Nueva York, Mayo 29 de 1885
Señor Director de La Nación:
En este mes de Mayo reposan los partidos políticos de su campaña del invierno, y hacen por medio de la prensa y de las declaraciones de sus hombres importantes una especie de balance de cuentas, que viene a ser como una toma de posiciones para los combates que se reanudan en Octubre, ya en las elecciones parciales de los Estados que en ese mes las celebran, ya en Washington, donde los republicanos, reducidos a la observación, luchan desde ahora por ver cómo impiden que lleguen a un acuerdo sobre las cuestiones de reforma esencial e inmediata los dos bandos que contienden por la supremacía en el seno del partido demócrata. Unos quieren que la tarifa se reforme en sentido librecambista, y que los gastos de la federación se colecten principalmente de los contribuyentes nacionales, y en especial de los consumidores de bebidas y tabaco: y éstos parece que están en lo cierto, y que cuentan acaso con el apoyo del Presidente. Otros quieren la abolición de las contribuciones internas, para que de este modo, obligado el Gobierno a colectar la suma que necesita para su mantenimiento, se vea forzado a mantener la actual tarifa proteccionista, que ha traído al país a la crisis creciente y gravísima por que ahora atraviesa.
Las cosechas se venden mal; ya porque de afuera compran menos, ya porque Australia y la India producen mucho, y con trabajo más barato y libertad mayor pueden vender a menos precio que los Estados Unidos. Las industrias, ni tienen el mercado propio, que sólo compra, y esto con miedo, los artículos corrientes, ni han mostrado hasta hoy el empuje y previsión necesarios para hacerse del mercado extranjero.
Los ferrocarriles cuestan mucho más de lo que producen, y como ellos, las demás vías de comunicación, lo que tiene en depresión creciente el mercado de acciones. En el mercado de productos, suele venderse con tal lentitud que los corredores, cuando no andan entretenidos en unas tiendas de lotería en que, so pretexto de negociar acciones por lotes, se juega verdaderamente al azar, se toman de la mano en un gran corro y danzan alrededor de la enorme pila de trigo que se ostenta en el centro de la sala. El dinero mendiga tomadores, y no los encuentra, ni aun a precios ínfimos.
Las casas de comercio disminuyen sus gastos y empleados: es notable el número de hermosas oficinas que en este mes de Mayo, cuando la ciudad entera cambia de casa, han quedado sin inquilinos: y eso que las oficinas de ahora convidan a trabajar en ellas, las unas pintadas al óleo, de color blandos, con todo el maderamen amarillo que alegra los ojos y predispone al tráfico y la confianza; las otras de pórfidos y bronces, de losetas de mármol el techo, sujetas con clavos de bronce dorado, de losetas de mármol el piso; de madera amarilla tallada ricamente e1 mostrador; cada mesa de escribir colocada sobre una alfombra persa; las ventanas de vidrios de colores.
En la ciudad no se observa aquella riqueza y bullicio que en años más prósperos reinaban, sino que los sábados, día en que todas las damas y los galanes todos en New York se dan cita en la acera derecha de Broadway, es muy de notar cuánta menos es la gente que pasea hoy, que lo que solía ser. Los vapores ingleses, que en esta época del año tienen muy de antemano tomado todo su pasaje por viajeros a Europa, ahora solicitan pasaje, y aunque lo llevan bueno, ni es numeroso, ni presentan aquel concurso parlero y ameno que se reunía en la cubierta de los barcos a decir adiós a los viajeros conocidos, o a darse cita en Europa, o a verlos partir; las mesas estaban llenas de grandes herraduras de' flores, de cestos y vapores de alambre, vestidos de rosas: ¿cómo ha de ser este año lo mismo, si los ferrocarriles no pagan dividendos, si los canales los pagan escasos, si los gastos de las empresas exceden de sus provechos, si el mal estado del comercio se agrava con la depresión que la producción excesiva está causando en casi todos los países con que los Estados Unidos trafican?
La primavera misma, consoladora de suyo, ha demorado tanto este año que aún hay nieve en los campos, y el trigo de invierno viene pobre y tardío. Y el mal crece, porque ni depende de este país sólo, ni la mente americana es fuera de su tierra tan perspicaz y atrevida como la inglesa, ni aun como la alemana, que dominan las plazas que por todo sentido debieran pertenecer al comercio del Norte; ni es dable en un día volcar, sino con mucho más tiempo y cuidado, el sistema funesto, de engañosas apariencias, el sistema protector, que ha traído este país a esta alarmante plétora de producciones caras, que lo tiene hoy vuelto una especie de Midas. El oro rebosa; pero el pan falta. Demasiados ferrocarriles; demasiada tierra sembrada de trigo; más vías de comunicación de las que en mucho tiempo pueden necesitar las comarcas despobladas que atraviesan; más acciones de las que autorizan el capital empleado y la capacidad productora de las compañías que las emiten.
La deshonestidad y el atrevimiento inmoderado, si bien deslumbran con sus primeros arranques y beneficios, no pueden crear una prosperidad segura. Los mismos que llenaron el mercado de acciones infladas, sin base real, vendidas ricamente por la astucia y falsificaciones de las compañías emisoras, no saben hoy mismo qué hacer ni con el dinero que merced a ellas han acumulado, ni con las acciones buenas, que en la baja y zozobras generales, han seguido en la mala fortuna, a las dudosas o nulas.
El dinero desocupado viene buscando empleo en suntuosas fábricas urbanas, más altas que las más elevadas torres de las iglesias, todas llenas de piedras talladas, el pavimento de mosaico, las alfombras de terciopelo espeso, la entrada, baja y oscura, como en los palacios italianos; todo una maravilla.
Mas las causas que tienen deprimido en lo general el tráfico, mantienen a las gentes en disgusto de toda idea de aumento y cambio; sobre que, como muchos capitales se han dado a edificar, y acá el hacer casas va tan de prisa que parece cuento, los edificios excedieron pronto a las necesidades de la población; y estructura magnífica hay, a un lado de la entrada del parque Central, que como los dientes de una sierra descompuesta, dibuja en el cielo azul, allá a la altura de un noveno piso, sus paredes desde hace un año no adelantadas. Ese es en New York, sin exceso y sin ocultación, el Mayo financiero.
El Mayo político va muy ligado a él, como que la catástrofe que la paralización de las industrias traería encima, iniciaría acaso, amén de los males presentes, una campaña temible de los trabajadores desocupados, que pudiera, ¿por qué no, si lo tienen en la mente, y aun en loa labios? acarrear graves trastornos públicos.
Pero quien observa este país, sin encono, por mucho que en él le disguste la primacía que tienen los apetitos, y el olvido, si no el desdén, que están las cualidades generosas, ha de reconocer que, con la periodicidad de una ley, sucede siempre que cuando parece que un peligro es inminente, o que una institución está ya profanada sin remedio, e que un vicio se ha comido un lado de la Nación, surgen, sin gran aparato, y cuando el mal tiene aún cura, los hombres y sistemas que han de evitar sus estragos. Aparecen, hacen lo que tienen que hacer, y se pierden de vista. Y parece ser también condición de esta ley que el mal se extreme, como si los pueblos prósperos no se decidiesen a variar de rumbo, y a perturbar sus hábitos, sino cuando ya la realidad aprieta tanto, que no es posible negarse a ella.
Esta ley fue confirmada en la elección de Cleveland, antes que a la presidencia, al gobierno del Estado. El mal era muy grave, y tan arraigado que no se veía la manera de extinguirlo: los republicanos, asidos del poder, abusaban de él cínicamente: atentaban a la libertad del voto, a la de la prensa: burlaban con leyes parciales el espíritu de la Constitución: meditaban ya, para llevar la atención fuera de sus manejos, la táctica de los tiranos, la guerra exterior: ¿quién iba a combatirlos, quién a derribarlos, si las elecciones se ganan a fuerza de dinero, si los republicanos tenían la mano libre en las arcas nacionales, si los ciento cincuenta mil empleados de la República, pagados por ésta, eran con su bolsa y con su influjo los agentes interesados en la conservación del partido republicano en el Gobierno?
Pues de pronto se alzó una ola, que nadie desde afuera vio formar, ni se sabe cómo vino, y por encima de todos los políticos ambiciosos e ilustres de la Nación; por sobre el enojo de sus propios partidarios los demócratas, por sobre prácticas y vanidades justificadas por el tiempo, la ola enorme y triunfante trajo sentado en la cresta, y apeó en la Casa Blanca, a un hombre poco menos que desconocido, a un hombre recio y humilde, apropiado para la tarea de reformar sin miedo y con paciencia el Gobierno corrompido, a un hombre nuevo para la obra nueva, al que entre todos sus conciudadanos parece más determinado, y capaz de cumplirla, a un alcaide que cuando fue del deber de su puesto tirar de la cuerda de la horca en una sentencia de muerte, no pagó a otro. como pudo y es uso, porque lo hiciera, sino lo hizo él mismo; la ola trajo a Cleveland.
Nosotros, de raza nerviosa y sensible, no entendemos cómo cabe nobleza, ni elevación, ni cualidad alguna estimable, en un hombre que, cualesquiera que sean las obligaciones de su empleo, no se desgarra en el cuerpo la túnica oficial, y huye de ella como de un manto de lenguas encendidas, cuando su puesto público le exige que por su propia mano hale la cuerda que ha de causar la muerte a un hombre. Aquí también se lo echaron en cara cuando las elecciones; pero se conocía que, aunque el hecho era cierto, la acusación venía sin fuerza y caía en falso. ¿Acaso el enorme valor que un hombre culto necesita para cumplir un deber tan abominable, el deber conocido de un empleo que solicitó y aceptó de su propia voluntad, para cumplirlo por su mano cuando podía remitirlo a otro, no ponía más de manifiesto, en el juicio de esta raza diversa de la nuestra, el alto temple de alma, y cierta manera de heroísmo, del que con ese acto, dos veces practicado, daba prenda de que ninguna consideración ni influjo le hacía cejar en la obediencia a los más dures deberes? Porque más duro no lo hay; ni puede estar sujeto un hombre a influjo mayor que al de su propio deseo de evitárselo. Ha de ser un gran domador de hombres el que a sí se doma.
De esto, sentado como una fortaleza humana en su sillón presidencial, a la cabeza de sus siete ministros trabajadores, está dando amplias pruebas, en cosas aparentemente sencillas, el nuevo Presidente. Hace lo que cree que debe hacer. Oye a todo el mundo con suma paciencia, cavando en los que le hablan una mirada que pregunta y juzga, una mirada que tiene aprendido mucho y no lo esconde cuando mira; y luego hacer lo que le parece que debe hacer. Si no le conviene para ser reelecto, como sin duda ambiciona y en sus adentros prepara, y una porción de su partido desea,-bien está, no le convendrá; pero eso es lo que se debe hacer. Si no conviene al partido un acto de justicia, sino que sería bueno, para no descontentar a los partidarios, demorarlo o disfrazarlo,-nadie le hable de eso; al partido no le convendrá, pero a la Nación le conviene: eso es lo que se debe hacer.
Decidido sí es el Presidente; pero no obstinado. Cuando ha meditado sobre un asunto, con conocimiento de todos sus detalles, y resuelto sobre él, lleva a cabo lo que ha resuelto. Pero pesa con cabal serenidad los argumentos de un lado y los de otro, y se ve, sin lo cual ninguna virtud o excelencia hubiera sido bastante a traerlo a su alto puesto, que procura ir conciliando, en cuanto la justicia no resulte dañada, los elementos diversos de su partido, y los intereses de su partido y la Nación, dispuesto siempre, sin embargo, en caso de conflicto, a poner por encima los de ésta.
No se cierra al consejo racional; antes lo invita, y suele acomodarse a él y agradecerlo: a lo que sí se cierra es al mero influjo personal, y es fama que no hay persona,-y así debe ser, y los que así no sean, dejen el arte de gobernar,--que pueda torcer su determinación una vez que la ha tomado en consecuencia de un estudio maduro.
Como se sabe honrado, no duda de sí, ni teme a lo que digan las gentes. Esta es su excelencia, y no otra. Por la excesiva flexibilidad de los gobernantes en manos de su partido llegó a corromperse la administración republicana: viene bien ahora, para volver las cosas a nivel, un hombre inflexible.-Viendo de alto, se ven estas leyes en lo político como en lo físico. El alma, con todas sus libertad-es, va como los astros, con toda su luz, donde sus leyes la llevan. Es muy grandioso el mundo. ¡Los hombres espantan; pero meditar en la hermosura universal, aun. que sea a propósito de una hormiga que pasa, consuela!
-¡Influir en el Presidente, respondió a un caballero de nuestras tierras una ilustre señora de Washington, que de seguro lo ha intentado en vano: Pooh, pooh! ¿Qué ha de influir en él ni su hermana, ni nadie? No creo yo que si el más hermoso ángel femenino de los cielos cayese a sus pies con las alas abiertas, hiciese en él más impresión que la que los ángeles de la tierra hacemos, y a la verdad, ésta no es mucha.
El Presidente es cortés, pero no a lo cortesano, sino a lo rudo. Tiene la apariencia pesada, como de una fuerza que anda.
El cuerpo lo tiene recio, y el cuello toral; pero el cabello, ya' escaso, le suele caer en gajos rebeldes sobre la frente, y como bajo ella le lucen siempre los ojos inquietos, y a veces se mueve impaciente de un lado y de otro en la silla, como quien va a embestir, no es difícil entender que en aquel hombre de peso hay a la vez un hombre de batalla. No son sus condiciones de las que brillan a primera vista, sino de las que se hacen sentir a la larga.
.Merced a ellas, cuando aún no lleva un trimestre de gobierno, ya tiene como ganados y convencidos, o enfrenados a lo menos, a los que le hacían más oposición en su partido propio, por su resistencia a repartir a cubadas, y sin mirar en quién, los empleos públicos; sin que para esto haya cejado un ápice en su determinación de irlos proveyendo conforme a justicia.
Ya los republicanos han visto que, aunque Cleveland les agradece muy de veras que hubiesen ayudado a su elección, y allí donde hay en un empleo rico un republicano honrado en su empleo lo deja. Esto no quiere decir que por más que los republicanos lo amenacen, como lo amenazaron, con retirarle su apoyo, vaya a dejar a todos los republicanos, honrados o no, en sus puestos, por el miedo de descontentarlos. Ya los demócratas han visto, no sin cierto respetuoso asombro, que la gente previsora impone a la que no lo es, que, si bien no está Cleveland dispuesto a dar los oficios de la nación a. los demócratas, cuando éstos no tengan más méritos que el de haber ayudado en las elecciones a su partido, está, por otra parte, determinado a ir colocando demócratas en los puestos ocupados hasta hoy por republicanos que tomaron parte con algo más que con su voto personal, en contiendas electorales y trabajos políticos: y como estos empleados republicanos que son tantos, que apenas hay uno a quien no caiga la censura, y Cleveland vino al poder confesamente para extirpar este vicio, resulta ahora que, precisamente en consecuencia del programa que tanto le pelearon los demócratas, tienen éstos manera amplia y justa de entrar con aplauso público, en los puestos en que forcejeaban por entrar a rebato y con violencia: tal es la diferencia que va de los hombres de Estado a los Políticos de oficio: éstos son miopes: aquéllos son présbitas. Hipermétrope parece que llaman a los que combinan los dos defectos, que en política son dos cualidades: en política se debe ser hipermétrope.
Esa venía siendo ahora la cuestión más grave e interesante en la política, después de haberse demostrado, con la rápida ocupación y abandono inmediato de Panamá, deslucidos un tanto por la ayuda a las tropas del Gobierno colombiano, que si los republicanos tramaban aprovecharse de toda oportunidad que les diesen los disturbios de la América española para ir poniendo mano sobre ella, no es éste' el espíritu de los demócratas que, aunque a la salida del poder hace veinte años eran tan ambiciosos como los republicanos ahora, con la sangre nueva que ha entrado en el partido, han vuelto a su prístina pureza y patriarcal espíritu antiguo. Esa venía siendo,-y ahí quedó nuestra última correspondencia,-la cuestión más grave e interesante de esta política: la distribución de los destinos. Véase ya cómo va quedando resuelta, y cómo la astucia ha ido aquí acompañando y sirviendo a la honradez.
Formidable fue, y descarado, el ataque de los pretendientes a la Casa Blanca y a las Secretarías, abiertas a todo el murido para oír, cerradas para conceder. Sin sorprenderse ni ablandarse, que sabía que todo el país le miraba, echó Cleveland atrás a los pretendientes, que se fueron a sus Estados jurando venganza y rugiendo. Y ahora resulta que, no en virtud de fraude ni engaño, sino por rigurosa aplicación de su proyecto de reforma, los demócratas, aunque ni por supuesto lo más revuelto de ellos, sino lo más granado, están entrando en orden y ,por legítimo derecho en los empleos que apetecían. Y la República ha celebrado, la energía primero, y la habilidad después, del Presidente.
Cuanto empleado republicano se ha valido del empleo, o del influjo, o del dinero que recibió de la Nación, para servir los intereses de su partido, ha faltado a su deber y ha abusado de la Nación: su puesto queda vacante, y un demócrata entra en él, un demócrata obligado a no hablar en público, a no escribir en la prensa, a no valerse de su oficio público en favor de los intereses de su partido, al cual, desde que acepta un empleo de la Nación, que a todos los partidos comprende por igual y de todos se alimenta, ya no tiene el derecho de servir al suyo propio más que con su voto. ¿Harán tal los demócratas? Los republicanos afirman que no; sino que harán como ellos. Pero, en silencio, temen que, si esto sucede, Cleveland, que no tiene su empleo de Presidente en más que su reputación de hombre honrado, sacará de sus puestos a los demócratas culpables, como con todo cuidado y paciencia está sacando ahora a los republicanos.
Este reconocimiento de los derechos del partido, como se dice en la parla política, ha sido mucha parte al buen acuerdo que ya se nota, o por lo menos al mayor acuerdo, entre las agrupaciones que contienden por el predominio en el gobierno demócrata, y puede a la fecha tenerse por cierto que con una cordura que en un hombre político no hay como alabar, el Presidente, si bien no esconde sus aficiones librecambistas, y todas las que derivan de ellas, está decidido a irlas subyugando a las condiciones reales que aún estorban su triunfo, y prolongan, aunque para poco, el de los defensores de la tarifa alta; a cuya muestra de res. peto se sienten agradecidos los proteccionistas, que por la boca de su jefe, Randall, celebran "la gran prudencia y patriotismo del Presidente", y abogan desde ahora por su reelección, cuando Randall mismo era uno de los candidatos. Y Carlisle, el último Presidente de la Casa de Representantes, que comparte con Randall el influjo sobre sus miembros, dice punto por punto lo mismo, lo cual hace creer que, aunque cada facción esté en Octubre en su puesto, ambas aceptan un mismo árbitro, y estarán a lo que él componga y determine.
Esta concordia es también favorecida por la urgencia de no aparecer divididos e incapaces de soluciones precisas, en momentos en que la penuria pública, imperceptible acaso desde afuera, va siendo ya tan recia que no hay cómo sacar el pensamiento del modo de aliviarla. Si de afuera no compran; y adentro no hay para qué, y las fábricas a gran costo siguen acumulando productos que nadie consume, o reduciendo al consumo sus productos, o cerrándose, como ya están centenares de ellas, y estarán otros centenares pronto, ¿qué se hará el ejército de obreros? ¿qué entretendrá las mandíbulas de este gigante?
Nadie tenga en su casa un oso, que no haya provisto manera de darle de comer. ¡Qué desbarajuste enorme, el día en que, en un país como éste, donde el interés personal es la ley, sientan todos que el terreno que pisan se les escurre bajo las plantas, y, con todos los hábitos pomposos del lujo, se revuelvan coléricos a todos lados, a las fábricas cerradas, a los ferrocarriles detenidos, a los barcos vacíos, a los obreros amenazadores, comidos del horror de la vasta pobreza! A esto hay que poner mano, y esto va a suceder, si no se evita a tiempo, en el período de esta misma administración democrática. Toca a los demócratas ir llevando en salvo al país por entre los conflictos a que lo ha traído la administración de los republicanos. El comercio exterior, es muy escaso: es necesario estrechar amistades, abrir caminos nuevos, celebrar tratados útiles, crear el comercio.
Rebajar de una vez la tarifa, abarataría la vida del obrero., y el costo de la materia prima, lo que permitiría producir más barato y competir en el extranjero con Inglaterra, Francia y Alemania'; pero como ya estos países tienen hecho lo que aquí está por hacer, la producción barata, inundarían los Estados Unidos con sus manufacturas, antes de que las fábricas americanas pudiesen estar en posición de exportar en las nuevas condiciones a menor precio; y privada de súbito del consumo doméstico, único que hoy la alimenta, la industria nacional, levantada a tanto costo se vendría abajo: de modo que hay que ir combinando con todos estos elementos la reforma de la tarifa: el problema es éste, legislar de manera que se abarate la producción sin que perezca la industria.
Y, ¿en qué buques va hoy por los mares el comercio americano? En buques ingleses, dinamarqueses, italianos, alemanes, noruegos. No hay marina mercante americana. Allá en tiempos de antaño, por favorecer a unos constructores de buques del país, acordó el Congreso que ningún buque que no fuese construido en arsenales de los Estados Unidos, podría llevar bandera americana: y como, por excluir así los buques de fábrica extranjera, los constructores americanos quedaron dueños del mercado, impusieron sus precios, más altos que los de los demás países sobre que, por la alza general que origina el sistema protector, el costo de producir los buques americanos era en realidad mayor que el de los de otras tierras: de modo que desapareció de las aguas, o punto menos, la marina mercante americana. Si la hubiera, el dinero que ahora se paga por llevar el comercio de los Estados Unidos a los buques extranjeros, quedaría en bolsillos americanos y contribuiría a la riqueza pública.
Es necesario que vuelva, pues, a la Nación el caudal que neciamente se está pagando fuera de ella. Hay que reconstruir la, marina mercante. Hay que abaratar la producción de los buques; pero como esto no puede ser tan de prisa cuanto la angustia pública requiere, hay que habilitar a los buques de fábrica extranjera para llevar bandera americana.
En estas meditaciones se juntan y concuerdan; apegados tanto por razón patriótica como por el interés de partido, los bandos en que se dividen los demócratas, muy divorciados entre sí sobre estas mismas cuestiones, pero convencidos ya, a lo que parece, de que no es éste el tiempo de extremarlas, sino de acomodarlas de modo que resuelvan, de un modo amplio y generoso, los problemas presentes. En plegar y moldear está el arte político. Sólo en las ideas esenciales de dignidad y libertad se debe ser espinudo, como un erizo, y recto, como un pino.
Queda arriba reflejado, con el reposo que la calma de primavera permite, el estado interior de esta tierra, y por dónde y adónde van las fuerzas que la componen y dirigen. No está acaso demás advertir' que estas cartas humildes van dispuestas de manera que, sin fatigar al que las lee con la relación de hechos menudos y nombres que apenas a la distancia entendería, no quede sin embargo espíritu de persona, o de suceso que acá influya que, sin que lo parezca acaso, no esté, en una frase u otra, y en el lugar en que hace juego, expresado en estas cartas. De manera que a veces, tratando a la larga un solo asunto, van envueltos en él, sin que se vea en la superficie, otros muchos incidentes y detalles menores, que dados uno a uno, y sin aquella armonía, ni dieran tan clara idea del movimiento y elaboración de esta República, ni dejarían que el que leyese viera de bulto y en globo, como debe ver, las fuerzas que en ella se acomodan y agrupan.
¿Hechos menores? ¡Pues si cada día es un poema! ¡Cada número del Herald es, a su modo, un poema! En estos días, muchas mujeres que se matan; una, con todos sus hijos; otra, la hermosa hija soltera de un labriego, educada en un seminario, que viene a morir a New York en un hotel:-y su padre tenía la mano en el arado cuando recibió la noticia; otra, una niña apenas, sobrina de la viuda de Lincoln, se dispara, en su cama de colegio, una pistola sobre el corazón. Muchos hombres se matan, alemanes los más de ellos: viven hasta su último centavo: con él ruedan.-Hay mucha carrera de caballos, con caballeretes de casa rica que montan bien y saltan mucho. Hay mucho juego de pelota. Hubo hace días mucho coche, en la parada de ellos, que hacen aquí en remedo de la de Inglaterra, y fue muy pobre, no porque los coches no fuesen tan caros y los caballos tan buenos como los de los ingleses, sino porque la costumbre no es del país y se despega de él. Acá no hay en las venas esa sangre hereditaria, que sale por sobre los vestidos. Acá no se ha refinado esa costumbre pintoresca, muy fina donde es antigua. Acá no hay en los colores de los coches aquellos juegos que en París renuevan y mejoran la costumbre inglesa, y alegran la parada. Acá, con vestirse las señoritas que van en la imperial del carruaje, de crema y de lila: y los señoritos ir tocados con una chistera blanca, que en Venezuela llaman pumpá, y en Colombia cubilete, y en Cuba bomba, y sorbetera en México, y galera en otras partes, denotándose con la dificultad de apellidarlo noblemente, que el tal sombrero en sí es ruin, -ya creen que van bien, cuando no van. Acá, los de los coches van sentados con tal encogimiento y gravedad, como las sombrillas y bastones que lleva el carruaje a un lado en la bastonera de. mimbre. Acá se ha dicho mucho, sin embargo, de esta parada de los coches.
Y entre otros muchos hechos, dos hay, que no son para olvidarlos. Es el uno que Beecher, quien a pesar de su moderado atrevimiento, será juzgado con justicia, no sólo como el mejor orador sagrado, sino como uno de los gloriosos atrevidos de este país,-ha comenzado una serie de sermones en que pretende, del brazo de la teología y ciencias que la ayudan, conformar el espíritu religioso al espíritu científico: ¡como si, a manera de perfume, no se escapara de la ciencia, la religiosidad! ¡Mientras más hondo, más alto!
Y el otro hecho es que la hermana del Presidente, que es dama de voluntad propia que no quiere vino en la mesa de su hermano y anda enojada con él por esto, vino a arreglar por sí misma, desde la Casa Blanca en que preside, hasta New York, la publicación de un libro suyo, notable y encendido a juzgar por la muestra, en que reúne sus ensayos éticos, estéticos e históricos.
Quien quiera ver a la hermana del Presidente, vaya de mañana a la Casa Blanca, y la encontrará, vestida de una bata de franela, con una rosa mal prendida al lado, encorvada sobre sus cuartillas, caídos sobre la frente los rizos sueltos del cabello gris que usa corto, y abierta a la derecha una obra de Hume, que la enoja, y a la izquierda las Capitulares de Carlomagno.
José Martí
La Nación. Buenos Aires, 15 de julio de 1885