Nueva York, Enero 16 de 1886
Señor Director de La Nación:
De los informes de los secretarios, el mejor, por lo sesudo y lo práctico, no es ni el del Ministro de Hacienda, ni el del Ministro de la Guerra, ni el de Marina, sino e1 del "soñador" del gabinete, el del "idealista y vagabundo" de la casa, el del Secretario del Interior, Lamar, acusado de amar el romance; de dejar correr de vez en cuando la fantasía y de mirar una que otra vez al cielo.
Hay grandísimos necios que se pasan la vida proclamando que las mentes, infelices por altas, que ven bastante hondo y lejos, adentro y encima de la tierra, son fatalmente incapaces para entender en las cosas terrenas: y al que es capaz de entender lo más, ya lo bautizan de inepto para entender lo menos: ¡como si las mismas facultades de observación, que penetran en las leyes del alma y del mundo, no fuesen por su excelencia natural inevitablemente capaces de penetrar las relaciones más visibles, cercanas y menores! ¡Como si esa tendencia misma hacia lo superior y general, hacia lo universal y sumo, no fuera una violenta consecuencia de la tristeza angustiosa que da el conocimiento de lo individual y pequeño!
Pero, en la tierra, según se sabe, hay más ratones que águilas; y los ratones se juntan, y dicen entre sí: "¡vaya! ¡nosotros volamos mejor que las águilas!"-y, por de contado, todos los ratones lo creen.
Lamar es de las águilas: y su informe ha sido tan cauto, tan claro, tan apegado a lo real, tan conforme a los problemas prácticos que estudia, que ya no se oyen decir, por esta vez, que Lamar es inhábil para el puesto porque lee versos, o los hace, y usa el cabello largo, y sabe del hombre antiguo y de monedas, y se suele quedar; ¡pensando precisamente en los rufianes políticos!-con las manos cruzadas, ¡mirando chisporrotear en la chimenea, los leños encendidos! Y en el informe de Lamar, que tiene 90 páginas, como cuarenta, y las primeras, están consagradas al estudio del problema indio.
Ya es hora, según él, de que los Estados Unidos resuelvan este problema, que está hoy en su punto crítico. Ni se defiende siquiera de que lo acusen de filántropo; todo el mundo pone hoy atención privilegiada en la cuestión india.
El salvaje vive, y, aunque en diversos grados de civilización, vive como salvaje. Ya no está como antes en tierras lejanas, de donde podrá huir, y de las que se le podrá sacar: está en las tierras mismas que el gobierno le dio a cambio de las suyas, que le fue quitando, y éstas no se las podría quitar sin cometer infamia y violar sus contratos. Las comarcas cultivadas de los blancos rodean ya de todas partes el territorio y las reservas indias.
¿Qué se ha de hacer pues?
¿Exterminar al salvaje? ¿Corromperlo, como un medio de exterminarlo? ¿O pagarle en cuidados civilizadores, que él no rechaza y solicita, la libertad fiera en los montes nativos, el placer de la raza, la vida de la tribu, el rincón materno donde sus madres los tuvieron con dolor, y sus abuelos fueron señores y felices?
Pues que las tierras son suyas, según contrato con el gobierno, el gobierno debe mantenerlos en ellas. Si los agentes los compelen a arrendar sus tierras a los ganaderos a mal precio, o sin precio, hay fraude en estos arriendos, y la ley no debe autorizarlos.
Si hay en algunas comarcas, como la de los pintes, como la de los apaches, un centenar de indios tercos y nómades que se resisten a ser mudados de lugar y a vivir sometidos a la gente, ésta no es razón para que se trate como vasijas de barro a las cinco tribus civilizadas, los cherokees, los choctaws, los chickasaws, los creeks y los bravos seminolas de la Florida: los apaches son la forma excesiva de la venganza india: ¿qué idea justa no tiene sus fanáticos? ¿qué justicia no engendra exageraciones? ¿a qué extrañar en hombres cercanos aún a la naturaleza, pecados inherentes a la naturaleza humana?
Bien puede ser que acabe el gobierno por llevarse a las islas del Pacífico los 200 apaches que mantienen en zozobra constante el Estado de Arizona,-y decida recoger con las tropas a los pintes en alguna reserva cercana al lugar nativo, que aliciente alguno ha bastado a hacerles abandonar,-pero ya, de una vez por todas, es necesario tratar de atraer, por modos graduales, a una civilización definitiva a los 200,000, nada más que 200,000 indios, muy adelantados ya muchos de ellos, que viven enclavados entre los Estados blancos, que adelantan, costando al gobierno nacional, por el actual sistema de tutela, de cuatro a siete millones de pesos al año por gasto de agencias.
El Secretario Lamar sugiere que se eduque a los indios por medio de los indios: que en vez de enviarlos, contra la voluntad de sus padres, a escuelas lejanas de la nación, se les envíe a las escuelas excelentes de los cheyennes, donde son indios casi todos los profesores, donde los indios, y no el gobierno, fueron los que fundaron y los que pagan la enseñanza, donde la enseñanza iguala, en sus ramos, y en el cuidado con que se estudian, a la de las escuelas superiores de la Nueva Inglaterra:-el secretario Lamar lo dice.
En cuanto a tierras, ya los sioux poseen las suyas, por separado, y están contentos con ellas; pero como los indios han sido tan traídos y llevados y los contratos del gobierno con ellos violados tantas veces; como es tanto su miedo natural de que toda promesa nueva sea olvidada, y es tan vivo y legítimo su apego a las tradiciones de su raza, más ardiente mientras más amenazadas las ven, y menos tradiciones les quedan; la posesión de la tierra en común es uno de sus hábitos más arraigados y queridos, el Secretario indica que la tierra ha de dividirse, pues no hay otro modo de elevar al hombre que hacerlo creador de sí y propietario de algo, pero eso ha de hacerse de manera que ni choquen mucho al principio con las costumbres de la raza, ni luego de que esté repartida la tierra en lotes individuales, se apoderen de ella los contratistas rapaces o los colonos blancos que se las envidian.
Divídase en haciendas personales parte de la tierra que hoy posea por contrato cada tribu: compre el gobierno a los indios a buen precio y resérvela para su adelanto, la tierra sobrante: prohíbase a los indios, por un plazo que baste para que entiendan el valor de su propiedad, que enajenen o hipotequen su tierra, o que la arrienden a cualquiera que no sea un indio de su propia tribu.
Propone un sacerdote, y recomienda el Secretario para la tribu de los umatillas, que como no conocen aún las ventajas y goces de la propiedad individual, y no la ven hasta hoy sino como una revolución temible en sus costumbres, que les viene del blanco engañador, se divida la tierra en lotes individuales de a ochenta acres; se elija un grupo de diez a quince indios jóvenes, se les enseñe a cultivar y dirigir sus fincas, trabajando los diez o quince en común en las fincas de todos, bajo maestros prácticos a un costo de $7,000 al año; y cuando este año preparatorio esté acabado, se ponga cada hacienda en manos de su dueño preparado ya para hacerla prosperar, en tanto que se comienza de nuevo al año siguiente con otro grupo: y así hasta que quede enseñada toda la tribu.
No parecen bien al Secretario los agentes fijos, que obran sobre tribus en distintos grados de civilización con un sistema igual para todos. No: el Secretario cree que cada caso ha de resolverse en acuerdo con sus especiales exigencias: que el indio de la reserva de los pueblos, que apenas tiene carne que comer y algo que vestir, tiene razón para resistirse a pagar las cargas públicas de una ciudadanía de que no goza, y de unas leyes escritas en una lengua que no entiende; mientras que los cheyennes, que de mucho tiempo atrás se gobiernan con innegable sabiduría, no sólo no se eximirían mucho de las cargas urbanas, sino que voluntariamente se las imponen, y sin espolio ni soplo ajeno, han determinado dar $6,000 al año de la anualidad que por contrato les paga el gobierno, para contribuir a los gastos de las escuelas de la tribu.
En 1886 se recomienda, pues-¡oh hombres vanidosos!-para resolver el problema indio-lo mismo que recomendaba, en la lengua sana y nueva de aquellos tiempos, la ordenanza de 1787, lo mismo que decía en su informe en 1822 aquel hombre de gran frente que dio el Sur, John Calhoun, "el sistema de educación que es la base de todo, la reducción de sus comarcas y la división de la propiedad territorial". Ya entonces decía Calhoun, también Secretario: "Todas las tribus, no sólo' no resisten, sino que solicitan la educación de sus hijos. Los informes de los maestros son unánimemente favorables. El progreso de los niños indios es enteramente igual al de los niños blancos de la misma edad; y parecen tan capaces como ellos de adquirir hábito de trabajo."
Y acaba Lamar recomendando que no se les aparte de los lugares en que hoy viven, porque no podrán entonces, con el miedo de ser expelidos de la tierra que hubiesen cultivado, entregarse con fe a la labor a que se quiere aplicarlos definitivamente. No podrán las compañías ferrocarrileras pasar por las tierras indias sin compensar cumplidamente la ocupación que usurpan.
Y las nuevas haciendas individuales serán registradas como cualquiera otra propiedad de un ciudadano de la república y asignadas por el título respectivo a su dueño indio.
Así, educado por maestros de su propia raza, encariñado con su labor productiva en tierra definitivamente suya, y ayudado, en vez de burlado sangrientamente por sus conquistadores, podrá, con paz segura, con los placeres de la propiedad, con la conciliación de la vida de su raza y la vida civilizada, con la elevación de la mente instruida, permanecer el indio como elemento útil, original y pintoresco del pueblo que interrumpió el curso de su civilización y le arrebató su territorio.
No acaba el mensaje de Lamar sin una sugestión que ha sido muy celebrada: ¡esas son las cosas que los hombres romancescos, que saben de versos y monedas antiguas, descubren cuando miran con los ojos fijos en las llamas elocuentes del leño que chisporrotea en la chimenea.
Washington, Madison, Jefferson, Adams, todos habían sugerido ya lo que hoy, por razones que discretamente calla, sugiere de nuevo el Secretario. Todos recomendaron, como él, la creación de una universidad nacional.
Bien se ve, aunque él no lo dice, que sufre por esta rudeza general de espíritu que aquí aflige tanto a las mentes expansivas y delicadas. Cada cual para sí. La fortuna como único objeto de la vida. La mujer como un juguete de lujo. El amor de la mujer, como un capricho de la fantasía o como una necesidad de acomodo social. El hombre, máquina, rutinaria, habilísimo en el ramo a que se consagra, cerrado por completo fuera de él a todo conocimiento, comercio y simpatía con lo humano. Ese es el resultado directo de una instrucción elemental y exclusivamente práctica. Como que no hay alma suficiente en este pueblo gigantesco: y sin esa juntura maravillosa, todo se viene en los pueblos, con gran catástrofe, a tierra
Los hombres, a pesar de todas las apariencias, sólo están unidos en este pueblo por los intereses, por el-odio amoroso que se tienen entre sí los que regatean por un mismo premio. Es necesario que se unan por algo más durable. Es indispensable crear a los espíritus aislados una atmósfera común. Es indispensable alimentar la luz, y achicar la bestia.
Fuera de negocios y de cierto circulo privilegiado, salta acá a los ojos que los hombres no tienen nada que decirse, ni pensamientos finos con que complacerse, y elevarse en común: ni modo siquiera, aparte del instinto y la costumbre, de retener en sí el alma volandera e imaginadora de sus mujeres.
De leer, escribir y contar no se pasa en la escuela pública. Y de la escuela pública, a la faena, al espectáculo del lujo, al deseo de poseerlo, a la vanidad de ostentarlo, a las angustias crueles e innobles de rivalizar con el del vecino.
De este empequeñecimiento es necesario sacar estas almas. En el hombre debe cultivarse el comerciante,-sí; pero debe cultivarse también el sacerdote.
Un hombre no es una estatua tallada en un peso duro, con unos ojos que desean, una boca que se relame, y un diamante en la pechera de plata. Un hombre es un deber vivo; un depositario de fuerzas que no debe dejar en embrutecimiento, un ala.
La lectura de las cosas bellas, el conocimiento de las armonías del universo, el contacto mental con las grandes ideas y hechos nobles, el trato íntimo con las cosas mejores que en toda época ha ido dando de sí el alma humana, avivan y ensanchan la inteligencia, ponen en las manos el freno que sujeta las dichas fugitivas de la casa, producen goces mucho más profundos y delicados que los de la mera posesión de la fortuna, endulzan y ennoblecen la vida de los que no la poseen, y crean, por la unión de hombres semejantes en lo alto, el alma nacional.
Clama el Secretario por una educación general superior como una inmediata necesidad nacional; cree que no basta la seca escuela de elementos meramente prácticos; pide una gran universidad nacional, que organizándose sobre la base de las diversas corporaciones científicas, que hoy mantiene separadas el gobierno, complete este espectáculo de las fuerzas de la tierra sorprendidas y puestas a servir, con los conocimientos que se derivan del hombre que ama y aspira sobre ella, y no ha de saber sólo qué es lo que tiene bajo sus pies, sino lo que lleva en sí.
Un pueblo no es un conjunto de ruedas; ni una carrera de caballos locos; sino un paso más dado hacia arriba por un concierto de verdaderos hombres.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 18 de febrero de 1886