Nueva York, 28 de febrero de 1884
Sr. Director de La Nación:
Era el día aniversario de Washington, 22 de febrero.-La generosa luz del sol como de gala queriendo hablar, se esparcía por-limpia atmósfera. Desde el edificio del Herald, todo colgado de luto, al parque de la Batería donde se sientan hoy aguardando empleo los inmigrantes, y se despedía, cien años hace de sus llorosos oficiales, Washington,-es todo masa humana. Entre un borde y otro de la calle; queda apenas vereda estrechísima, por gente de todo linaje y puesto transitada. Ya es un galán inglés de burlas, todo nuevo y lustroso, con botines de proa aguda y bastón de puño de plata, remachado al rudo y bello modo de los antiguos indios. Ya criadas de servicio, lo que no obsta a que vayan de seda y terciopelo, y si son de buen rostro, perseguidas por ojos avarientos de mancebos de faz rasa y cabello recortado:-nuestros- tiempos son temibles: corre miasma en las venas; todo es como esos mancebos y esas mozas: el deseo es el sueño, y no se disfraza ya de amor, que le da. cierto buen parecido: con tal prisa se vive que no hay tiempo para vestir los apetitos: algo como un cerdo ha hecho su corral en nuestro cerebro: -pero aquella mañana-aquella mañana los cerdos huían a manadas, espantados como si corriera viento de águilas.
Pasaban entre el hilo de gente cada vez más oprimido, niños rubios y blancos, como si fueran botones de rosas traídos a abrirse al aire de la gloria de aquel día,-o florecillas de colores, a posarse volando sobre los féretros; pasaban, envueltas en ricas pieles, damas de visible alcurnia; andan siempre las damas, como si fuesen coronas en torno de la gloria: hombres tristes pasaban, guitones infelices, jirones ya de hombres; a los vendavales de la vida rotos, la color amarilla, la mirada larga y seca, revuelta la barba, los pantalones dé bajos roídos, los gabanes con los codos abiertos, el sombrero de fieltro alto, no sin ventanas, y en la boca, por calentarse tal vez los labios finos de hambre, una pipa encendida. Las campanas de la vieja iglesia de la Trinidad, tocan a duelo. La casa roja del telégrafo, que en el mástil perdido en las nubes ha izado flámula de luto, interrumpe un momento la labor de colmena colosal de su millarada de operarios. Por delante del telégrafo de madera que hace pocos años inventó Morse, van a pasar--digámoslo ya al fin-los expedicionarios de la "Jeannette", que vuelven muertos del Polo. ¿A qué los sepultan en la tierra si ya tienen sepultura en los corazones? Los héroes son propiedad humana, comensales de toda mesa y de toda casa familiares.
La policía a caballo empuja brutalmente sobre las aceras a la muchedumbre que llena el centro de la calle y echa contra los edificios a los que salieron de mañanita a tomar puesto, o corre despavorida a chocar contra la masa compacta que empuja, Broadway abajo. Por sobre las cabezas, unos carretoneros suben a un Banco una caja de hierro. Ya vienen, ya vienen cubiertos de coronas, envueltos en la bandera americana, precedidos de gente de mar, robusta y grave, los cadáveres que desde el hielo ártico vuelven a la ciudad que les armó el buque hace cinco años, a que los llevase a buscar lo que no se sabe, y en la mañana clara de un ocho de Julio saludó su partida de San Francisco al son de cañones de fiesta y del clamor de los californianos conmovidos, que decían adiós con sus pañuelos y con sus lágrimas a aquel hermoso buque lleno de banderas. Ya vuelven, y se siente que pasan por lo que sufrieron y por lo que enseñaron, no maquinistas, no fogoneros, no gente de maniobra, no médico, botánico y capitán, no un féretro vacío, del teniente Chipp, a quien no se ha hallado, sino gigantes. Los hombres levantan a sus hijos sobre sus cabezas; yo, que esquivo procesiones, llevé al mío, y lo levanté sobre mi cabeza. Mi hijo se echó a llorar. Las mujeres que pueblan las ventanas y los techos de los colosales edificios de comercio, aquel día respetuoso, saludan a los muertos con sus pañuelos, y a los sobrevivientes, ciegos o escuálidos que los siguen, y a sus mujeres y parientes, que van en carruajes. Los hombres, conmovidos, se quitan los sombreros. Cerca de la iglesia de la Trinidad, rodeada del cementerio viejo, y junto a la casa del Herald, apenas puede el cortejo romper la masa muda. La iglesia dobla; todas las cabezas están al aire frío: en los sótanos de la casa, reposan como montes arrodillados, las formidables prensas: los carros fúnebres pasan en silencio: sobre las cruces de los mausoleos están encaramados los vivos: el sol luce radiante; y por el aire, por detrás de la iglesia, pasa la locomotora.-El cortejo sigue: en una esquina de la enorme casa de correos, flota como saludándolo, un jirón de la gasa que vistió al edificio cuando murió Garfield: los muertos cruzan, como si para recibirlos dignamente se lo hubiese la patria preparado, el puente de Brooklyn : y en el tope de las torres del puente, al paso de los sublimes vencidos, las banderas se bajan a media asta. ¡Es solemne esta ofrenda en la altura!-La merecen, la merecen estos hombres que sacan llanto de respeto a los habitantes de una ciudad que no ama el llanto y goza o ruge. Los hombres se sienten agradecidos a los seres extraordinarios, a los que les despiertan en el espíritu alarmado o aturdido la generosidad, el impulso expansivo, la comunión con lo Eterno y el Universo, la nobleza redentora y deleitosa. Todo lo que conmueve, agranda. Una hora de dolor puro, privado, acrisola: público, disminuye las probabilidades de próximos crímenes. Los espectáculos grandiosos, recompensan a los buenos, y hacen dudar, cuando no convierten, a los malvados. Ni a los hombres ni a los pueblos debe ahorrarse el dolor que purifica, ni los espectáculos solemnes, que educan, revelan y salvan.
La merecen, la merecen esos conmovedores peregrinos que cayeron como mástiles tronchados, uno junto a otro, sin cobardía y sin queja, muertos de hambre sobre el hielo, por el delito ¡siempre penado! de entrar en lo desconocido. Pusieron el pie en el misterio, que los tragó iracundo. Coronado señor parece el Polo, con los pies en las entrañas de la tierra, entre cumbres de montes blancos asomado, con la diadema boreal ceñida a la helada cabellera,-que al sentir en sus nieves pasos de hombre, levántase de entre las montañas que lo abrigan, desata como quien echa un mar al aire sus resplandores, y lanza a rodar los montes sobre los caminantes atrevidos.
Y aquellos fueron bravos, que en el lomo de los montes cabalgaron, y vivieron dos años en el hielo.-Contar, no nos es dado. Es cosa heroica, pero aunque de ayer, ya antigua.-Les salió el rey al paso, y se metieron por el corazón del rey. Los cegó con su luz y les cerró las gargantas con su frío, y ellos siguieron andando, cerradas las gargantas y ya ciegos. Les rompió el rey el buque, y se echaron, en maravilla que postra de asombro y respeto, al hielo, en botes. Les cortó el hielo el camino, y así anduvieron sobre él con los botes a rastras. Se les cayeron los ojos del rostro y las carnes de los pies, y anduvieron sobre los huesos desnudos, con muletas hechas de troncos de árboles. Triunfaban, hielo arriba. El capitán iba delante, con el mapa y la bandera: en las barbas del rey tomaba notas del aterrador dominio. Detrás un hombre hermoso, con un martillo, hercúleo, derribando témpanos;-¡héroes ruines, frente a aquellos desnudos, los que se entraron por las selvas cálidas, rompiendo indios! Detrás el héroe mísero, que andaba sobre los huesos de los pies. Detrás, dos perros secos, halando el trineo cargado de medicinas. Detrás, sin que sé le viesen las alas, por tenerlas tendidas sobre todos, el tierno médico. Palpaban lo insondable. ¡Se aflojan las rodillas, y se doblan, de pensar en aquella marcha en el silencio! ¡oh manos de hombre, oh manos bravas, que estuvieron puestas, como para desgarrarla y entrarse por ella, sobre la envoltura del misterio! ¡qué enojo, el de la naturaleza perseguida! Se vuelve hacia el hombre, y como el tigre al cazador, de un golpe de grifo lo desfibra y aplasta. Gruñe y tiende. Parece verla en el Polo sombrío, satisfecha y huraña, acurrucada en la luz, como un monte sobre un arroyo seco, junto a los diez vencidos. De hambre cayeron, apretados, como soldados, el uno junto al otro, primero los marineros; el capitán, después; sentado, el médico. Sentado lo encontraron, vestido con las ropas de todos, con la pistola del capitán en la mano, velando a sus compañeros muertos. Ya tocaban la tierra: a siete millas había chozas; ¡se es hombre, y se muere! Morir es lo mismo que vivir y mejor, sí se ha hecho ya lo que se debe.-¡Se extinguían, como llamas apagadas! El capitán llevaba un diario, en que no hay una queja. Horas antes de morir, llegada la del rezo protestante, recitaron a medias, ya exhaustos, y no por miedo sino por leal práctica, los oficios del culto. Se roían las carnes. Comían de un perro muerto, se comieron sus mismos zapatos, y toda la piel de sus abrigos. Los vivos se vestían con la ropa de los difuntos. Y se apretaban. Ante el botánico, que agoniza, el capitán que lo amaba, toma su diario y escribe: "Mr. Collins está agonizando."-Y echa el diario por encima de su hombro, cae de un lado, y a su vez muere. Monte de hombres, frente al monte de hielo. El buque está enterrado, y cubierto de nieve hasta los topes. ¡De aquel cerro de cadáveres, comienza a salir luz!
En artículos de periódicos y discursos, se dice que están enterrados y reposan. A Irlanda han llevado uno, con honores grandes, a Collins. A De Long, el capitán, lo han enterrado con coronas de flores de todas las naciones. Por dondequiera que pasaron, los honraron, y les dieron guardia, y como quien condecora a un soldado, les pusieron sobre el sarcófago, medallas: Han traído, como si trajeran templos, esos cadáveres desde las nieves boreales; mas, ¿dónde están los cirios apagados? Un clérigo ha tenido para estos hombres una frase hermosa, aunque pueril: "Dichosos los que asen la guirnalda de la fama, aunque sea con la mano helada de la muerte". La fama es un mito útil. El deber, que deleita, rige a los hombres. El guía, él salva, y él basta. "Reposan en la gloria" dice con frase vieja, otro clérigo.-No reposan-¡se esparcen! No se es hombre: se es fuerza, se es Naturaleza.-Se han devuelto, crecidos, a la eterna alma humana.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 17 de abril de 1884