Nueva York, Septiembre 19 de 1885
Señor Director de La Nación:
Estos han sido para New York días venecianos. Ha habido gran regata de yates nuevos, bajo el cielo azul de septiembre, vestidos los marineros de blusa de colores y anchos calzones blancos. Inglaterra y Estados Unidos van a disputarse la copa "América", que premia al yate que mejor corta el mar y doma el viento. Como los Estados Unidos vencieron en la regata anterior, el yate Genesta ha venido de Inglaterra a contender con el Puritan, elegido entre los americanos por el más velero. La entrada de la bahía es un campamento: suelo firme parece el mar de los vapores, por lo seguros que lo cruzan: van y vienen, como ayudantes de órdenes: el uno sale primero, el otro le alcanza con instrucciones nuevas., los dos juntos van a marcha igual hacia el Genesta; porque ya llegó la hora, hacia el Puritan que aguarda preparado: brilla más el Genesta; dice menos el Puritan: ¿no hemos de repetir sus nombres? ¿de qué se ha hablado aquí en estos quince días últimos?: las Bolsas, cerradas; los negocios semisuspensos; los hoteles, vacíos; todo el mundo en el mar, o a las orillas. El dueño del yate inglés, con ese amor al color que va salvando a su pueblo, viste de gala, blusa blanca y rosada, calzón blanco, gorrilla azul: fuma, los tripulantes resplandecen, vestidos de dril blanco; del gorrillo negro les cae a la izquierda un doble rojo.
El capitán del Puritan lleva el azul de guerra, suelto y oscuro: el sol le curtió el rostro: en sus pupilas claras no se ve una mancha: son los ojos misteriosos y extrañamente bellos de los que ven lo inmenso: los ojos de los que descubren, de los que inventan, de los que navegan: el capitán aprieta los labios, y no fuma: aguardan sus órdenes los marineros severos, torres humanas, vestidos de un blanco que ya vio faena, y sin gorrillos. Un pito suena, es la primera señal; suena otro pito: ¡y en marcha Reloj en mano están a bordo del Genesta los ingleses: ¡allá va sobre el mar, la vela inflada! Arranca, gira, para: llegó antes que el Puritan a la línea de salida: de vapor en vapor rueda el aplauso. Y al fin parten seguidos de espesa masa de vapores. Los nobles rivales van parejos: poco casco en el agua, al aire mucha vela; andan de prisa y bien, contra lo que sucede en la tierra, que basta que una mente gallarda y de buena vela ande de prisa, para que los de casco pesado y vela ruin digan que no andan bien, hasta que con el envidiarlo y el decirlo se lo impiden. Sigue adelante 1a regata larga: unas veces saca ventaja de poca monta el americano; el inglés la saca otras, también de poca monta: ya van caídos sobre el mar y al frente, delgado como una hoja de cuchillo; ya tuercen viento, y regatean de lado; se acosan; el Puritan va atrás: ¿dónde tiene las espuelas que parece que le han cortado los ijares, y arremete sobre el mar, suelta la brida, el capitán al cuello, y alcanza, aborda, iguala al barco inglés, le saca la proa, le lleva ya toda la enorme vela, y dobla la flotante meta, que ostenta pabellón americano, con dos millas sobradas de ventaja?
Fuera de la bahía, han ido tras ellos, apretándose para ver mejor, vapores blancos de tres puentes, cargados de hermosuras, vestidas en traje azul de navegar, con listas blancas: cuando la calma enoja a los veleros formidables, adelantan sin cambio mayor en su camino; el tentempié comienza; la cubierta les sirve de asiento, de mesa la jaleta; un galán les trae la ensalada de pollo o de langosta, otro galán cerveza de jengibre, soda, vino del Don que a la champaña suple, o champaña: los sombrerillos de paja reposan junto a sus dueñas, que del aire del mar y el desorden de sus cabellos cobran más hermosura.
Vapores blancos de tres puentes, cargados de niñas ricas, de adinerados negociantes, de jóvenes de buen vivir: vapores azules, rojos y verdes, fletados por los clubs y por las bolsas, donde hablan las botellas, se cuentan chistes acres, se dan a duendes los quehaceres del oficio, se canta y baila en coro; se saluda, con júbilo de loco, el cielo, el mar, el aire, la libertad grandiosa; vapores de gente burda, comerciantes de vicios, rufianes adineradores, apostadores de carreras, gente de diamante en pecho, vientre robusto y rostro rojo; vaporcillos innúnteros, de esta y aquella empresa, personaje, casa rica, o diario, a bordo la mesa de redacción y la escuadrilla de dibujantes y de grabadores; ejército de vapores, bordeándose, tropezando, andando lado a lado, lanzando al aire fuegos de artificio, cambiándose chistes, retos, apuestas y botellas, han seguido a los dos yates por el. camino; se han juntado como aves de casa a la hora del maíz al llegar a la meta; y ya en mayor alboroto y desorden los han escoltado al volver; acá acercándose al Cenesto, como para consolarlo, allá echándose sobre el Puritan, rodeándolo, yéndose tras la quilla, como si quisieran darle la mano.
"¡Hurra, hurra!" de todas las orillas, que están llenas de gente; bote se ha vuelto la ciudad, y sale al paso a recibirlos; en hilera, como soldados que aguardan a su jefe, están los yates de vela, poblados de lo mejor que tiene en niñas Nueva York y el vecindario; brazos, sombreros, pañuelos y banderas saludan al triunfante Puritan, que viene ya a remolque todo el velamen caído, como de la mano de su caballerizo el buen caballo que ha ganado la carrera. A remolque viene también el Genesta. Sir Richard, el caballero de la blusa blanca y rosada y el gorrillo azul, pide que lo lleven al costado del Puritan, porque quiere saludarlo: todos sus marineros están detrás de él, con la gorrilla negra y roja en la mano derecha, silenciosos y en fila, y al pasar junto al yate vencedor, señor y marineros rompen a una, agitando los gorros al aire tres veces: --"¡Hip, hip, hooray!"
Y el capitán de rostro tostado, que tiene tras sí, no en fila, a sus suecos, encajando en el aire los dos brazos altos, vocea una y otra vez: "Hip, hip, hooray!
Glorioso llaman en inglés a este tiempo lucido, acaso porque con su aire fresco y cielo limpio invita a gloria. Las gentes se dan prisa, antes de que vengan las nieves, a nutrirse el pensamiento de las ideas vivas que inspira el verano, a gozar de estas horas de boda a que han de seguir luego tantas horas de féretro. Y es septiembre un festival prolongado, sin día que no sea acontecimiento, ya porque Maud S., la yegua más ligera que pisa tierra, anda una milla en dos minutos y nueve segundos, cuya hazaña celebran a la vez en Inglaterra y en los Estados Unidos juiciosos editoriales; ya porque los "nueve" de Chicago vencen en el juego de pelota a los "nueve" neoyorquinos, uno de los cuales gana al año diez mil pesos, porque no va una vez la pelota por el aire que él no la pare; y eche por donde quiera; ya porque un vapor lleno de bostonianos ha venido río arriba, con ocasión de las regatas, a mofarse de los petimetres neoyorquinos que no hallan cosa de su tierra que sea buena., y compran en Inglaterra yates que Nueva York vence, y andan por las calles a paso elástico y rítmico, como si anduviesen sobre pastillas, y hablan comiéndose las erres y la virilidad con ellas, acariciando con el mostachillo rubio el cuerno de plata del bastón que no se sacan de los labios: son unos señorines inútiles y enjutos, a quienes no se ve por las calles desde que venció el Puritan.
Las regatas, como tantas otras cosas, no son de valer por lo que son en sí, sino por lo que simbolizan. De los Estados Unidos se van las herederas a Inglaterra, a casarse con los lores; ningún galán neoyorquino se cree bautizado en elegancia si no bebe agua de Londres; a la Londres se pinta y escribe, se viste y pasea, se come y se bebe, mientras Emerson, piensa, Lincoln muere, y los capitanes de azul de guerra y ojos claros miran al mar y triunfan. La grandeza tienen en casa, y como buenos imbéciles, porque es de casa la desdeñan. Hasta la hormiga, la mísera hormiga, es más noble que la cotorra y el mono.
Pues si hay miserias y pequeñeces en la tierra propia, desertarlas es simplemente una infamia, y la verdadera superioridad no consiste en huir de ellas, ¡sino en ponerse a vencerlas! La regata ha dado esto bueno de sí, como da siempre algo bueno, aunque parezca puerilidad al que ahonda poco, todo acto o suceso que concentra la idea de la patria; ¡hay un vino en los aires de la patria, que embriaga y enloquece! Se le bebe, se le bebe a sorbos en estas grandes ocasiones y ¡parece que se deslíen por la sangre, con prisa de batalla, los colores de una gran bandera!
¿Quién que viera estos lujos, estos hipódromos favorecidos, estos palacios mercantiles, grandes ya como un circo romano; quién que viera estas calles de Nueva York, cansadas de la piedra parda, y la arquitectura monótona, levantar por sobre las torres mismas de las iglesias sus casas de negocios, labradas las paredes, mármol y bronce el techo, el atrio pórfido y granito; quién que viera en las horas de faena pasar ante sus ojos en procesión enorme, acabados como obras de arte, el carrero de carga, el percherón que tira de él, y el carro mismo: quién que viese, a la cabeza de la ciudad, guiando todo este himno, a la justicia, creería que, poco más que insectos, viven en hambre y angustia, allá del lado de los ríos, en el Monongohela, de donde sacan el carbón, millares de mineros, que no tienen una corteza de pan en su alacena, ni vestidos para sus hijos, ni más muebles que bancos de madera, ni más asilo que casas hechas de tablas de cajones? ¿quién que en Nueva York asiste a una como santificación humana, a una perenne ceremonia de coronamiento de la persona libre, a la vida pacífica de un rebaño de reyes, sospecharía que allá, donde se prepara y crea, donde se acumula la arena caliente y el viento negro, donde los mineros sacan de la tierra el carbón que la mueve, y la sustenta, los hombres, sin miedo a la ley ni juez que se les oponga, llaman a la batalla, se congregan armados, caen sobre un pueblo vivo, y matan a sus hombres y le ponen fuego?
En lo que peca, en lo que yerra, en lo que tropieza, es necesario estudiar a este pueblo, para no tropezar como él. La historia anda por el mundo con careta de leyenda. No hay que ver sólo a las cifras de afuera, sino que levantarlas, y ver, sin deslumbrarse, a las entrañas de ellas. Gran pueblo es éste, y el único donde el hombre puede serlo; pero a fuerza de enorgullecerse de su prosperidad y andar siempre alcanzado para mantener sus apetitos, cae en un pigmeísmo moral, en un envenenamiento del juicio, en una culpable adoración de todo éxito. Bondadoso pueblo es éste, y el primero que, con generosidad imperturbable, abrió los brazos, y los ha mantenido un siglo abiertos, a los laboriosos y a los tristes de toda la tierra; pero hay que ver que deseó desenvolverse contra la naturaleza, y estableció leyes restrictivas que permitieron la creación súbita de una colosal riqueza interior, de subsistencia ficticia, que no puede hoy, por su mismo exceso, dar alimento a la masa de hombres que de todas partes de la tierra atrajo. Porque las huelgas, la miseria de los mineros, el asesinato de los chinos, todo viene, aunque no se vea en la superficie, de un hecho capital que se debió prever acá y fuera de acá se ha de anunciar para que se prevea: la producción de un país se debe limitar al consumo probable y natural que el mundo pueda hacer de ella.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 22 de octubre de 1885