Nueva York, Abril 27 de 1886
Señor Director de La Nación:
Lo que hay que notar en esta condición del problema del trabajo, no es esa huelga aislada del Sudoeste, que, en sí, sólo es una huelga más; sino su relación con las asociaciones de obreros, esparcidas con una u otra denominación por el país, con capacidad de acudir a la vez, como están acudiendo ahora, a dos huelgas considerables, y de reunir de cinco a ocho mil pesos diarios para alivio de los huelguista del Sudoeste.
Aquella huelga que en la carta pasada fue descrita y que a pesar de sus violencias retuvo por su fundamento de justicia la simpatía pública, encendió las esperanzas, esponjadas y vaporosas como la estopa, de las muchedumbres obreras del país. Caballeros del Trabajo eran los que triunfaron en Nueva York, y todos los obreros, engolosinados con aquella redonda victoria, quisieron ser caballeros del trabajo.
Se les tiene ofrecido un Mesías, que habrá de sacarlos de su suerte triste, y creyeron el Mesías venido.
La casa pequeña de ladrillo donde se reúnen los directores de la orden en Filadelfia no daba espacio para los quehaceres crecientes de las asociaciones parciales: hubo que nombrar un verdadero ejército de "organizadores"; a estos "organizadores" no alcanzaba el tiempo para explicar a las nuevas "asambleas locales" que el objeto de la orden no es favorecer a diestra y siniestra las huelgas, sino impedirlas, o dirigirlas en paz, siendo su mira principal ir a la vez tendiendo su red de asociados por la república, e instruyéndolos en los elementos verdaderos y dificultades de problemas del trabajo, para que un día lleguen a ser sus demandas de reforma industrial incontrastables; por su justicia, por su oportunidad, por su moderación, y por el orden y cohesión de los demandantes.
Le entró en la orden de súbito un elemento distinto del que ha contribuido a su formación y prosperidad. La orden vio desde el principio que sólo en la educación reside la fuerza definitiva y fue ejerciendo influjo entre los obreros, ya por lo secreto de sus labores, ya por el éxito desusado que la superior cultura de sus miembros lograba dar a contiendas industriales en que los obreros habían sido antes vencidos. En vez de huelga, argumento; en vez de amenaza, exposición, examen y arbitramiento. Los fabricantes veían a un obrero nuevo, firme y conocedor de sus derechos, y cedían el derecho a la sorpresa.
Pero la popularidad obtenida por estas victorias de la prudencia, y el agigantamiento que da el secreto a todo lo que se envuelve en él, hicieron de la orden en estos últimos meses el representante único de los intereses del trabajo; y la orden se vio en el extremo de prohijar a las asociaciones fanáticas o turbulentas, con la esperanza de irlas enseñando y conduciendo antes de que estallasen, o de perder, si las rechazaba, el súbito influjo de que por unánime consentimiento se veía investida: ¿quién que ha andado en cosas públicas no sabe que en toda corporación hay dos alas, una de canas, otra de pelo negro, y en medio un cuerpo infeliz que padece de ellas y las balancea?: a veces se tiene que ser cómplice, por el crédito de la idea general y superior, de detalles parciales que se miran como crímenes.
Los huelguistas del Sudoeste fueron de esos recién llegados que rompieron la brida, antes de que ésta pudiera asegurarse de ellos.
No ha tenido todavía tiempo la orden para ir reduciendo los privilegios locales de las asociaciones a la disciplina general de los Caballeros, que tiende más a preparar a los obreros para la batalla definitiva que a ir comprometiendo sus fuerzas en batallas menores.
Las asambleas locales retienen su poder de reclamar las huelgas, la junta ejecutiva sólo tiene el de declarar la huelga buena o mala, para darle o no el auxilio de la orden, si se somete a su aprobación.
Como que quieren escapar de una tiranía, los obreros son celosos en el delegar su autoridad, y gustan de ejercerla por sí, como todo el que no ha tenido mucha ocasión de mandar.
La fuerza embriaga. Embriaga a los de mente fuerte y educación suma; ¿qué mucho que ponga fuera de sí a los que están hartos de padecer, y sedientos de justicia, y sin mucha mente de que disponer, ven su fuerza como un medio justo y sagrado de reparación, de entrada en el goce de sí mismo, del supremo deleite de sentir en sí y. por sí triunfante la persona humana?
¡Ese es el gigante escondido que hace dar al mundo sus tremendos vuelcos: el sentimiento divino de la propia persona, que es el martirio cuando se ejerce aisladamente, y es Jesús, y es Abelardo, y es Lutero, y es Revolución Francesa cuando se condensa en una época o en una nación
Ahora también se está innegablemente condensando.
Quedábamos, pues, en que los obreros del ferrocarril del Sudoeste, ansiosos de hacer sentir a la empresa del ferrocarril su fuerza nueva, declararon con un pretexto ligero una huelga prematura, y pusieron de relieve, para ventaja. acaso de la orden de los Caballeros, los defectos que aún hay en la organización de ésta, los elementos diversos, radical y moderado que contienden en el seno de ella por el predominio en la orden y la esencial diferencia de método entre los miembros primitivos de ella, que quieren traer con pasos naturales e inevitables el problema del trabajo a una solución pacífica, y los miembros nuevos, que quieren ir sin orden a victorias despóticas e inmediatas por recursos violentos.
¿Cómo quedan después de ese choque estos elementos varios: la empresa arrogante que no quiere reconocer a los Caballeros del Trabajo como asociación, y se niega a tratar con ellos: la junta ejecutiva de la orden, que saca incólume, con gran sentido, el espíritu de unidad, de la gente obrera, aun cuando desaprueba los métodos violentos: los huelguistas del Sudoeste, a quienes las armas de la milicia, la reprobación pública y el influjo de la junta ejecutiva de la orden ha logrado reducir a la paz?
Quedan como después de un juicio salomónico: ¡qué admirable en ,sus resultados es esta costumbre, brutal e inconveniente en apariencia, de decirlo todo en público! La mente, hecha a lo pulcro y universitario, se subleva a veces: esta revelación parece un atentado: aquella otra una alevosía: la otra una imprudencia; pero, en fin de cuentas, ésa es la única salvaguardia de los pueblos, ése es el taller de la paz, ése es el trabajo de pesa y juzgamiento: la publicidad absoluta.
A cada parte ha ido dando el público su merecido. La empresa, que puede haber dado razones para el descontento de sus empleados, se ve de súbito, favorecida con la opinión que le era contraria en principio, por ser ésa una manera anticipada con que protesta el país contra la repugnante y desastrosa condición en que le pondría la entrega del manejo de sus industrias a los obreros, que ni son sus dueños, ni son más que uno de los factores de ellas, ni llevarían a ese triunfo la cultura y la paz de ánimo que podrían hacerlo menos temible: una cosa es que el triste suba, y cada cual goce de todo su derecho, y otra que se dé el gobierno del mundo a los tristes rabiosos.
Así se ha visto que al punto del peligro, se han formado, aparte de las de la ley, asociaciones de ciudadanos dispuestos a afrontarlo. Una junta de ciudadanos de lo mejor de San Luis, intervino largamente como mediadora entre los obreros y el ferrocarril.
En los lugares más amenazados se han formado asociaciones de ley y orden, con el fusil al hombro; uno de los diarios de más séquito en Nueva York, The Evening Post, llama con clarines de guerra a una liga activa de propietarios y gente de orden para contener los acontecimientos de los obreros. En Nueva York, en una de las avenidas donde hay huelga de tramways, caballeros de sombrero alto se han prestado a hacer de cocheros y conductores en los carros asediados, y los han elevado triunfantes de uno a otro extremo del camino:-y una brava panadera, a quien querían obligar los panaderos asociados a que no empleara a hombres que no fuesen de su asociación, le han enviado de todas partes por su firmeza, regalos en dinero, y pedidos de pan; y el juez ha multado uno sobre otro a los asociados que sitiaban, o boicoteaban la panadería.
Le han visto, pues, a una el peligro y el remedio. El peligro está en la absorción de los derechos públicos por los obreros exigentes, y rencorosos: no quieren que se emplee sino a los que a ellos les place, y son sus asociados; niegan a las empresas el derecho de despedir a sus empleados, pretenden imponer como capataces de las fábricas a obreros que son desagradables a los dueños de ellas; casi no quedaría derecho alguno a los dueños y empresarios en sus fábricas y compañías si se accediese a todo lo que piden los obreros.
El remedio está en la vivacidad con que se ha entrevisto el peligro, y en la disposición que muestra la gente de paz a rechazar mano a mano la invasión obrera. Mas si de una parte se levanta ese espíritu contra los excesos de los trabajadores, se reconoce de la otra que para muchos de ellos, si no para todos, se les ha dado razón; y a pesar de las deficiencias probadas de su organismo, y de su incapacidad para reprimir en los comienzos esta huelga, se alaba el sentido superior y magnánimo de la orden de los Caballeros del Trabajo, y se entrevé que en los formidables conflictos que se avecinan, sólo la cultura de' los obreros y soluciones profundas y conciliatorias por que ahoga, pueden salvar al país de una insurrección sangrienta.
Porque la verdad es que si el programa de demandas de los obreros en huelga está todo en puntas, como un erizo, no hay una sola extravagancia en él que no haya sido urdida de revancha o en defensa de un ataque público o encubierto de las compañías, que quieren "quebrar la médula" a las asociaciones. Ahora todavía puede una empresa de tramway, con todos los policías de la ciudad, mover de un extremo a otro de una calle un carro; pero si para mover un carro se han necesitado 750 policías, si en lo mejor de la huelga, los policías mismos tienen que ser los conductores de los carros, ¿quién reprimiría a los obreros, quién movería los vehículos públicos, quién habilitaría a las empresas para salvar sus concesiones que las obligan a movimiento diario, el día no lejano en que todas las industrias, o la mayor parte de ellas, suspendiesen sus labores, hasta ver reconocido su derecho en un punto indiscutible del interés de toda la clase trabajadora, en que les acompañase la simpatía pública Por eso quieren las compañías quebrantar a este enemigo terrible, a esta orden que ya es capaz en un día dado de dejar sin tramway a las ciudades de Nueva York, New Jersey y Brooklyn, a tres inmensas ciudades; y de levantar a una voz cien mil pesos para el socorro de una huelga, y advertir a sus miembros que se preparen para otras diez colectas más.
Las avenidas quedan tomadas a los primeros peligros, y las bases se están sentando para ir resolviendo en paz los que vengan.
De todos estos movimientos resulta un adelanto indiscutible, que como es en el camino de la justicia, lo es también en el del orden. No son sólo demagogos y filántropos, no son sólo fanáticos y teorizantes los que abogan por el estudio inmediato y la reforma eficaz de las relaciones entre los elementos de la producción industrial, entre las empresas y sus empleados.
Prensa, púlpito, Congreso, Presidente, país, todo aboga a la vez por la justicia y urgencia de atender a la reforma de la organización industrial, a la moralización del sistema interior de las empresas, a la purificación del sistema de compañías por acciones, a la distribución equitativa de los productos de la industria, al establecimiento de tribunales de arbitramiento, que ahora se miran como recurso salvador.
Lo serían, si pudiera compelerse, ya a los obreros, ya a las empresas a que depusiesen ante ellos sus derechos civiles y personales, en cuya virtud, en tanto que no violen el derecho ajeno, pueden resistirse a acuerdo alguno. Pero así y todo los tribunales de arbitramiento, con poder oficial para investigar, son un recurso de salvación, porque si un tribunal respetado, que no es de empresarios ni de obreros, presenta al país un caso y enseña de quién es la culpa, puede estarse seguro de que el clamor público compelerá al culpable a reconocer el derecho ofendido, y a dejar de ser obstáculo a la seguridad de la nación.
Ni cabe ya ir atrás en lo que se ha andado. Hay industrias enteras que tienen reconocida la orden de los Caballeros del Trabajo y están distribuyendo en paz sus productos conforme a su sistema de repartición equitativa: para el capital empleado, un tanto por ciento de las ganancias; para los obreros que la hacen producir, otro tanto por ciento, ajustado el todo en contrato formal con arreglo a las condiciones económicas de cada industria. En cuanto a huelgas y a asedios, ya se ve que el país reconoce sus razones, pero no soportará mucho tiempo sus excesos.
Y para bien de la gente de trabajo, queda probado que la orden de los Caballeros, que quiere hacer de los trabajadores un ejército temible por su organización y cultura, abomina las huelgas y condena las violencias que en ellas se provocan, si bien tiene entereza bastante para mantenerse al lado de los que las deciden, cuando en esto se ofende por las empresas aquella dignidad humana que los hombres siempre estiman, hasta en los mismos crímenes que engendran.
Así, vayan por donde vayan las huelgas presentes, quedarán por ahora las líneas generales.
No parece que venza la de las ferrocarrileros del Sudoeste, ni la de los tramways de Nueva York, por el pecado capital de haber sido dictadas sin razón bastante en relación a su importancia y consecuencias, y por el error de haber querido violar a mano arreada, la propiedad y el derecho de las compañías, y el derecho al trabajo de los nuevos empleados de ellas.
La orden de los Caballeros, fortalecida moralmente, a pesar de su derrota, por el unánime encomio de sus principios y métodos, verá probablemente reorganizada con mayor fuerza su constitución en las nuevas elecciones de la asociación.
El elemento fanático, entre los trabajadores, quedará, por algún tiempo al menos, sometido al elemento prudente.
Senadores, diputados y gente de pensamiento parecen sinceramente decididos a abrir anchos caminos de paz a las dificultades posibles. En Washington la comisión de arbitramiento está oyendo, en interesantísimas sesiones, a todos los prohombres de la huelga del Sudoeste, y a Jay Gould, el millonario duro y desdeñoso que preside en el ferrocarril, mas no en el cariño público; a Powderly; el gran maestro de la orden de los Caballeros, que puede, con las herramientas del trabajador. componer, acostado sobre tierra, una máquina rota, y, con la augusta serenidad del hombre de Estado, reprimir en- el pecho robusto las oleadas de la indignación, para que no se perturben en la mente los pensamientos de justicia. Sólo el que se manda, manda.
La comisión irá luego al lugar de la huelga, investigará en ella, y dirá. al país de quién fue esta vez la culpa.
Por lo pronto, ya son oídos a la par, sin diferencia alguna de respeto, el Gould, el buhonero de genio que ha olvidado en la prosperidad las miserias con que empezó su pasmosa fortuna, y el Powderly, el mecánico generoso, que ha preferido a su adelanto personal la consagración a la defensa de los derechos de la gente humilde.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 6 de junio de 1886