros que lo reemplacen; ni quiere que otro ocupe su lugar, pues siente que no es de ley moral que la empresa deje sin trabajo a los que en la hora del apuro se prestaron a servirla. El huelguista, que desde hace años oye a predicadores, asiste a reuniones y lee libros, cree que todo obrero que se presta a ocupar su lugar es un traidor, un traidor a "la causa santa del trabajo", y no estima que viola un derecho cuando pretende impedir que el obrero nuevo lo reemplace, sino que castiga a un infame y cumple una justicia.
Los huelguistas del Sudoeste decidieron, pues, impedir por la fuerza que la empresa moviera sus trenes, y utilizara las manos nuevas.
¿A qué contar los innumerables conflictos? Máquinas desventradas, talleres asaltados, trenes vueltos atrás, trenes quemados, trenes que adelantan entre tempestades de silbidos y descargas cerradas, la muchedumbre que acomete a los alguaciles, los alguaciles o la milicia que vacían sus fusiles sobre la muchedumbre, la empresa que va llenando los fuertes vacíos, ocho mil hombres que reemplazan a los diez mil huelguistas, una paz de rabia que sucede a una quincena de frenesí, una mezcla de razones e injusticias que a estas horas hace difícil saber de quién fue la culpa primitiva, un sacudimiento nacional en suma, que ha obligado al Congreso a nombrar a toda prisa una junta de arbitramiento con poderes oficiales de investigación y dictamen en los conflictos que puedan poner en peligro el libre comercio entre los Estados, y ha movido al Presidente mismo, a quien prudencia y costumbre mandan ser cauto en el ejercicio de su derecho de recomendar al Congreso la adopción de medidas oportunas, a aconsejar el nombramiento de una comisión de trabajo, compuesta de tres miembros de oficio permanente, para el estudio y arbitramiento de los casos de disputa entre los obreros y sus empleadores.
Ya el año pasado se nombró un comisionado de trabajo, cuyo informe ha sido de mucha luz, y ha puesto en claro lo que tienen de injusto y peligroso las relaciones actuales de empleadores y empleados, y lo que suelen tener de excesivo las demandas de los trabajadores Conocer un problema es ya más de la mitad de su resolución: la mente humana, por esencial virtud, acude con súbita revelación al remedio de un mal, tan pronto como lo conoce.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aire, 4 de junio de 1886