Nueva York, Septiembre 19 de 1885
Señor Director de La Nación:
El ferrocarril Union Pacific tiene acá, como tantos otros, sus propias minas.
De Europa no compran, ni muchos granos, ni muchos productos: América, Asia y Australia compran poco. Los ferrocarriles, que se fabricaron en anticipación de un colosal consumo y están montados para él, transportan hoy, con excesiva competencia, una producción escasa. Las minas de carbón se abrieron y poblaron de mineros, en relación a los tamaños enormes de los ferrocarriles.
Mermado el consumo de afuera y las ganancias de los, ferrocarriles, lo estrechan éstos todo: los dividendos de sus acciones, la producción de sus minas de carbón, los salarios de los mineros. Y como el mismo sistema erróneo de altos derechos, que permitió la creación violenta de industrias nacionales y vehículos sobrantes de transporte, y causa hoy el exceso de producción invendible a un alto precio, mantiene también alto el costo de vida,-resulta ahora que los recursos para satisfacer ésta, decrecen sin que hayan decrecido en el mismo nivel sus necesidades.
A esto se junta un vicio mercantil que trae aparejada, con el provecho de unos pocos, la ruina pública: y éste es la hinchazón de los valores por sobre su importancia real, producida por las habilidades y violencias de la especulación: de cuyo pecado comercial se padece hoy aquí tan gravemente que es una obra de beneficencia asentar esta enseñanza económica: no produce ningún provecho a un país vender dentro, ni fuera de sí sus títulos de riqueza por más de su valor real.
El valor real a la larga se impone, casi siempre de un modo súbito y violento, y todo el orden falso de existencia edificado sobre estos va. lores huecos, viene a tierra, como una casa que toma dinero para negociar a un interés mayor que el que ella percibe, a la primera hora de arreglo de cuentas. Al tute o la brisca, se puede jugar; un hombre honrado, so pretexto de habilidad o deseo de fortuna, no puede jugar a la ruina del país.
Hincha la especulación los títulos de riqueza cotizables en Bolsa, fuera de toda relación con el producto real de la suma de riqueza que representan, y se crea así todo un mundo mercantil vacío, que va del valor real del título a su valor ficticio: este mundo mercantil, por el consentimiento público que le reconoce su valor de Bolsa como valor sustancial, crea, cambia, fabrica, atrae obreros, levanta pueblos, habilita comarcas, evoca de la selva nuevos Estados.
Como el mismo sistema pernicioso se ha seguido en todos los ramos de riqueza, el día del balance no pueden ayudarse unos a otros, puesto que todos tienen sobre sí ese mismo mundo mercantil ficticio. Llega cl día del balance, porque los obreros hambrientos se impacientan, porque los accionistas alarmados dejan de percibir sus dividendos; se afirma entonces el valor real de los títulos hinchados; se niega el país a aceptar éstos por encima de su valor real, y aun por éste; y las esperanzas, los lujos, los compromisos, y cosas más reales, las fábricas, las minas, los Estados, los millares de obreros con familias traídos a ellos, para trabajar en empresas sin base, todo se derrumba.
Esperanzas y lujos son humo, y no es malo, cuando no tienen base. que desaparezcan; pero los pueblos de obreros son seres reales, que al caer a la tierra fría y sin pan, del seno de esa bomba de jabón, se levantan rugiendo y con los puños cerrados de la lastimadura.
El diente se ha hecho para triturar: la mujer sufre cuando no tiene sopa en el hogar y calor para los hijos: a los hombres, la angustia les enfurece: y de ahí vienen esos acometimientos, injustos y culpables otras veces, que ven de alto abajo como crímenes los especuladores ocupados en echar al aire las bombas de jabón, ¡que son los criminales verdaderos!
Cuando, a lo menos, queda después del descubrimiento del valor ficticio de los títulos un valor real y constante, cabe al fin, aunque con muchos dolores; en la merma general; en el cercén a nivel de dividendos y salarios, el remedio; pero cuando, como hoy en los Estados Unidos sucede, estallan al mismo tiempo los dos males; cuando no sólo se descubre que la especulación ha levantado los títulos por sobre su valor leal, sino que éste queda fuera de relación con las obligaciones urgentes de pan y de carne, que ha contraído para mantenerse en curso; cuando por falta de previsión se han levantado, con esos capitales huecos creados por el consentimiento público, más talleres, más empresas, más vías férreas, más poblaciones de trabajadores, de los que puede necesitar en un largo plazo la producción natural del país; cuando se ha traído a producir, con una fe indigna de pensadores eminente, un caudal enorme de hombres en condiciones impuestas y perecederas, que quedan vivos, necesitados, airados; frente a las fábricas suspensas, los molinos detenidos, los muelles desiertos, por falta de consumo de la producción excesiva;-cuando sucede, como acá sucede ahora, que el país necesita alimentar más hombres de los que puede alimentar naturalmente,-su gran riqueza, dígase de una vez, se convierte en un gran peligro. La amenaza es tanta cuanta fue la prosperidad.
De aquí esas turbas inquietas y desordenadas, que la estrechez y los celos precipitan al incendio y al asesinato. De aquí esas huelgas triunfantes, por su justicia intrínseca y absoluta, que acarrean la cesación de la labor en las fábricas incapaces de satisfacerlas, por estar los salarios que exigen fuera de la justicia relativa, de los recursos de las fábricas en pérdida. De aquí ese ejército de obreros que ya, dígase también esto, ya se arma.
Cuando se irrita, derriba, se pone en pie; convoca a sus soldados: mata, e incendia.
Reducidos los recursos de los ferrocarriles, con menor producción que trasportar, con competencia demasiado viva entre un gran número de rivales por el escaso tráfico, tienen a la vez que reducir sus precios de transporte y sus viajes, y con ellos el número de hombres que emplean, en el camino, en los talleres y en las minas: reducen los salarios de sus empleados: reducen el carbón que .extraen. Y al conflicto general se une otro de especial naturaleza.
El chino, por encima de las leyes que le prohiben, o punto menos, la entrada en los Estados Unido, se desliza por los puertos mal vigilados a raudales: con este o aquel ardid, los mismos empleados americanos, por la sobrepaga, les ayudan a burlar las leyes: en San Francisco vencen de pies a cabeza a los alemanes y americanos los comerciantes chinos.
El chino no tiene mujer, vive de fruslerías, viste barato, trabaja recio; persiste en sus costumbres; pero no viola la ley del país; rara vez se defiende: nunca ataca: es avisado, y vence en la lucha, por su sobriedad y su aguda, al trabajador europeo.
No es simpático; un pueblo sin mujeres no es simpático: un hombre, es estimable, no por. lo que trabaja para sí, sino por lo que da de el. El hombre casado inspira respeto. El que se ha resistido a ayudar a otra vida, desagrada. La mujer es la nobleza del hombre.
Pero como trabajador el chino es sobrio, barato, bueno. Como vive en condiciones diversas del trabajador blanco, ni consume lo que éste, ni los problemas de éste-necesidades, salario, huelga-le alcanzan de igual manera; por lo que, satisfecho siempre de una retribución que nunca está por debajo de lo que necesita, por ser esto tan poco, rehúye la liga con los trabajadores blancos, y se sabe odiado de ellos.
Cuanto movimiento intenta el trabajador blanco, el chino lo estorba; porque si el blanco falta, allí está el chino.
Es además el chino astuto y como lo hace todo por la paga, en cuanto percibe una ocasión de provecho, un pozo blando en la mina, un privilegio apetecible, por la paga procura hacerse de él; de lo que se irrita, desde sus condiciones especiales que lo entraban, el trabajador blanco, que acaso no ha visto lo que el chino.
Manso y resignado éste, no menos diestro y vigoroso que los trabajadores de otra raza, las empresas lo emplean gustosamente.
Llega el chino a la mina: levanta casas, fonda, lavandería, tienda, teatro, y con menos dinero, vive próspero, de lo que el minero europeo se encona y encela.
A1 fin, un día ha llegado en que la mina humea. ¡Ya en otros muchos lugares ha humeado! En las entrañas de un pozo ha habido una contienda: cuatro chinos muertos.
Sus compañeros despavoridos, abandonan la labor e izan la bandera de alarma: todos los chinos se congregan en su caserío: la mina entera ha levantado el trabajo. Los mineros blancos llaman a los de las cercanías, y, armados de rifles, revólveres, hachas y cuchillos, marchan sobre el caserío chino, y le intiman que salga de la mina en una hora. Aquellos infelices, prontos a obedecer, apenas tienen tiempo de recoger sus ropas.
No han pasado unos minutos, los mineros blancos rompen a disparar sobre los chinos. Aterrados, salen dando alaridos de las casar hacia una inmediata colina, seguidos a balazos por los europeos. Caen muertos en el camino: siguen heridos. Arden detrás de ellos las casas, y de entre llamas y humo corren de todas partes hacia la colina los chinos que aún quedaban en el caserío, cubiertas las cabezas de colchas y frazadas que con los brazos en alto llevan extendidas, para protegerse de las balas. Dan los blancos tras ellos. Pocos escapan. Por donde asoma uno, lo cazan.
Mueren ciento cincuenta.
En la noche, los trabajadores blancos vuelven al caserío, y queman sus cincuenta casas.
La ley anda despacio en perseguirlos.
De San Francisco han salido con escolta seis comisionados chinos a investigar el crimen.
En libertad están, conferenciando con los empleados del Union Pacific, los mineros blancos, que exigen a la compañía la absoluta determinación, a que ella se niega, de no emplear chinos en las minas.
Los pozos de carbón están desiertos, y los Caballeros del Trabajo anuncian que ampararán con todo su poder a los mineros blancos del Union Pacific y le exigirán en su nombre que atienda a su demanda.
0 no hay carbón para el ferrocarril, o salen de él los chinos.
Y crece, crece a ojos vistas, injusta en esto, justa las más de las veces, la sociedad de los Caballeros del Trabajo-"The Knights of Labor" les llaman en inglés.
En ella, dirigida con singular sabiduría, se vienen agrupando lentamente las asociaciones parciales de obreros, que a su número y falta de relación, y a la falta de recurso consiguiente, debían gran parte de sus derrotas.
Los Caballeros del Trabajo cubren hoy una ciudad, dos mañana, el Estado luego, luego dos Estados.
Tenían ya todo el Este. Ahora el Oeste, que se les resistía por no haber nacido de él la asociación, se ha entregado a ellos.
Los Caballeros del Trabajo son un congreso permanente de trabajadores. A cada problema, una resolución. La sociedad debate en secreto, pero manda, y ocho mil obreros, diecisiete mil obreros, los mineros todos del Oeste, como a un golpe de martillo, abandonan el trabajo. Y son tales las arcas de la sociedad que pueden mantener en huelga meses sobre meses a diecisiete mil obreros.
Misteriosos, constantes, enormes, fieles son las manos que llenan esas arcas. Y se extienden, se extienden. Son poderosas, porque nacen directamente de sus propios problemas. No es el socialismo europeo que se trasplanta. No es siquiera un socialismo americano que nace.
Acá no hay una casta que vencer, escudos a que van engarzados grandes dominios territoriales, clases privilegiadas que legislan o influyen en la legislación nacional. Acá el escudo es un bote, una pala, un látigo, un yunque, un zapato. Los que reposan en ataúd de bronce comieron en tina de lata.
Ahora es candidato para gobernador de Nueva York un banquero, vivo orador por cierto, que picó piedras por estas mismas calles.
Acá el trabajador sabe que el monopolista era ayer todavía trabajador: cuando trata de su huelga con un empresario, con un trabajador de ayer trata, lo que modera al que pide, y ablanda al que ha de dar. Aun en sus combates se sienten hermanos. Pero ya se divisan las líneas futuras, y acá se ha de dar el espectáculo hermoso de la victoria de la razón, si no lo enconan, como descastadas de Europa pretenden, más que las políticas, que acá no cunden, las influencias religiosas.
La catedral de San Patricio no tiene aún torres; pero ya se divisan en el aire las campanas con que invita a los ricos y a los medrosos a la coalición y a la guerra: no tiene aguja todavía la catedral de San Patricio, pero toda ella es mano que señala a los trabajadores unidos que se acercan, sin gran fe en la otra vida, a afirmar su derecho a una existencia holgada en ésta.
"Unánse, dice, la iglesia que transporta a otro mundo las esperanzas de los pobres, y los ricos de este mundo que pueden sufrir a manos de ellos."
Y ya levantan fondos para las torres de la catedral de San Patricio; y ya se celebra, con desusada pompa, un congreso eminente de católicos: y ya, con rapidez americana, está al concluir una gran universidad de clérigos.
Ocho mil mineros acaban, a una hora dada, de suspender labores; ellos, que nunca quisieron acceder a que los dirigiesen los Caballeros del Trabajo, renuncian hoy a su propia asociación, y entran de un solo empuje en las filas invisibles de los Caballeros. Hoy, todos los obreros asociados ayudarán en su demanda a los mineros que quieren que se les paguen tres centavos por cada bushel de carbón: mañana entrarán en labor, y ayudarán a los zapateros, a los pintores, a los enladrilladores, a las tejedoras de seda, a los sombrereros de apariencia fina, a los elegantes impresores.
Era de verlos pasar este año a todos-ya en La Nación los vimos pasar un año antes-con sus banderas, con sus notas al aire, con sus esposas, el día siete del mes, el día de "Santo Trabajo".
En Baltimore, en Chicago, en Nueva York pasearon. En Chicago fue enorme la fiesta: la ciudad salió a verla: iban como ocho mil hombres: los impresores, imprimiendo diarios; los curtidores, badaneando el cuero; los herreros con gorros de cuero curtido, y delantales lindamente bordados; y los zapateros con grandes girasoles en el ojal de la levita: de levita y sombrero alto iba la gente zapatera.
En Nueva York, pasearon con sigilo, no con la novedad y número del año pasado. Allí sus propios jefes y propios policías, como para denotar que su razón los guarda: jefes y policías van a caballo: Rocinantes son, más que Bucéfalos. No llevan vestidos de guerra, sino el traje de los días de votar. Algún jinete lleva el calzón a la rodilla; pero va tan contento de su banda blanca y roja, y trae tal aire de hombre, que se le perdona lo de pobre jinete: machacando en el yunque no se puede aprender a andar garboso; sólo los pedantes no respetan esta sagrada falta de garbo.
Y marchan, marchan, Broadway arriba, en decenas de miles.
Llevan el paso firme, y bastones por lanzas. No parece que andan, sino que afirman. Llevan un paso peculiar: fuerte y callado. No es fantasía es que así andan. Gozan de verse juntos: saben que empiezan a ser fuertes.
Pasa uno a caballo que va arrancando homéricas carcajadas; el rocín se va desgoznando, y le han mondado la cola: el caballero lleva el bigote crecido de un lado, y afeitado del otro, y todo el rostro en bija. El y el caballo van llenos de ajos y cebollinos; y una armadura de paraguas, que abre y cierra y tiene de cebollinos las varillas: banda de ajos y cebollas lleva al pecho: y a la espalda un letrero que dice que aquello es todo burla del capataz de una cervecería que se ha negado a pagar a los cerveceros los debidos jornales.
¡Ah! pero lo más hermoso de la procesión son esas viejas diligencias cargadas de pobres obreras, con sus vestidos de percal planchado: ellas también van hoy en coche, siquiera una vez al año: las saludan poco, pero como se saludan ellas a sí mismas, de todo el mundo se sienten saludadas, y mueven incesantemente los pañuelos.
De vez en cuando, pasaba en los coches de fiesta, envueltos en pabellones, con sus dos bandas de cabellos de plata sobre la frente, luna viejecita!
José Martí
La Nación. Buenos Aires, 23 de octubre de 1885