Nueva York, Agosto 3 de 1885
Señor Director de La Nación:
El Este se prepara a esta fiesta; el Este, que acata el derecho humano y es hoy sobre la tierra su mejor mampuesto. Triste sí, uno se siente triste en New York. Ver pasar unos infelices gitanos que el municipio cruel devuelve a Europa de donde acaban de venir; verlos pasar, los pequeñuelos con sus ojos de amor; los chalanes con su chaqueta alamarada; las mozas con sus pañuelos amarillos, entre los policías espaldudos que los llevan a oír su sentencia de reembarque a la casa municipal; verlos pasar, como migajas secas de la paleta de Pasini, del luminosísimo Pasini, destacándose de las paredes oscuras de estas casas cuadradas, alegra los ojos, con esa batalladora alegría que producen el color, la luz, el hombre libre y el caballo suelto. Triste sí, uno se siente triste en New York; pero firme también; ¡se siente uno tan firme que cuando se aleja de estas playas, ¡en no siendo para las de la patria, donde la roca es dulce!, parece como que se aparta del goce digno de la libertad real, que se aleja de sí propio!
Mientras celebra a su héroe de guerra el Este culto, en el Oeste contienen a duras penas a los indios las tropas del general Sherman; las ciudades se arman, para defenderse de los huelguistas que las acometen; empresas de ganaderos intentan rebelarse contra el gobierno; y sostener por las armas su derecho a conservar en arrendamiento por precios mínimos tierras indias de pasto, que no pudieron alquilar de los indios sino por medio del gobierno; en un mes, donde no había ayer más que una escuela y una tienda de campaña, en Fern City se levanta, al cebo de un pozo de petróleo, una ciudad nueva que ya se procura municipio, jefe de policía y vigilantes, y tiene al aire sus fondas, y un periódico, y cuatro mesas permanentes de jugadores: a Fern City están mudando toda una ciudad vecina, cerca de la cual se secó un pozo de aceite. Las casas de dos pisos vienen por los caminos: las apean, las remontan en Fern City. Los vaqueros traviesos, los gauchos del Oeste, detienen un tren; porque les dio gana de reír de los cajetiyas, y cuanto caballero de ciudad va en el tren lo ponen-ayer mismo los pusieron de cabeza en tierra con los pies al aire, y de dos tiros de bala le destaconan los zapatos. En Kansas City, un cura católico cayó en liviandad, y en el desamor de sus feligreses; ante los cuales, como que son gente de vestido de cuero y escopeta pronta, se presenta a decir misa, entre silbidos y befas, con sus ropas de sacerdote, y bajo ellas dos pistolas. Un marqués, que se fatigó de ser noble y ha alzado un gran rancho, no sin haber tendido de un balazo a más de un vaquero atrevido, halla en las cercanías de unos terraplenes recién descubiertos, una arcilla finísima, que dicen ser el caolín afamado de los chinos: ya el marqués levantó compañía, busca obreros en porcelana, y diseña una fábrica enorme.
Cansados, en tanto, por Filadelfia, unos veinte mil húngaros de trabajar a intervalos en industrias que por muchos años han de estar produciendo más de lo que de ellas se demanda, propónense emprender la marcha con otro noble a. la cabeza, el Conde Esterhazy, y dedicarse en ¡masa, juntos los veinte mil húngaros, a las labores que perduran, y en las que debe descansar toda riqueza, a las labores agrícolas: les da el gobierno cerca de la frontera del Canadá doscientos mil acres de tierra. La Hungría es vivaz y de ojos negros; y escogida en sus mejores lugares puesto que los tiene laxos y malos, no estaría mal en la América Latina. Una raza no crece bien sino con el allegamiento de materiales afines.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 20 de septiembre de 1885