Nueva York, Octubre 25 de 1885
Señor Director de La Nación:
Mientras se abría a los indios, en una ciudad apacible, el camino de la civilización, saltaba hecho pedazos por los aires, al empuje de doscientas ochenta mil libras de materias explosivas, el islote Flood Rock, para abrir a las embarcaciones el camino libre por la boca del río Este, entorpecida hasta hoy por las ásperas puntas de Hell Gate, donde de siglos atrás venían quebrándose las corrientes en revueltos golpes que eran el miedo de la gente de río.
El hombre ha roto en nueve años de trabajo aquella alta masa de cieno, endurecido al calor de la tierra, que fue depositando al correr, centurias ha, el río fangoso que cursaba antes por el cauce que hoy llenan las aguas solemnes del río Este. '
Nueve años han estado en el seno de Flood Rock los trabajadores tenaces, que allá se descolgaban por un ancho pozo, abriendo túneles en las entrañas de la roca, que eran calles perfectas, veinticuatro de norte a sur, por donde cursa la corriente, cuarenta y seis de este a oeste en perpendiculares a ella; y las de norte a sur eran de mil doscientos pies, como cuatro cuadras de largo. Mulas y hombres, allá abajo, acarreaban hasta el pozo, por donde subían a amontonarse en la superficie, las rocas cavadas; mulas y hombres estuvieron los nueve años relucientes, del agua que manaban las rocas rotas.
No en balde, acudió entre medrosa y admirada la ciudad, ya a las orillas del río, ya al campamento flotante de vaporcillos y botes que lo poblaban, para ver levantarse por el aire a cien pies de altura, una isla entera, lanzada en fragmentos a la presión del dedo de una niña sobré el botón que puso en actividad la batería eléctrica a cuyo sacudimiento, encendidos por la corriente los alambres de platino que habían de prender los fulminantes principales, trece mil trescientos cartuchos da dinamita reventaron, y se vio por unos momentos sobre el río teñido de gris y luego de amarillo, y enseguida de verde, una colosal cresta de agua espumada y rizosa, compacta y coronada de picachos como los que ornamentan de paredes formidables las gargantas del polo.
Bajemos a la bóveda, antes de que la isla estalle: tal maravilla no ha de ser celebrada con espasmos de frase: enumerarla, encorva. Bajemos a los túneles cargados: todo el techo está lleno de taladros, abiertos como los rayos de una corona, y cada uno de ellos, de tres pulgadas de ancho y nueve pies de hondo, repleto de cartuchos de rackarock, un explosivo nuevo compuesto de clorato de potasa y dinitrobenzol; por la boca de cada taladro sobresale unas seis pulgadas un cartucho de dinamita que tiene en el extremo un explosivo fulminante, más sensible aún que la tremenda carga del cartucho: de estas púas está artesonada la techumbre de los túneles, que al cruzarse a los cuatro vientos dejaron en pie cuatrocientos ochenta y seis pilares, sustento ahora de la capa de roca de veinticinco pies de espesor y unas trescientas mil yardas cúbicas que al golpe de la niña en el botón eléctrico volarán de aquí a un instante por los aires: ¡ay, si alguien tropieza con el instrumento, situado allá al otro lado del río en una casita de madera, en tanto que nosotros estamos viendo envueltos en capotes de goma los túneles, y sobre nuestras cabezas conectan los hilos eléctricos en el cable que va hasta la casita de la otra orilla, los trabajadores que han olvidado la manera de temblar! ¡ay, si estalla la mina antes de que estén lejos de ella los vapores y botes incautos que cruzan el río, y como a quien va a morir miran el islote!-Acabemos de ver- antes de subir pozo arriba, cómo está preparada la explosión:-los túneles tienen de seis a ocho pies de ancho: de veinticinco en veinticinco pies han puesto a lo ancho de todos ellos unos travesaños de madera, y a cada travesaño están atados dos cartuchos de dinamita, cada uno de los cuales lleva sujeto un disparador de mina, un cilindro de acero de siete y inedia pulgadas de largo y una y media de diámetro, de dinamita también repleto, en el cual entra por un extremo un tubo de cobre con treinta granos de fulminato de mercurio, y por el otro extremo penetra otro tubo menor cargado de azufre, que tiene firmes los dos hilos unidos de la corriente eléctrica que entran en el cartucho por el segundo tubo: dentro del cartucho rematan los dos hilos en un arco de alambre de platino, y ¡he aquí cómo va a estallar la mina! No va un alambre a cada taladro: se hubieran necesitado entonces trece mil doscientos ochenta y seis alambres. Nada conecta entre sí los cartuchos que asoman por los taladros, ni une a éstos con los que reposan sobre los travesaños a cada veinticinco pies a lo largo de todos los túneles. Los cartuchos de los taladros con. tienen doscientas cuarenta mil libras de rackarock y cuarenta mil de dinamita. Los travesaños, son trescientos. Los disparadores de mina son seiscientos, pues.
De cada un disparador colocado en los travesaños sale un doble hilo eléctrico, seiscientos hilos eléctricos entre todos, que se juntan afuera después en el cable que de la isla cruza el río hasta la orilla vecina. Allí la niña de once años, la misma que a los tres años voló de igual modo a Hell Gate, la hija del general Newton, que ha dirigido los trabajos, tocará el botón, que pondrá en actividad la batería. La electricidad, corriendo al mismo tiempo hasta los extremos de cada hilo, calentará el arco de platino que los une; los arcos encendidos harán estallar los disparadores de mina en que rematan los hilos eléctricos: cada uno de estos disparadores causará la explosión del cartucho de dinamita a que está sujeto sobre el travesaño de madera, y al reventar a la vez los seiscientos cartuchos, estallarán a un tiempo los trece mil doscientos ochenta y seis que asoman por las bocas de los taladros, y todos los cartuchos de rackarock que en las bóvedas están tras ellos: a su empuje se verá inflamarse el río, que sobre su lomo roto llevará por los aires, desarraigada, la roca. Pozo arriba subamos: ya no queda nadie en la isla, ni en el río queda vapor o botecillo: sólo se ven los-policías del agua, las lanchas de vapor veloces, con su banderilla roja que anuncia peligro, cruzando acá y allá por cerca del islote para que no se acerque a él algún barquichuelo imprudente. Las once y cuarto son: cien mil curiosos llenan las orillas, los bordes de los techos y las torres. Como grandes arañas. encaramadas sobre sus tentáculos zancudos, bordan el río del lado de Nueva York, respetadas por la multitud, las cámaras fotográficas: diario hay que tiene siete, para obtener, y enseñar a sus lectores mañana, vistas instantáneas de la explosión enorme. No se oye nada: acaso pudiera decirse que se oía el silencio.
De pronto se oyó un ruido sordo, "como de una manada de toros enardecidos que mugiesen debajo de la tierra".
El suelo de las cercanías osciló media pulgada. Tembló el agua del río. Se abrió el río en dos ondas colosales que fueron a morir a las orillas. Por el río roto asomó una masa negra. como si el gigante que atiza el fuego en el centro de la tierra la empujase agua arriba con su espalda, apoyadas las manos en los muslos. ¿Era lodo o roca? No hubo tiempo de saberlo; arriba subió el agua, arriba, arriba, y como un témpano de hielo de purísimos cristales, estuvo unos segundos, coronados )os picachos de una cresta de iris, a ciento cincuenta pies de altura: unos Andes de agua.
A poco cayó la mole rota en gotas sobre el lecho del río, que se levantó y volvió a levantar con menor esfuerzo, hasta que por sobre las aguas plácidas vagaba solo a los pocos instantes el humo del rackarock pesado y amarillo. De cuanto recodo y ensenada tienen las márgenes salieron, como hormigas del agua, botecillos cargados de gente, que en memoria de la fiesta recogían de la turbia superficie los pescados muertos. JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 6 de diciembre de 1885