Nueva York, Marzo 27 de 1884
Señor Director de La Nación:
Está la política ahora, como la naturaleza, de primavera. De entre los múltiples acontecimientos, clérigos expulsados por sus feligreses, mozos de buenas casas que pelean a puñetazos, un hijo de banquero que muere de un golpe de boxeo en un gran colegio, una investigación para saber si las escuelas se quedan con los dineros que les dan para enseres de contar y escribir, y el actor Booth que hace a Yago, y el senador Blair que quiere que la nación ayude con quince millones al año a las escuelas públicas; de entre teatros, salones y calles, surgen como hechos capitales, tres batallas: la de los demócratas por la reforma librecambista en la tarifa;-la de los prohombres de ambos partidos para las candidaturas a la Presidencia; la de un honrado senador contra el corrompido sistema de oficinas públicas de la ciudad de Nueva York.
Se enciende con el sol nuevo la energía. En todo eso hay inusitado color, bravura y prisa. Avivan la sangre los dulces calores de Mayo. En la Casa de Representantes luchan con encono, más que republicanos contra demócratas, los demócratas proteccionistas contra los librecambistas. En las calles todo es resurrección. Como borgoña bueno, sin alcohol ni azúcar, es el aire vigorante de estas mañanas de Mayo. La sangre, aletea. La inteligencia, florece. Se bebe el aire como un elixir. Alegría va pintada en los rostros, y victoria. Parecen bellas las mujeres feas. Mozas que en el invierno no encontraron novio, ahora que están haciendo sus nidos los pájaros, lo encuentran. Coros de niños danzan en las calles. Sobre el cielo azul se destacan, humillando los campanarios pardos de los templos, las torres blancas y rojas de las casas nuevas: --el hombre ha crecido tanto que sólo cabe en un palacio. Los chirridos mismos de las ruedas del ferrocarril sobre los rieles, parecen canto de aves. Himno es la tierra, y arpas los hombres. Rompen involuntariamente los labios en palabras. En los ojos, se ve resplandor de alas. Y entre los demócratas de todo el país, hay ahora ese nervio y movimiento. Acaban de salir los diputados demócratas de un caucus:-"caucus" es como junta general, y cuentan que el nombre viene de unas reuniones secretas que, después de una alevosa embestida de los soldados ingleses a los blanqueadores de Boston, comenzaron a celebrar los calafatea, sus amigos, que en inglés llaman "chalkers".
Animadísima es la escena en la Casa de Representantes; la noche fría; ardientes las pasiones. Ni periodistas ni embajadores llenarán las vastas tribunas de la Sala de Debates. En dos agrios bandos está dividido el partido demócrata, de los cuales es el menor, aunque más antiguo, el bando proteccionista, y abundante e intrépido el que favorece la con. versión progresiva del actual sistema al librecambio. Es una lucha entre el elemento viejo reacio y el elemento nuevo impetuoso del partido.
Todo partido tiene dentro de sí sus senadores y sus diputados, sus caballeros calvos y canosos que reprimen, y su gente moza e inquieta que empuja hacia adelante. Un día, en que la pluma que esto escribe se había hecho palabra, vino a abrazarme un gran artista mexicano, indio, de ojos pequeños, desgarbado, feo, el pobre Alamilla, un genio muerto: y me puso en las manos una tarjeta que había dibujado para mí mientras yo hablaba. Por campo extenso y limpio venía a todo vapor en arrogante curva, una locomotora. Brillaba el sol en lo alto del espacio. Y desalado, sudoroso, soltándosele los zuecos de palo en la carrera, un hombrecillo rechoncho corría con un banderín en la mano detrás' de la locomotora, ¡avisando el peligro! Todos los partidos tienen, como la tarjeta de Alamilla, su locomotora y sus hombres rechonchos.
Las elecciones vienen-. con súbito cambio de votos ha demostrado el país, benévolo hasta hoy para con los republicanos, el disgusto con que se ven sus ligas con las compañías acaudaladas, su insistencia en protegerlas por una alta tarifa de importaciones en daño de la nación entera que en el costo mayor de los artículos la paga; su desentendimiento de toda queja pública; su provisión de empleos entre los que remuneran con contribuciones a los gastos del partido o tienen de pariente o amigo a algún prohombre, y su escandalosa distribución del exceso de entradas en empresas-cuando ni soñadas-ridículas, urdidas sólo como pretexto a gigantescos fraudes. Y como es sabido que sobra cada año más de un centenar de millones de pesos, de lo que por contribuciones internas y derechos de importación se recauda, están los contratistas y peticionarios de dineros públicos asidos de los bordes del exceso, con la misma ansia con que estas damiselas neoyorquinas rodean ávidas y nerviosas, el mostrador de brillantes del joyero Tiffany:-¡da pena ver arrugas de angustia, y como sombras de lodo, en aquellas lindas caras!
A esta desairada condición del partido republicano, han venido a juntarse la plétora de productos traída forzosamente por el artificial sistema de protección que tiene en los republicanos sus abogados más tenaces, y la falta de un candidato a la Presidencia, de tantos que la cortejan, que esté bastante libre de compromisos y seguro de apoyo, para poder iniciar con autoridad una briosa política de reforma.
Estaban, pues, en frente, el partido republicano derrotado en las elecciones de los dos últimos años, censurado por su apego a un sistema económico que se ve ya con zozobra, y desprovisto de caudillos para la única política sinceramente solicitada hoy por la nación,-y el partido demócrata, tenido por mejor, por el hecho eficaz de no estar en el gobierno; favorecido en los dos años pasados con los votos sustraídos de los republicanos, y guiado desde su casa de campo por el diestro septuagenario Tilden, que ha dado en época difícil prueba de que sabe acometer con energía y mesura la reforma de los abusos empedernidos y graves.
Y aquí vino la división del partido demócrata, resistida con ira por los que de estos preliminares del combate creían tener ya asegurada la elección del candidato de su partido a la próxima Presidencia. Unos juzgaron que con nombrar de candidato a Tilden, que simboliza la firmeza en la administración, la sensatez en el gobierno, y la extirpación de los abusos, se vendrían todos los votantes del lado demócrata. Pero otros, que alegan con justicia la existencia de un programa de reformas semejante; de antemano servido por la administración juiciosa del cauto Arthur, en la política republicana; otros, que no esperan que sin razones grandes, a pesar de las amenazas parciales de las elecciones recientes, se decida el país en la hora definitiva a mudar los gobernantes que le prometen corregirse, y a quienes está, por no olvidadas glorias, obligado y habituado; otros, previendo que si la vaga cuestión de reforma en el servicio público puede servir aún de pretexto para la lidia en las próximas elecciones, la cuestión de la rebaja de la tarifa vendrá a ser inevitablemente la esencial y demarcadora entre los dos partidos y la ocasión de formidable batalla, han querido, aun con peligro de perder por un movimiento que parece ahora precipitado las elecciones próximas, tomar puesto de precedencia para las de mayor importancia que han de seguirle, ante un país que va a recibir de aquí a poco un sistema conducente al librecambio, han estimado juicioso erigirse en representantes de este sistema; capaces de arriesgar por defenderlo-un éxito probable,-y ganar así la mano a los republicanos, que tal como se asieron de la bandera de reforma civil no bien la desplegaron los demócratas, podrían asirse luego de la librecambista apenas viesen que de este lado estaba la victoria.
Con la elección de Carlisle, conciliador de carácter y lúcido de mente, a la presidencia de la Casa de Representantes, ganaron los librecambistas su primer combate. Morrison es integérrima persona, firme de voluntad y manso en formas, llena la frente de cuidados ajenos y los ojos de grave melancolía; capaz de mando y debate, librecambista conocido: y el Presidente de la Casa, que tiene el derecho de nombrar a sus comisiones, eligió como Presidente de la de Medios y Arbitrios al librecambista Morrison. Desde entonces, se oyen los golpes sobre las corazas de los combatientes. Fue primero tramar entre los proteccionistas demócratas que el proyecto de Morrison, que incluye la madera, el carbón y el hierro entre los artículos libres y rebaja de plano un 20% en los derechos de entrada actuales de las importaciones; no fuera aceptado a discusión, -como sin esfuerzo ha sido. Fue luego, el demorar con arterías la época de su .debate, para ver si esta sesión se cerraba sin poner voz en el proyecto de reforma de la tarifa, y las elecciones presidenciales se hacían sólo con el programa de la reforma en el servicio público. Y como se enconaban los razonamientos, y daban los proteccionistas tan altas voces que parecían ejército poblado, ideó Morrison citar a caucus, que es cita que se hace sólo en ocasiones solemnes: el caucus, compuesto esta vez de los representantes demócratas en el Senado y en la Casa, es como un congreso del partido; y lo que en caucus se aprueba, por aprobado de todo el partido se tiene.
Así iba a lograr, y logró Morrison, hacer saber a la nación que el partido demócrata se declara abogado de la rebaja inmediata y considerable de los derechos de importación. "Rebájense las contribuciones domésticas que fueron establecidas como impuestos de guerra, y desvergonzadamente se nos están cobrando-dicen los proteccionista----en tiempo de paz;-y así se aliviará al país, y desaparecerá el exceso enorme que hoy cobra el Gobierno por impuestos."
"Rebájense-dicen los librecambistas-los derechos de importación, que como contribución de guerra fueron también aumentados; y así, cubriendo los gastos con los derechos que se dejen en pie, y los sensatos impuestos domésticos sobre las bebidas y el tabaco, póngase al. país en condiciones verdaderas y normales, que al comercio den fijeza, al obrero empleo seguro y vida barata, y a los productos modo de competir con sus rivales en los mercados extranjeros."
Cuchicheando estas cosas se entraban senadores y representantes, por las puertas del Capitolio que vio un día, no batallas de ideas como estas de ahora, sino riñas a puños y a balazos, trabadas entre los espaldudos diputados rurales y los corteses caballeros de la Revolución. Días eran en que con tiros de pistola acentuaban las palabras de su discurso, los diputados; en que el insulto aún estaba de ida cuando ya la puñada venía de vuelta, en que Webster sacaba de su seno odas pujantes y voces de profeta, ondeantes como llamas y resonantes como truenos, por la caverna de sus voraces ojos alumbradas. Clay enamoraba, a quien no le seguía odiando, con el encanto de su persona seduciéndole, poniendo en admiración a la asamblea con los giros vivaces, esgrima resplandeciente, implacables arremetidas y altos vuelos de su palabra caudalosa, lumínea v plegadiza. Calhoun, grande hombre, mordido de la avaricia impura del poder, mitraba, casi en la agonía, llevando en las manos trémulas una invectiva bruñida y afilada, y como el ruiseñor había volado ya de su garganta,-con los ojos encendidos, con los labios palpitantes, con los dedos nerviosos, con las canas secas, seguía convulso por sobre el hombro del lector la marcha victoriosa de su robusta plática. 0 eran los días en que John Randolph se entraba por las puertas de la Casa de los Representantes, sombreado el rostro lampiño y pomuloso por la visera de una gorra de pieles, abrigado en ancho levitón con esclavina, y calzado de botas de montar, con sonantes espuelas de plata. En la mano llevaba el látigo, que con la gorra ponía sobre su mesilla de diputado, y se sentaba huraño y silencioso, rodeado de todos sus perros.
Dueño era aquél, y no representante. Cuando quería, iluminaba. Por lo común, gruñía. Sabía odiar, por lo que era respetado. Y si pasaba cerca de él un enemigo rumiando alguna palabra descompuesta, a la sombra del águila de bronce, y sin poner mientes en la arrebatada campanilla presidencial, abría en pedazos con el pomo de su látigo el cráneo del enemigo infortunado. Claridades tiene un brillante; pero no más que aquella frase purísima de Randolph; más que de palabras, era su discurso de facetas, y cono malla muy ceñida en que los reparos de la crítica no entraban. Del látigo no necesitaba mucho, puesto que hablaba: ni de la maza del macero que vela por el orden en la sala; sus ataques remataban a sus adversarios, .como puñales de misericordia. Y cuando disparaba una interrupción o despedía de rebote otra que echaban sobre él, polvo y humo se veía en la sala, pero no al contendiente. Así es fama que fue el temido John Randolph.
No eran ellos ahora, no eran esos patriarcas de la tribuna americana, los que con paso rápido, por no faltar con su voto necesario a la ocasión interesante, acudían a la sala agitadísima donde una cincuentena de proteccionistas hacía diligencias vanas por mermar la victoria de más de cien partidarios de Morrison. Randall, puro en sí, pero obligado a ricos, capitanea a los proteccionistas. Morrison, que trae al partido desmayado ojos claros, mano segura, seducción personal y sangre nueva, defiende con moderación la necesidad de que lleve su proyecto de rebaja al debate la importancia de una medida de partido.
Cinco minutos habla Morrison; y nadie, excepto Carlisle, para aconsejar prudencia, habló más de cinco minutos. Ni en las sesiones formales de la Casa duran más las oraciones de los representantes, a no ser las de los magnos de la palabra a quienes se deja el cerrar el debate en discursos de una hora, que ellos suelen benévolamente repartir entre oradores amigos: ¡porque para parleros, estos americanos!
No falta en el cauces diputado o senador demócrata notable. Allí Cox, que cuando en días pasados censuraba a la Casa por limitarse a repeler de ingenioso y digno modo la soberbia acción de Bismarck en el caso de Lasker, dijo cosas calientes y bien dichas, que él se saca de su espíritu generoso y entero, y viste con un lenguaje musical y culto. Allí Kolman, de la raza de Lincoln, pensador juicioso y político inmaculado; allí Abraham Hewitt, orador de fama, en quien ni achaques ni años ni riquezas aflojan la noble pasión por los asuntos públicos, que con singular fortuna estudia, y con todos sus datos, para que estén cerca de sus labios elocuentes, lleva en su frente adoselada.
La escaramuza dura poco. Morrison vence; pero se declara que el caucus no obliga a los representantes a votar por el proyecto aprobado. Como que triunfan los que mantienen la necesidad de rebajar la tarifa de importaciones, y no las contribuciones domésticas, Carlisle propone, con voto favorable, que sé declare a la vez necesaria la reducción de las contribuciones domésticas defendida por los proteccionistas. Mas esta concesión la reciben los vencidos de modo huraño... Y resulta que irá a la Casa como medida de todo el partido demócrata el proyecto que propone la rebaja de un veinte por ciento en los actuales derechos de entrada.
Alegan los proteccionistas que la alarma que esta novedad de los demócratas cause, les privará de la victoria que en la próxima elección daban por segura. Creen por su parte los librecambistas que aunque eso fuera por esta vez cierto, el partido demócrata va derecho a la muerte, si., con los ojos puestos en lo futuro, no establece y defiende un programa visible de medidas vivas que puedan contrarrestar la influencia, arraigo y habilidad del partido republicano. Bien se pone en política el que se pone del lado de lo que viene.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 8 de mayo de 1884