New York, Junio 12 de 1885
Señor Director de La Nación:
¿Los hijos de los alemanes naturalizados en los Estados Unidos; y los mismos alemanes naturalizados, quedan sujetos, o deben quedarlo, a perder a los dos años de su residencia en Alemania la ciudadanía adquirida en América? ¿En New York, quién vencerá en Otoño: los demócratas, que parecen más dispuestos a acatar a Cleveland, o los republicanos, cuyo sistema de fraudes en la Aduana es revelado ahora, y que andan divididos en facciones más hostiles que las de los demócratas? ¿En los Estados Unidos, perdurará el espíritu de "La Flor de Mayo", representado en la estatua de uno de los peregrinos que vinieron en ella, y ahora en bronce se levanta en el Parque Central, o se pondrá en su lugar, más pujante y menos puro, el espíritu cartaginés, que la seguridad de la fuerza engendra y favorece, o el mercenario, aún más dañoso, nacido de la accesión continua al país de hombres de otros pueblos que no tienen raíces en él, cuyo objeto único en la vida es fomentar su hacienda y aumentarla; cuyo corazón-como un ave que tuviese las alas contra el cuerpo-se agita siempre, con cierta ira de haberla abandonado, por la tierra nativa, donde hay menos riqueza y más ventura; cuyos hijos nacen en un país que nadie le enseña a amar, con el espíritu del cual contiende acaso el acre y diverso que de sus padres extranjeros recibe, cuyos elementos nacionales, cuyas tradiciones, cuyos propósitos, cuyo sano orgullo patrio no lleva en la sangre? ¿Grant morirá? ¿Su libro de memorias, que se publicará en Diciembre, y del que ya corren muestras, se leerá con tanta avidez como el de la hermana del Presidente, la doctrinaria inspirada, que en diez días andará ya en todas las manos, y es esperado con curiosidad acá y en Inglaterra?
De todas esas cosas se habla ahora, porque son las que han ocurrido en los últimos días o están para ocurrir; de todo eso se habla, ya en los colgadizos de los hoteles de verano, sentados los contertulios frente al mar o a la falda de la arboleda pintoresca, en anchas mecedoras rústicas de madera roja y asiento de paja; ya mano a mano en las canoas, cuando se va a recobrar en una partida de remo las fuerzas exhaustas por la labor excesiva, mientras se ve a lo lejos girar sobre su sostén central un puente de acero por donde acaba de pasar arrebatado un ferrocarril, para que a su vez lo cruce el vapor embanderado que lleva a los paseantes por el río; ya en los juegos de pelota, ya en las carreras de caballos, ya en la playa limpia de los pueblecillos veraniegos, viendo como compiten, a modo de regata de alas blancas, los veleros yates, ya en las fiestas con que en este mes de Junio celebran los colegios-Vale y Harvard viejos, Vassar rico, Cornell útil,-las fiestas de fin de curso que abren las puertas a las golondrinas cautivas, y los echan armados, a la batalla de la vida, o a que en los regocijos de las vacantes remocen las fuerzas para seguir con el nuevo invierno, preparándose a ella.
Cornell, en Ithaca, es universidad magnífica. Es la universidad moderna. No a seminarios donde los quiebran; no a colegios de pupilos, donde los explotan y descuidan: no a academias literarias, donde ni las ventajas de la literatura obtienen, pues olvidan la propia y no tienen tiempo ni gusto de adquirir la ajena; no a injertar violentamente en el espíritu penetrado ya de los aires nativos, otro que no se apega a él y lo aumenta, sino que lo contradice; no a esto, ni por esos caminos; deberían mandarse a los Estados Unidos a los niños hispanoamericanos; sino a la Universidad de Cornell, basada en el conocimiento y necesidades de la vida moderna, sin desdén de lo bueno de la antigua; a la Universidad de Cornell, donde adquieren en un trabajo interesado y fecundo los elementos universales de la vida nueva.
¿Los alemanes naturalizados, y sus hijos nacidos en los Estados Unidos, caen de nuevo en su ciudadanía originaria, a los dos años de vuelta a su país? Parece que sí caen; y que tan oscuro anda el punto, que Alemania ha retenido como soldado a un joven hijo de alemán, nacido y educado en San Luis, que por la Constitución americana pudiera ser elegido a la Presidencia de los Estados Unidos. Bismarck gruñe, y da con la bota de hierro en el suelo, cada vez que los vaporen de inmigrantes se le llevan a América, con sus gabanes de lana y sus cachuchas, la pipa en los labios, y en la mano la jarra de cerveza, a una barcada de soldados futuros, de espaldas anchas y corazón bueno. Bismarck aborrece a los Estados Unidos. Ayer, cerraba a la carne de cerdo americana sus mercados, so pretexto de que iba enferma, y dañina, cuando era la verdad que los que de comer cerdo morían, morían de haber comido el mal cerdo alemán; hoy, ya trabaja por cerrar la Alemania a los granos y el petróleo de los Estados Unidos. Y como ve con ojos hondos, y muy en las entrañas de los pueblos, desafía al norteamericano sin ningún embarazo, y vuelve a desafiarlo al día siguiente, siendo raro que, si puso la mano en un alemán, naturalizado en los Estados Unidos o en su hijo, ablande el modo huraño y consienta en devolver a los cautivos: antes parece que se goza en negarlo de una manera brusca. ¡Y acá, puestos a machacar en el yunque y a apilar el oro, se ocupan poco en eso!
Pero ahora se nota el deseo, avivado por los alemanes alarmados, de que se rescinda el tratado de Bancroft, que en 1868 ajustaron los Estados Unidos con Alemania por diez años, y en que, en clarísima cláusula, se estipula, con inconcebible desconocimiento de los derechos personales, que el alemán naturalizado en América que vuelve a la tierra nativa y está en ella dos años, es de nuevo alemán. Clay, en 1829, ajustó otro tratado que aún rige, y nulifica el de Bancroft, pues en el se ajustó que los habitantes de Prusia y los Estados Unidos pueden entrar y residir, y salir con toda libertad, y como si fuesen nacidos en la tierra, en todos los lugares de la otra nación que estén abiertos al comercio, sin limitar tiempo. ni perder derecho alguno, -ni estar obligados a más que a no infringir las leyes del país. Mas hay manera de obviar las contiendas a que se prestan ambos convenios, y es notificar a Alemania como en el de Baneroft se acordó, que al año del aviso queda sin efecto el último tratado. En uno nuevo, no habría que esperar de Bismarck más concesiones, puesto que mira a este país como a un atrevidillo ladrón, que le hala impunemente del mostacho, y se le encorva cuando le enseña toda su estatura; pero se definirían los puntos dudosos. Y los alemanes podrían ir sobre seguro a su tierra; o no ir si no van seguros.-que es donde Bismarck les hiere, porque sabe que los aflige. "¡La tierra padre!". como dicen ellos: y se quedan largo tiempo en silencio. delante de su vaso de cerveza, apagada la pipa, y mirando vagamente al vacío.
;,En New York, quien vencerá en otoño, los demócratas o los republicanos? Si los republicanos, ¡cómo será esto tenido en el país por una muestra de la incapacidad para el gobierno de los demócratas, que ayudan a derribar a su caudillo porque no se presta a abandonarles los puestos públicos!
Si los demócratas, ¡qué golpe de maza en la cabeza de los republicanos, a quienes demostraría así el partido demócrata que aunque haya en él mucha gente interesada y vociferadora, puede más la que no lo es, y aplaude la política honrada de Cleveland!
Mal va para las nuevas elecciones a la Presidencia el partido que pierda ahora las elecciones en otoño. Por eso, con todo su brío, han empezado ya las labores de campaña unos y otros; y si se recuerda que fué en este mismo Estado de New York donde Cleveland estuvo a punto de perder la Presidencia, que sólo por una pobreza, por unos mil cuatrocientos votos, llevó a Blaine, vese que el vado es de tentar. Y como los demócratas de New York no obtienen de Cleveland, como muchos de ellos quisieran, los puestos pingües en que se abusa de los dineros e influencia de la ciudad, no fuera extraño que muchos de ellos conviniesen en dejar de votar, o votasen de mal grado y como para ser vencidos, lo que, por mucho que el grupo de republicanos independientes ayudase a Cleveland, bastaría para poner muy en riesgo la elección. Es un Gobernador el que elegirán en otoño; pero ya se ve como lo que en verdad elegirán es un Presidente. Cleveland, sin embargo, es muy sesudo, y ni pierde los estribos, ni vacila en dar con ellos sobre la cabeza de los que le quieren sacar de su buen paso.
Oculta, bajo su aspereza aparente, una singular habilidad y cuando llegó a la Presidencia, ya tenía meditada la manera de poner en armonía los apetitos de su partido, sin la satisfacción de los cuales no puede gobernar ningún partidario, y las necesidades de reforma administrativa que le trajeron al gobierno, y él obedece: el cual medio ha sido el de expulsar de los empleos nacionales a los que usaron de ellos como instrumentos de partido, lo que deja legítimamente vacantes, gran número de puestos, que entran a ocupar demócratas de honradez bien probada, con la obligación de pagar con su absoluta imparcialidad en las elecciones el precio del puesto que desean. Lo que toda la nación paga, no hay derecho para convertirlo en beneficio inmoral de uno solo de sus partidos. Y como de esta manera van entrando en oficio muchos demócratas aunque no tan de prisa como quieren, ya sus reclamaciones y amenazas van a menos; y sin que los republicanos independientes tengan por qué arrepentirse de la ayuda con que sacaron a Cleveland triunfante, se ve que los demócratas airados empiezan a apaciguarse y a estar contentos. De que conversa poco; de que consulta poco; de que se deja guiar poco; de que "cree que lo lleva todo en sí"; acusan esos demócratas mohínos a Cleveland. Pero así es siempre: al honrado le llaman orgulloso. La dignidad es tenida por soberbia. Hay en la humanidad un deseo sordo de abatir a los que no se abaten.
Ni esta causa de reconciliación, ni la moderación que impone el triunfo, que trueca en gente provecta y sesuda a la más moza y levantisca, favorecen ahora a los republicanos. Cierto que tienen grandísimo empeño en la derrota de los demócratas, que sería considerada como una censura del partido a las intenciones reformadoras en cuya virtud vino al poder, y como un estruendosísimo fracaso. Cierto que entienden que en esta campaña les da la Presidencia, y a cuanto nervio tienen le están dando cita para que la campaña sea campal y honrosa. Pero no se ve modo de que las facciones de los republicanos concuerden en un candidato aceptable a todas ellas; ni aquellos republicanos puritánicos que votaron por Cleveland están aún descontentos de él y deseosos de -solver a su partido; ni los mismos demócratas que ayudaron flojamente en la elección presidencial o la traicionaron, en la esperanza de que Cleveland fuese derrotado, tienen ya hoy contra él el encono que todavía conservan, capitaneados por dos rivales que se abominan, los bandos en que los republicanos se dividen; el de los "Stalwarts" o "mejores" que quiere gobierno recio en casa, y expansión del territorio, pero por manera franca y arrogante y con manos limpias;-y el de los "mestizos'", que en sí tenía un elemento honrado de reforma que inició Garfield, y hubiera acaso evitado el advenimiento de los demócratas; mas Blaine lo lleva ahora tras de sí, y lo desacreditó con sus empresas y métodos impuros, mientras estuvo en la Secretaría de Estado, siendo tal el enojo entré los "mestizos" y los "mejores", que éstos, sin alharaca, tienen determinado no votar en pro de su propio partido, como en castigo de haber sido desdeñados por él cuando Garfield, y en la Convención que eligió a Blaine sobre Edmunds; y para ver si de este modo, reconociendo los "mestizos" que sin los "mejores" no pueden ganar batallas, resuelvan hacer penitencia, y venir a pedirles por merced el apoyo que una vez desafiaron.-Cuando el Secretario Folger, que murió del pesar como Greebey, fue propuesto por los "mestizos" como candidato al gobierno del Estado, en la elección que hizo gobernador a Cleveland, los "mejores", con el soberbio Conkling a la cabeza, se cruzaron de brazos; y, por la más subida mayoría que vieron jamás elecciones, por más de 200,000 votos, Cleveland fue electo. Cuando Cleveland contendió por la Presidencia, se cruzaron de brazos los "mejores", y vieron impasibles, más, vieron contentos, cómo los demócratas vencían a Blaine. Ese voto negativo de los "mejores" fue tan eficaz para el triunfo de Cleveland como el voto positivo de los republicanos independientes. Es formidable en política el no hacer.
Esta situación de los republicanos ha venido a agravarse con el escandaloso descubrimiento de los fraudes perpetrados impunemente en la Aduana de New York, servida hoy por políticos de oficio y gentezuela laboriosa en las faenas de partido. Los comerciantes americanos se han puesto a una, a bien que ya lo estaban, del lado del Gobierno. Los comerciantes extranjeros se ven sorprendidos y murmuran. ¿Quién creyera que en la Aduana de New York, en la primer Aduana de los Estados Unidos, se hayan estado cometiendo por años enteros, los mismos abusos que han hecho famosa a la Aduana de la Isla de Cuba, los mismos que los americanos echan en cara a México? Esto no sorprende. sin embargo, sino a quien no observa: porque no hay pecado latino, que acá no haya, y con creces; pero hay en cambio virtudes y sistemas que no tenemos nosotros, ¡nacidos, ¡ay!, de padres que no fueron puritanos!
No nos falta la condición, no, sino la ocasión, la constitución, social, el medio ambiente. Sacudirnos todo lo que nos queda de polvo viejo: abrir los brazos, y tenerlos siempre abiertos; dar al que llega un arado, y un pedazo de tierra, y ayudarle a hacer la casa, y respetársela; crear medios honestos de vida para las inteligencias calientes, ambiciosas, y desocupadas; sacar de la literatura escolástica, la educación pública que hoy se basa en ella, y arraigarla en las ciencias y artes prácticas, para que no le falte al hombre trabajo útil que lo dignifique, ni aquella savia pura falte a rama alguna de la vida; decisión en masa de los hombres honrados para levantar en sus espaldas este edificio del continente nuestro, fundado sobre serpientes, y echarle base nueva, sin lo que vendrá abajo, desapercibido y befado, como una nube que pasó, con el seno repleto de gente alborotada, por el cielo humano: tal nos falta, y nada más:-virtudes de condición, y no de esencia; de acomodación, de lugar, de atmósfera; pero en nosotros mismos tenemos la impaciencia y previsión del espíritu futuro, la mano ágil, la mente viva, el corazón caluroso, el caballo de cañas finas en la llanura, y en las sienes.
Desbasar, y rebasar. De raíz venimos mal; y tenemos que sacarnos la raíz. y ponernos otra. Los abuelos nos pudrieron; pero el aire puro de nuestras tierras nos ha oreado. El alimento que hemos tomado por las ramas, combate y expele al que nos viene de la raíz.
Con nuestra clase fina cultísima, y nuestras clases bajas rudísimas, somos como un libro de Barbey d'Aurevilly en manos del hombre fresco de la selva. Tenemos cabeza de Sócrates, y pies de indio, pies de llama, pies de puma y jaguar, pies de bestia nueva. El sol nos anda en las venas. Nuestro problema es nuestro, y no podemos conformar sus soluciones a las de los problemas de nadie. Somos pueblo original: un pueblo, desde los yanquis hasta los patagones.
Como la cabeza socrática no gusta de abatirse, ni sabe cómo, ni puede, tenernos, si no queremos morir de mal de cabeza, que ponernos cuerpo en relación a la cabeza. Somos el producto de todas las civilizaciones humanas, puesto a vivir, con malestar y náusea consiguientes, en una civilización rudimentaria. El choque es enorme; y nuestra tarea es equilibrar los elementos. La literatura debe afinarnos y entretenernos, no ser nuestra ocupación favorita y exclusiva: nuestra ocupación favorita ha de ser el estudio, ¡hondo y de prisa!, de nuestras condiciones peculiares de vida.
Decíamos que en la Aduana de New York se han descubierto grandes fraudes. La Aduana tiene su., avaluadores, y los derechos de ciertos artículos se pagan sobre el avalúo,-que suele tener en cuenta como base el precio que las mercaderías traen en factura. Alegan los comerciantes americanos, con visos de certeza, que el fraude en su mayor parte era tramado y beneficiado por los mercaderes extranjeros. Ya fuese que los fabricantes de Europa estableciesen aquí casas sucursales para la venta de sus géneros; ya que las casas de europeos aquí abiertas se pusiesen de acuerdo con los manufactureros de allende, ello es que las facturas traían siempre un precio inverosímil por lo bajo, menor con mucho que el costo mismo de producción de los artículos: los avaluadores de la Aduana, cómplices todos entre sí y cohechados, avaluaban sobre los precios de factura; como de este modo venían a ser muy reducidos los derechos y resultaba que los comerciantes que declarasen el valor real del artículo y pagasen derechos sobre él, habían de venderlo a un precio mucho mayor que el que en virtud del fraude pedían sus competidores; cuando no era, además, que los encargados del avalúo, como para intimar a los comerciantes la necesidad de un arreglo. fijasen a las mercaderías de los importadores honrados, un valor caprichoso, que hacía que los derechos fueran aún mayores. La Aduana toda, está andando en puntillas. El Ministro de Hacienda, que es político agudo, no pudo hallar mejor ocasión para sacar a luz estos males secretos de los empleados republicanos ahora que el voto de la ciudad, no muy fiel a los demócratas, importa tanto para ganar las elecciones de otoño."¡No en balde, dice un comerciante neoyorquino, ha hecho ese alemán pelirrojo en cuatro años una fortuna igual a la que me ha costado a mí veinticinco hacer!" Pero el alemán pelirrojo dice que también el americano rubio, entiende de preparar facturas.
¿Qué espíritu perdurará en la civilización norteamericana: el puritánico, la afirmación más sesuda y trascendental del derecho humano, o el cartaginés de conquista y el mercenario de lucro que la contemplación del enorme poder nacional, el aislamiento de la vida de los individuos, y la accesión incesante de inmigrantes desaforados fomenta?
¡Bien que agita esta duda, aunque a la callada, a los briosos descendientes que aún quedan de aquella raza de hombres que huyó con la libertad por sobre los mares, y vino a ponerla en una tierra inmaculada que mereciese recibirla! Los descendientes y amigos del espíritu de aquellos peregrinos, reunidos en una sociedad que llaman de la nueva Inglaterra, acordaron que en el Parque Central se levantase, en una estatua magnífica de bronce, la figura de uno de aquellos domadores de la selva, fortalezas del derecho, hombres celestes; en imagen del puñado de ansiosos evangelistas a cuyo paso de bota cuadrada se alzó por el cielo la libertad como un sol que ilumina día y noche la tierra, grande como el espacio que en lo más ancho del Continente v a del Atlántico al Pacífico, y afluyeron los hombres redimidos, y pulularon las ciudades como arenas.
Ya se ostenta en el Parque Central el peregrino, a provocar en los que contemplen la admiración por aquellos hombres que fundaron el reinado de la razón sin desenfreno, el del derecho propio sin desconocimiento del de los demás, el del examen libre, como decoro de la mente, sin asolar, cual vientos envidiosos, la esperanza y la poesía.
De allí se ve el muelle de Leyden, con sus tablas comidas; el barquichuelo en que venían, con tanta mano al cielo; la roca de Plymouth, altar natural digno de las rodillas de los hombres. Contra la razón augusta, nada. Sobre el deber de dar empleo a las fuerzas que puso en la mente la naturaleza, nada. Ni rey sobre el derecho político, ni rey sobre la conciencia. Por encima del hombre, sólo el cielo. Allí está desafiando a los que entregan en curatela su inteligencia, y la ponen como una culpa, trémulos y traidores, a los pies de los que envilecen y contienen la naturaleza humana; allí está, inexpugnable como Wickliff, firme como ]ohn Hampben, profundo como Milton,-la mano a la escopeta, boca en tierra; al cinto la canana; sobre la túnica de estameña la blusa de cuero; por encima de la media de costura la bota a la rodilla; la cabeza, cubierta, que ante Dios nada más se destocaba.
Y todo él, batallador y altivo, como si la escopeta fuera a levantarse y a vomitar fuego sobre los que abdican el ejercicio de su inteligencia, y se sacan el juicio de las sienes, y en las gradas de un dueño, deshonrados, lo ponen temblando. Allí está, y lo descubrieron con fiestas y músicas, el hombre de bronce.
Y pocos días antes, cerca de donde la estatua se alza ahora, con sus manos escuálidas saludaba a los regimientos que cruzaron ante él con la cabeza descubierta, como el valor honrado y la muerte lo merecen, el general Grant, que lentamente acaba.
Era el día de las flores y de los muertos: un lindo día de Mayo. De rosas están llenos los héroes en las plazas; las ventanas, de pabellones; las calles, desde por la mañanita, de anchos carros repletos de macetas. Por todas las esquinas desembocan, resplandecientes y orgullosos, los regimientos de milicia, y los soldados de la guerra: aquéllos, peripuestos, de casaquilla gris y pantalón muy blanco, con un jefe muy bien montado, y con pomposa música;-¡y los soldados de la guerra, sin brazo el uno, sin pierna el otro, otro sin los dos brazos, vestidos de paño azul, con unos vivos de oro, y sus propios hijos tocando los tambores, y las banderas rotas!
Se juntan en procesión. Cleveland ha venido de Washington a verla, y lleva en el ojal una rosa roja, la rosa roja que los habitantes de Gales sembraban en la tumba de los que habían obrado bien y merecido el cariño de su patria. Decenas de miles van en la procesión. Van a los cementerios, con sus carros floridos, a vaciarlos sobre las sepulturas de sus compañeros muertos en la guerra.
Nadie está triste: hay como una sobrenatural alegría, hasta en las ancianas mismas, vestiditas de negro, que en los carros del ferrocarril elevado van con el primer sol al cementerio, y llevan sobre la falda su maceta de flores. Las calles henchidas. El tambor -mayor, ¡cómo levanta, que parece que va a perderse por el cielo, su bastón de cabeza de plata que se sube por el aire como una saeta, y cae en sus manos derecho y obediente, y vuelve a subir, entre los aplausos de la muchedumbre! Un buen viejón, de cabeza muy blanca ¡cómo cojea y cómo lo vitorea la gente, que cual bravo le vio pelear en la guerra, y después, en veinte años, jamás le ha visto faltar a una parada!
¡Cómo se quitan todos los sombreros cuando pasan, con sus banderas despedazadas, las mangas vacías! Y un desterrado que anda por allí cerca, ¡cómo llora! Luego que se acabó la procesión, como ya Grant se muere, fueron a decirle adiós, y desfilaron silenciosamente bajo sus ventanas.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 24 de julio de 1885