Nueva York. Noviembre 9 de 1885
Señor Director de la Nación:
Ha pasado la primera contienda electoral después del advenimiento de los demócratas a la Presidencia.
Ha muerto Me Clellan, el caballerizo militar; M. Cullough, el actor pujante; "Josh Billings", que escribió con gran éxito en yanqui burlesco.
Una liga de trabajadores ha hecho saltar con dinamita los tranvías en las calles de San Luis. En pueblos del Oeste, con sus corregidores a la cabeza, se expulsa en masa a los chinos.
En un vastísimo corral, techado de sombrillas japonesas, se exhiben, con el nombre de "Feria del Instituto Americano" todas las novedades industriales del año, los muebles de forma reciente, las flores y las frutas premiadas en sus exposiciones respectivas, los productos perfeccionados para el consumo doméstico, las máquinas de frigorizar, de redondear ejes, de tornear tuercas, de comprimir y endurecer el papel, las máquinas de ventilar las habitaciones, en que con el gran poder de vapor que tienen a mano, acumulan tales corrientes, que no hay curioso incauto que la visite que no tenga que echar a correr tras su sombrero.
Allí una señora de brazos blancos hace pan en una artesa con una levadura de nueva invención, que deja la masa sin ojos, como quiere el refrán antiguo, pan sin ojos, queso con ojos, vino que sale a los ojos, añejerías que eran de ley en los tiempos de Lope, pero que ya no rezan en estos de Pontet-Canet, y Budha-Crema, que son como un Sevres en licor, y no como aquellos vinazos de antaño, que echaban a la cara la brutalidad de la uva.
Allá, detrás de un mostrador cubierto de tinillas de madera oblonga, de cuyos bordes cual racimos de la de Ohio y California, un alemán de delantal blanco escancia, a cinco centavos vaso, el jugo de la uva pura, que escacha a nuestra vista, en una prensa de embudo; y por cierto que es cosa rica, que debieran hacer en los meses dé vendimia los países que tienen vides.
Allá una puerta se abre y cierra sola; otro allá enseña una cornisa con varilla automática, que tiene o deja caer a voluntad una cortina, lo que salva del enojo de las argollas, o del romper las cortinas en el clavar y desclavar en las cornisas; y ésta es invención de uno de nuestra raza, así como unos patines flexibles que obedecen a todos los movimientos del pie, lo que hace el patinar más cómodo y gracioso.
Allá, en diez máquinas rivales, diez inventores vecinos empollan huevos. La luz eléctrica lo innova todo; la música anima el enorme bazar; a las concurrentes regalan una pluma de pavo real o un frasquito de agua de colonia.
Va mucha gente a la feria,-aunque no tanta ni de tanta cuenta, como la que tuvo cuajado el otro corral en que dan sus peleas los púgiles, y este año, como los anteriores, se convirtió, a escape de martillos, en un palacial establo en donde, a semejanza del concurso hípico de París, compitieron por premio, ante las más lindas damas de la ciudad, los percherones de ancas ciclópeas y los mustangs de caña viva, los caballos de silla y trote, los de carrera y salto, los de todo trabajo, los de mera hermosura.
Un día animaban la fiesta las evoluciones de la policía montada: otro había competencia de bombas de incendio, a ver cuál era la que en menos tiempo, al toque de alarma, arnesaba los caballos, rompía el vuelo y daba vuelta al circo: en dos minutos y cuarenta segundos hubo una bomba que lo hizo todo.
Otro día era el concurso de los jinetes, que ya no dan sus caballos a montadores de profesión, sino que, como que los ven damas, montan ellos; y a uno le echaban al paso ramos de rosas, porque no parecía hombre puesto sobre el animal, sino atrevida criatura de la imaginación, o señor natural en trono vivo, que daba a la fuerza singular belleza con los realces de la gracia: tal debieron parecer a nuestros pobres indios los primeros jinetes de Castilla, firmes y ferrados. Rindió el certamen unos $34,000, y costó $40,000; pero la asociación que lo convoca cada año se da por contenta, pues no es la exhibición para ganar dinero, sino para el fomento de la cría caballar, y para que los jóvenes ricos, estimulados con el aplauso de las mujeres, den su caudal a empresas serias, y entren en afición de ejercicios viriles, que no sean como el empinarla cabeza por sobre las alas de un cuello pavuno, o embutirse las pernazas en un calzoncillo de payaso, o morder el puño del bastón y comerse las erres, que es lo que hacen ahora, por parecer ingleses, los anglómanos.
Los cercan y acorralan por las calles los muchachos que van naciendo de sí mismos en los codeos duros de la vida, y, ya aunque sin entenderlo, sienten ofendida por estos elegantes vanos su majestad de hombres.
Por donde asoma un dude, ya hay un pilluelo cuqueándolo, y es de ver en los carros la travesura con que los dependientillos de oficina, al volver a la tarde de sus labores, se industrian para burlar el asiento al dude o hacer que caiga sobre las rodillas del que se lo burla, de los que se levantan para ir a otro asiento vacío, en el que, como por magia vuelve a caer sobre las rodillas de otro. Y sube a otro carro entre las risas de la gente a pasos de garza, mordiéndole al bastón el puño.
Parece esta tierra decidida a mantener su aristocracia de pueblo trabajador. Entra de lleno en la mejora artística, lo cual se ve en la variedad extravagante de su arquitectura moderna, en la suntuosidad con que decora sus hogares, en la súbita riqueza de sus templos y teatros antes desnudos y sencillos, en sus colecciones de cuadros y objetos curiosos, en sus exhibiciones anuales y en sus museos; pero no soporta tentativa alguna de crear, con la holganza por blasón, una casta de ricos privilegiados, ni de importar en esta tierra de hombres que se levantan de sí mismos, los hábitos de la nobleza de herencia inglesa.
Acá no se reconoce a más noble que el que lo es por sí.
De una sátira, como una excelente que se publicó hace un año, matan la tentativa de una explosión de dinamita.
A Cyrus Field, por ejemplo, no le echan en cara que haya recorrido de buhonero las oficinas de Nueva York donde hoy, blanca la barba y llenas las manos de cables y ferrocarriles, funge de rey, y recibe sobre alfombras turcas a los magnates de la tierra; pero cuando se empeña en elevar al infeliz mayor André un monumento en el lugar .en que fue preso, en los tiempos de la independencia, al volver con el salvoconducto del traidor Arnold por las líneas americanas, de recibir de Arnold para el general inglés los planos de la fortaleza de West Point, que llevaba en las botas, el monumento le dejan erigir, pero es para ponerle debajo-pues quiere honrar en su suelo americano a un espía inglés-, tal cantidad de dinamita que no quedó de la piedra conmemorativa un ápice visible, ni vidrios en las ventanas de los pueblos a la redonda.
Esto apasiona ahora a los diarios, sin saber por qué.
Verdad es que el mayor, que tenía sangre francesa en las venas, era de estas hermosas personas que por la virtud de su armónica belleza y por el influjo de su triunfante juventud se ganan las voluntades y se hacen perdonar sus extravíos; verdad es que parece bien, por parte de los hijos vencedores, dar prueba de amistad a la metrópoli vencida, y hacerse perdonar su victoria, que es gracia suprema de las almas grandes; pero no parece cuerdo representar este sentimiento en un tributo a la persona del que en las sombras de la noche trató de ganar una fortaleza a sus enemigos francos en conversación con un traidor.
Al que cayó con el pabellón al pecho, peleando al sol, bien estaría el tributo, y nadie lo hubiera resentido; pero los hombres viriles abominan a los que traman el triunfo en la tiniebla. Esos éxitos son arte de ladrones.
Esta manera de pensar es sin duda la de los que aplauden la destrucción del monumento, que no al mayor André debió erigirse, sino a Washington por haber sabido en aquella ocasión sofocar su natural clemencia para castigar sin merced al que; en tiempos comprometidos para la república naciente, había negociado de traición con un jefe americano, cuya bravura en lides anteriores no quita un ápice a su deshonor: ni a balazos lo hizo morir siquiera, como a un caballero, sino en la horca.
Pero en la manera de sentir que ha producido la destrucción, se han juntado visiblemente este sentimiento de decoro patrio, que no hay fineza internacional que baste a sacar del pecho, y aquel otro sentimiento de repulsión a la anglomanía que los caballeretes muestran en sus vestidos, modos de hablar y costumbres, y los magnates revelan en actos y palabras de desatentada admiración por las instituciones inglesas, necesarias, a lo que creen, en los Estados Unidos para alzar una valla de clases conservadoras a las gentes de trabajo que se han sentado ya a conocerse y estudiar en calma sus problemas, para ponerse después en pie, con una magnitud y energía que han de asombrar, a reclamar sus soluciones.
Pero a esta tentativa de agrupación de "las fuerzas altas", de la Iglesia, el ejército, la banca, el gobierno central, de todo lo que miran como componente de este cuerpo conservador que ha de hacer atrás el ataque próximo de las clases nuevas: -a esta concepción estrecha e ineficaz de la función del más grande de los Estados modernos:-a esta liga entre los herederos de riquezas obtenidas de la manera gloriosa que hoy repugnan los afortunados que con aires de aristocracia quieren esconder el humilde origen que es su mayor derecho a la estima pública, y los sacerdotes, abogados y militares por ganarse la protección de los ricos o por miedo de perder su estado los rodean y defienden;-a este conato de autoritarismo exótico y provocador se opone, como una inmensa conciencia, todo lo que hay de natural y vivo en la nación.
Pues de este allegamiento de fuerzas nuevas, puestas a obrar en una naturaleza rica y enorme;-de este empleo entero del hombre redimido, del hombre verdaderamente libre por primera vez sobre la tierra, que en la ilimitada posesión de sí que le otorga la ley reconoce la necesidad de mostrarse acreedor a ella, y entra en la lid por la vida sin aquel invisible peso, invisible y fatal, que oprime a los hombres que no pueden sacar francamente a la existencia su persona libre;-de este espectáculo creciente, no visto hasta hoy en la historia, en que, fuera del endurecimiento que trae el excesivo amor a la riqueza, se ve realizada toda perfección y maravilla, sin más artes de gobierno y sin más freno que los que da de sí una comunidad de hombres de trabajo, que por su propio interés, reprimen sus excesos, que dueños de toda su persona no necesitan poner en riesgo vidas y fortunas para conquistar, como otros pueblos, lo que les falta de ella;--de este amor fiero e indestructible a la constitución social, que garantiza a los ciudadanos el señorío y ejercicio de sí, viene una nueva majestad, con cincuenta millones de cabezas coronadas, que echa abajo de un ímpetu a los que quieren salir al paso de la nación triunfante.
Todo hombre siente acá un argumento vivo contra la doctrina intrusa.
Todo hombre siente a esta tentativa de merma probable de sus derechos, un impulso ciego y gigantesco, semejante al de un padre a quien arrebatase un salteador sus hijos.
En esta tierra al menos, aunque su amor al lucro la pone a veces en gran riesgo, el hombre parece decidido a no rendirse.
Sería hermoso, de una hermosura que llegaría al cielo, todo ataque a la libertad humana en los Estados Unidos, nada más que por la tremenda magnitud de la defensa,-a cuyo sacudimiento vendrían abajo las trabas que aún impiden en los pueblos viejos el ejercicio del hombre, tal como cuando una ola de soberano empuje se entra con grande es. puma playa arriba, quedando luego, al plegarse las aguas serenadas, limpia y como con nueva luz la arena.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 15 de diciembre de 1885