Nueva York, Marzo 25 de 1886
Señor Director de La Nación:
Mucho problema hay en pie ahora en los Estados Unidos; mucho libro nuevo, porque parece que también la inteligencia, fecundada como la tierra por el frío, da flor cuando se acerca la primavera; mucha batalla política hay ahora.
¿Quiénes vencerán en el Congreso: los que quieren la reducción de la tarifa de aduanas, para ir rebajando el costo general de la vida y sujetando la producción al consumo legítimo, o los que quieren mantener alta la tarifa, con la esperanza de que una legislación amiga les permita imponer a la nación inquieta y pobre la compra de los artículos de uso a un precio extraordinario.
¡Es la batalla de siempre!: todos los poderosos aliados con los que viven de sus migajas, contra los previsores, amigos de los débiles.
¡Es la batalla de siempre!: todos los glotones de hoy, Don Tierra y Don Panza, contra los espíritus desinteresados y fervientes, sin más sueldo que el placer de hacer bien, que es una sabrosísima paga.
Dicho sea con dolor: aunque las estadísticas del trabajo en mil ochocientos ochenta y cinco revelan el hecho temible de que un siete y medio por ciento de las industrias de los Estados Unidos han estado sin empleo durante el año por falta de consumo; aunque el malestar y la ociosidad forzosa que esta penuria crea entre los trabajadores, enconan sus males y precipitan sus quejas, sin que se paren a pensar que una parte de sus sufrimientos viene de abusos que indignan, y otra de la mala condición de las industrias;-aunque, con la vehemencia mística de los apostolados, se esparce por la nación, como fuego en campo seco, la orden de los trabajadores, la noble orden de los Caballeros del Trabajo, -parece que va a quedar vencida en el Congreso la proposición de rebaja de la tarifa: así extreman los comerciantes sus fiestas y banquetes cuando están prontos a declararse en quiebra: así alardean los gobiernos de autoridad cuando sienten que se estremecen y vienen a tierra.
Sin querer se van saliendo de la pluma estas reflexiones: porque la mente está repleta, en este aire de batalla, de los ecos del magno combate que en todo el mes están librando en diferentes partes del país las organizaciones de trabajadores.
No se trata de una huelga aquí, y otra allá, y otra mañana. Se trata del estupendo crecimiento de una asociación de obreros de toda labor, coligados por un sistema fácil bajo un tribunal supremo, para arbitrar las diferencias entre los capitalistas y los trabajadores, dirigir y mantener huelgas, hacer leyes en acuerdo con una distribución justa de los productos del trabajo, y suspender en un día dado todo el trabajo de la nación, en tanto que haya un solo abuso que enderezar, un empleado despedido sin razón, un salario odioso que no alcance para comprar pan; una muestra de persecución a los- obreros que defienden sus derechos o los de su clase.
¿Qué importa ante esto la bravura con que en un imprevisto mensaje echó en cara el Presidente al Senado que le mueva guerra por cambios de empleos honradamente meditados, cuando muchos de ellos fueron hechos a instancias secretas de los senadores republicanos que, en público, arrogándose un derecho que no les da la Constitución, afectan luego ponerse en berlina porque se niega a presentar a los senadores los documentos privados que para su mejor información mediaron con ocasión de estos nombramientos?
¿Qué importan !os sucesos menores del mes: -que en la opinión pública triunfa Cleveland: que no cede a los demócratas interesados, y éstos, sintiéndolo fuerte, buscan pretextos decorosos para irle cediendo; que el Presidente, reconociéndose impotente para dominar la agitación contra los chinos en el Oeste, esquive en un mensaje al Congreso la responsabilidad pecuniaria de la nación en los últimos asesinatos y expropiaciones de chinos en California, so pretexto de que, en lo visible y aparente, el gobierno acudió con sus fuerzas y recursos a remediar el conflicto; lo cual es verdad, si se añade que ni acudió a tiempo; ni lo remedió, ni anduvo tan de prisa como pudo, ni hay modo ni voluntad de castigar a los agitadores?
Nada son, junto al asunto mayor que hoy conmueve la atención pública, ni el proyecto de Blair, muy sonado y ya casi vencido, de repartir entre los Estados una suma anual de los fondos federales para ayudar a los gastos de la educación, cosa que se tiene aquí por viciosa. ocasionada a fraudes y atentatoria a la virilidad e independencia de cada Estado,-ni la opinión creciente de que ha de tratarse de buena fe a los indios, sacarlos de su condición abestiada de páuperos a sueldo, y repartirles por cabeza sus tierras propias;-ni importa siquiera ya el colosal rendimiento de la colección de cuadros, porcelanas y otras obras de arte de la señora de Morgan, que entre lo que le llevaban los vendedores de oficio, los cavaantiguallas y chupapintores, los que pagan en hambre lo que venden en fortunas, compró tales maravillas y rarezas de pinturas y cerámica que la venta de ellas ha producido a la testamentaría dos millones de pesos.
Un Jules Breton,-una procesioncilla, sentida y suave, de niñas de pueblo que van a recibir la primera comunión,-se vendió en más que los cuadros de Gérome, que tienen la consistencia y brillo del acero; de Millet, que halló lo hermoso de la fealdad y la tristeza; de Delacroix, que pintaba sus tigres como si él lo fuese; de Fromentin, el caballero del espíritu y de la pintura; y de Fortuny, el sabio de la gracia, ¡una orla de oro! ¡En cuarenta y cinco mil quinientos pesos se vendió el cuadro de Jules Breton; linda cosa, es verdad, pero no más que linda!
Y el cuadro que alcanzó segundo precio no fue tampoco cuadro de fantasía o historia muerta; no fue un bufón de Zamacois, que saca la cabeza a casi todos los pintores modernos; no fue un' oficial de Detaille, un oficial abanderado, de cuello enjuto y ojos secos, que es todo él triste y grandioso como la derrota de la Francia; sino un cuadro de Vibert, que pinta cardenales picarescos y canónigos de buen vivir, mucho rojo en mucho blanco, mayordomos que saben el pescado que place a monseñor, sotanas negras que sonríen mientras hacen como que oyen lo que platican en la sala vecina las sotanas encarnadas. ¡Ah, pero este cuadro, si no merecía todo su precio, era, por lo menos, una lección profunda! Todo lleno de heridas, bello como una luz que sube al cielo; contaba un sacerdote misionero su campaña de almas a las túnicas lisas y relucientes de los sacerdotes de ciudad, que le oyen distraídos y de mal humor, como oyen al deber siempre los que no cumplen con él.
De esta misma colección era un vaso de porcelana que parecía hecho de nube y se vendió en dieciocho mil pesos; un uot-tsai-khi legítimo, que es mucha maravilla; uno de aquellos pocos que se hicieron, de caolín molido y remolido en todo un año, cuando Tchinghtoae y Tching-te regían en China, y luego cuando Khang-hy, en los tiempos de la "Alegría Serena"; ¡y toda la paz imperial parece emerger del vaso! Por delante de las salas en que se exhibía la colección iban y venían grupos de curiosos y obreros en traje de fiesta, que querían ver cómo acababa la huelga de conductores de carros con que empezaron en este mes memorable las batallas del trabajo.
Adentro, vanidades disputando precios, y aficionados de corazón de artista, mohínos porque se les iban de los ojos las maravillas que se los aliviaron un momento. Afuera, las aceras repletas de gente de labor endomingada: porque, para el que padece, todo día en que se luce el derecho es domingo;-y se visten en sus días de huelga los obreros para recibir el derecho que esperan, como las niñas de Jules Breton iban vestidas para recibir en el templo al Señor.-¿Vamos afuera?
Hay huelgas injustas. No basta ser infeliz para tener razón.
La justicia de una causa es deslucida muchas veces por la ignorancia y el exceso en la manera de pedirla. Es verdad que al que se cría para toro no puede exigirse que salga ángel: y el obrero, no educado en finezas mentales, ni dispuesto, por lo que sufre y ve, a dulzuras evangélicas, cuando tiene que decir o hacer, lo dice o hace a manera' de obrero; sí es conductor de carros, con guantes de cuero; si es zapatero, con lezna; si es herrero, con martillo.
Ese es e1 vicio que daña a casi todas las contiendas de los trabajadores: el pensador los excusa, y en lógica es justo; pero en la acción social es peligroso, y el gobernante tiene que reprimirlo; de ahí los gloriosos fracasos de los hombres de pensamiento en el gobierno.
Pero la huelga de los conductores era justa. De mala alma se necesita ser para no sentir cariño por estos pobres soldados de la vida, de pie día y noche en la plataforma de sus carros, azotados por la nieve, empapados por la lluvia, arremolinados en la ventisca, salpicados do fango, y a cuyo tesón y resistencia deben los habitantes de la ciudad el poder ir de un lado a otro cómodos y con buen calor, a ganar la olla de la casa.
Se tiene natural afecto por el cartero, que nos trae señales de que alguien nos recuerda, aunque sea para mal; por el sereno, que nos guarda el hogar en las horas negras y húmedas; por los bravos conductores de los carros, que nos ayudan en la faena de ir de prisa, a amasar nuestro pan. De modo que cuando se supo que mes sobre mes venía pidiendo la gente de los carros dos pesos al día por trabajar en pie doce horas, a lo cual compañías, ahítas de dividendo, contestaban aumentando las horas y disminuyendo el sueldo, no hubo apenas quien no aplaudiese la determinación que, fatigados al fin, tomaron los empleados de una de las compañías, de desertar carros y establos hasta que se accediese a pagarles su precio, que no es más que lo bastante para abrigar y dar mal de comer a una familia muy humilde.¿Pues qué,-decía uno de los empleados-tengo hijos y nunca puedo verles a la luz del sol? Pero los establos no los dejaron completamente desiertos los huelguistas: el carrero ama sus caballos, que entienden su amor; dejaron hombres que dieran de comer y beber a los caballos.
En un instante, se vio en aquella región de la ciudad un espectáculo notable. Es barrio de trabajadores, aunque toca por todas partes, y sirve de vía, a los mejores lugares. Cuantos estaban libres, inundaron las calles. Las mujeres pasaban horas sobre horas acodadas en sus ventanas. Hombres, mujeres y niños se mostraron dispuestos a impedir que la compañía moviese un solo carro, si había quien la sirviera,-¡que siempre hay! De todas partes, como obedeciendo a orden mágica, vinieron carros cargados de carbón, de piedra, de ladrillo., que vaciaban sobre los rieles. Las mujeres de las casas de vecindad, a quienes el carbón cuesta caro, salían con baldes de él, y también los vaciaban. Y la huelga fue creciendo, y ramificándose a otras líneas.
A una hora se detenía el tráfico en una vía. Un instante después se detenía en otra. Venía un carro; saltaba a la plataforma un hombre desconocido; hablaba al conductor; y el conductor desuncía los caballos dejando el carro vacío sobre la vía; ¡todos por uno!: "una injuria a uno es una injuria a todos": ese es el lema de la noble urden de los Caballeros del Trabajo.
Y como los conductores son miembros de ella, y los empleados de los ferrocarriles elevados también, hubo un instante de verdadero pánico, en que la ciudad sintió como que se le encogía el aliento, y se notó en los rostros la inquietud y el trastorno, cuando se temió fundadamente que, en obediencia a la disciplina de la asociación, los empleados de los "elevados" se negarían a trabajar, hasta que a los de los carros se hubiesen reconocido sus derechos. En esto, ya estaban las avenidas de la compañía henchidas de gente. Ni un carro habría de pasar. Toda la policía de la ciudad y la de reserva, fue llamada para proteger el viaje de un carro. La muchedumbre toda se dispuso a cerrarle el camino. Apareció el carro, rodeado de setecientos cincuenta policías. Ya no eran sólo cargas de carbón, piedra y ladrillos; era un vagón de cerveza, torre ambulante, cuyos barriles vacíos dejó el carrero de buen grado amontonar sobre los rieles: eran vagones de las líneas trasversales, que a hombros sacaban de sus vías los amigos forzudos de los huelguistas, y reclinaban suavemente sobre la vía bloqueada, como se reclina en la cuna a un niño.
La muchedumbre, que hacía masa a un lado y a otro de la calle, desde las paredes a los bordes de la línea, esperaba colérica la llegada del carro, que por sobre la gente, con difícil prudencia, hacía adelantar la policía.
De las ventanas mostraban los puños cerrados y vociferaban las mujeres. Silbidos, gritos e injurias acogían a los policías y su carro. Hubo en un instante un grito tal, tan sostenido y fuerte, un grito de diez mil criaturas a la vez, que se oyó al otro lado del río. Al fin, un adoquín fue lanzado por alguien sobre la policía y las piedras empezaron a llover sobre los carros.
Cargaron los policías sobre la turba; con las porras en alto, y la multitud aterrada se entró por las calles y casas dejando `en paz el carro por pocos momentos, pues al cabo de ellos ya otra vez estaban las ventanas llenas de puños y la calle de hombres y mujeres.
Así el día entero. Así la noche.
Tenía el Bowery, el Broadway de los pobres, un aire de campaña: y tanto hombre robusto y sombrío inspiraba respeto, pero daba miedo: no por lo que era aquello en sí, aunque fue el motín mayor de trabajadores que ha habido en Nueva York, sino porque el instinto público presiente los grandes riesgos, y hay en cada hombre, aun en el más burdo, una especie de inteligencia involuntaria, que obra a despecho de él y sin su conocimiento, y le avisa anticipadamente, en revelaciones bruscas, de lo que va a ponerle en ale0-ría o en peligro.
Venció la huelga: el trabajador de los hijitos, podrá abrazarlos alguna vez al sol; pero New York entrevió con visible recogimiento, en qué extremos podría hallarse si se coligaran por fin todos los trabajadores hasta conseguir la mejoría de condición y seguridad de empleo a que aspiran. Se sintió que aquel reconocimiento del poder que les da su organización, podría precipitar sus demandas en las comarcas descontentas, y adquirir proporciones tales que detuvieran, o sacudieran, la vida de la nación.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 7 de mayo de 1886