CARTAS DE MARTE Nueva York, Abril 23 de 1885
Señor Director de la Nación:
Siempre por estos meses, en que empieza a cesar la vida exuberante del invierno, y a prepararse la larga vacación de estío, son escasos los sucesos de importancia, para quien no tiene la mente de gacetero de crímenes, que en la quincena actual han sido terribles, y entre gente de cierta pro, como revelando la agonía profunda de un país donde los afectos íntimos no son bastante dulces y sagrados para sobrellevar el peso enorme de esta vida de bestia de hipódromo, apretada y seca, como las fauces del que camina largo tiempo por un desierto en que no hay remanso en que apagar la sed.
¡Mantengan la casa, las que quieran pueblo duradero! ¡Y malhaya los ferrocarriles, si se llevan la casa, que viene a ser como el hígado, que limpia todas las impurezas de la vida! Esta vida de cartón y gacetilla que se lleva ahora, no es buena. Es mejor vivir como los antiguos griegos, sin ventanas a la calle, ni en toda la casa más que una sola puerta; o como vivíamos antes en nuestros países de América. con aquella claridad patriarcal que fomenta la sabrosa virtud, y que la riqueza fácil, y las ventajillas de apariencia que permite, y las rivalidades que crea nos deslucen ahora. Una mañanita de nuestros antiguos domingos, cordial y comunicativa, vale tanto como un ferrocarril o un puerto. Hace cinco años, un pobre suizo, arrepentido de haber puesto en vida miserable a sus tres hijos pequeñuelos, se los echó a los brazos, se fue con ellos a una selva, y, en lo hondo de un pozo, se ahogó con elles.
Dos años ha, la mujer de un conocido médico de locos que ahora mismo hace de testigo en el pleito de una hija desheredada, so capa de demencia. por su padre, se encerró con todos sus hijitos en su alcoba. y con una pistola nueva, les dio muerte, y se la dio ella. Hoy, el hijo de un caballero que fue Ministro de los Estados Unidos en Europa, se lleva por la orilla del mar a su madre y hermana, y las mata, "para que sean más felices", y se mata. Maridos que de una descarga de revólver se llevan a sus mujeres y a sus hijos, y sus propias sienes con ellos, los hay aquí, por celos y por pobreza, cada día.
Algo falta, que refrene. En este pueblo de gente emigrada, falta el aire de la patria, que serena. En este pueblo vasto de gente aislada y encerrada en sí, falta el trato frecuente, la comunicación íntima, la práctica y fe en la amistad, las enérgicas raíces del corazón, que sujetan y renuevan la vida. En este pueblo de labor, enorme campo de pelea por la, fortuna, las almas apasionadas de soledad se mueren; o apenas acaba el goce de la riqueza, ya se vuelan el cráneo, porque les parece que no hay más goce. Y a más, en esta época de renovación del mundo humano, los ojos desconsolados se vuelven llenos de preguntas al cielo vacío, gimiendo junto a los cadáveres de los dioses. De esos crímenes, por sobre todo otro suceso, o falta de otro mayor, se lía hablado principalmente en estos días.
De ese hombre joven que mató a su madre y a su hermana, dicen que en todo este año último lo vieron silencioso y torvo, como si le doliese tener que vivir, con sus gustos de universidad, en un pueblo de gente de trabajo, que ara la tierra y comercia con sus frutos: ¡como Si hubiera sobre la tierra nobleza mayor, ni impresión más sana y dulce, que la que pone en un alma limpia el espectáculo de la hermosura de la Naturaleza, y el tráfico con sus fuerzas vivas! Ver trabajadores, repone. Vivir en ciudad, enjuta. Ese infeliz caballero sufría de verse con más apetitos que modos de satisfacerlos: y era como otros tantos de mente de hormiga enferma: padecía de no poder vestir bien, ni poseer grandes trenes por los pueblos de baños en verano, ni ostentar en clubs y teatros en invierno la abundancia de otros condiscípulos suyos más afortunados. Parece que el rencor le fue creciendo en el pecho, donde le anidaban algunas buenas condiciones; y en vez de hacerse, de su propia sangre cuajada, un pedestal en que afirmarse contra los vientos de la vida, era de los que, por traer en el cerebro unos granos de talento, o en los hombros un retoño de alas, ya se imaginan que la tierra entera está obligada a servirles de pavés, como a un triunfador o a una maravilla, y a traer a sus plantas, como a un conquistador, todo género de presentes y de ricas frutas, sin ver que en la tierra, con las propias manos se ha de sembrar con esfuerzo, y con la propia sangre se ha de regar con dolor, toda fruta con que se haya de enjugar los labios. No hay corona como la de la entereza en la adversidad. Se sale de ella, a menos que no se tenga una virtud implacable y excesiva, siempre que se pone el cuello al yugo del trabajo, que no estorba, sino estimula, los centelleos del genio, cuya sublime e irremediable intranquilidad suelen confundir los que no lo poseen con las inquietudes punzantes que provienen de la desigualdad entre las aspiraciones prematuras y su realización penosa. El genio verdadero, fuerte de naturaleza, y seguro de un reconocimiento final, acá o allá, no gruñe, ni se impacienta, ni da valor a riquezas pasajeras: trabaja, aguarda y desdeña. Se mete las manos en el corazón sajado y caído, y cuando las retira, con un dolor que da luz, llenas de su sangre propia, sonríe deliciosamente, complacido en su valor; y para beneficio de los hombres, las manos cuentan lo que han visto; o con el verde de la hiel hacen esmeraldas, y con el rojo de la sangre hacen rubíes, y con sus lágrimas diamantes, que montan en firmes estrofas, como un joyero sus piedras, y ofrecen a los hombres curiosos, que no saben qué gemidos saldrían, si se rompiesen., de aquellas joyas finas. Mientras más cruel es el desengaño, más acerada es la espuela heroica. El dolor excesivo empuja el alma a las resoluciones grandes. Los cobardes, dan en la boca de una pistola, y con el humo de la pólvora se desvanecen. Los enérgicos, aunque desgranándose en lo interior como un rosario al que se rompe el hilo, echan manos a la espalda, al arado o a la pluma, y con las ruinas de sí mismos, fundan. El hombre tiene que ser abatido, como una fiera, antes de que aparezca el héroe.
En ese pobre mozo que mató a su madre y a su hermana, parece que pudo tanto la certeza, aparente a sus ojos, de la inconformidad de un espíritu superior con la vida usual, y el rencor a ésta-que tardaba en satisfacerle-llegó a ser tal, que no creyó bien dejar tras sí, en una existencia infecunda e injusta, a su hermana y a su madre, a quienes amaba: y se las llevó consigo. Algún pesar de familia, que apenó la casa, le decidió la mano. Hoy, sus condiscípulos compasivos, que le recuerdan como al alumno más brillante que tuvo en estos años el Colegio de Yale, que es aquí una especie de Oxford, le han cubierto su féretro de rosas: y con noble piedad el pueblo de Greenwich, cuyas doncellas acompañaron a la sepultura a su amiga Eleonor, han enterrado juntos a la madre y la hermana, y al infeliz hijo.-¡Ah! una mente exaltada, un corazón ambicioso, cuestan mucho de llevar a salvo por la tierra. ¡Con que el decoro mismo, se salva a penas! Bien hacen, pues, y un bien radical y urgente, los presidentes de colegios que, obedeciendo a esa analogía indispensable entre la vida de la nación y los elementos que han de continuarla y vivir en ella, se han decidido a abandonar el programa extemporáneo y férreo de la vieja educación universitaria, y a ir poniendo sus colegios de manera, como el benéfico Ezra Cornell quería, que cada uno pudiese seguir en ellos la línea de estudios a que se sintiese más aficionado. Este Cornell fue, como Cooper, un hombre de trabajo, que fundó un Instituto donde los americanos modernos pueden educarse en los conocimientos nuevos, necesarios para luchar con fruto por la Y-ida en la época moderna.
En primavera se congregan siempre, para departir sobre los problemas e intereses en curso, las corporaciones en los Estados Unidos: los presidentes de colegios como los ministros de las sectas religiosas, los sastres, que quieren reformar el vestido de etiqueta, corno los artistas americanos, que no han podido crear aún más que dos tipos, con color falso y ejecución burda, el viejo de barba en halo, como la de Lincoln, con sus botas recias, su chaleco corto y su sombrero de fieltro; y cl pequeñuelo de las calles, que con cara más rosada e ingenua que la que tiene de veras, reproduce el pintor Brown en lienzos conmovedores y picarescos. Ahora están en exhibición los cuadros de los artistas americanos. No se inspiran en su propia naturaleza, por lo que no traen su nota propia al arte; ni les es esto posible por desdicha, por ir ya el arte tan adelantado que los que quieren estar en sus mercados, y venderse en él, tienen que tomarlo al paso que van, y como él es, desprendido de vida centurial en otros países; de modo que el arte americano no puede traer, al saltar de súbito a la arena, más que ciertas originalidades menores, que por el escaso relieve artístico que todavía alcanza acá la vida nacional, no tienen aún valer de tipos universales, en todas partes estimados y reconocidos, sino méritos secundarios de tipos locales, sólo apreciables para aquellos que ven de cerca su exactitud o se sienten movido ante ellos el corazón .por las relaciones de sentimiento y la memoria, que siempre gustan de traer por medio del lienzo a la presencia del espíritu lo que causó en ellos alguna vez una impresión penosa o halagüeña.
El Arte, como la Literatura, ni se improvisa ni trasplanta; ni trasplantado, da buen fruto. Para ser poderoso, ha de ser genuino. En pintura, como en letras, sólo perdura lo directo. El Arte ha de madurar en el árbol, como la fruta. Se va haciendo despaciosísimamente, mediante la agrupación tenaz e indisoluble de los elementos nativos y distintos que, por los caracteres peculiares de la naturaleza o los productos condensados y resistentes de especiales direcciones del espíritu, constituyen al fin de larga vida el carácter nacional, que, como se sale el alma al rostro, en el Arte y en la Literatura se reflejan. Están ahora estos Estados Unidos definiéndose y condensándose, y en un período de monstruosa elaboración e incesante allegamiento, en que apenas se entrevén cuáles elementos han de descartarse, y cuáles de permanecer en la Nación definitiva; de modo que, a más hacer, el arte americano, por mucho que quisiera apartarse de las seducciones del mercado que lo incita, no podría más que pintar, con los métodos extranjeros, los paisajes de una naturaleza que tiene más de grandiosa que de peculiar, y los tipos de accidente que en esta época de formación han alcanzado alguna relativa permanencia: el soldado de la guerra del Sur; el negro voluntario; el estanciero viejo; el explorador del Oeste; el esclavo en día de fiesta: el muchachuelo de New York. Y es curioso de ver cómo la mujer norteamericana no ha podido aún lograr una expresión durable en la pintura; ya porque los artistas, educados en el estudio de tipos europeos más armoniosos y flexibles, las hallen, como en verdad están, faltas de femineidad y delicadeza, ya porque con aquellas ductilidad y porosidad mayores que son propias de su sexo, se amoldan con tal rapidez a las fases de civilización por que precipitadamente su pueblo atraviesa, que en ninguna de ellas persisten por tiempo suficiente para constituir un tipo fijo. Más que por condiciones propias, la mujer americana es original en cuanto a espíritu por su asombrosa falta de estas condiciones; y es como un vaso de madera amarga, que en el primer momento guarda el licor que va el azar vaciando en él, algo como su sabor legítimo, aunque ya un tanto derivado por el natural del vaso, mas a poco, .por encima del sabor del líquido extraño, sobresale la amargura nativa de la madera. Escurridiza como un reptil, vacía como una vejiga, la mujer americana va de una forma a otra, sufriendo rápidamente influencias extranjeras diversas con todos los hábitos y servidumbres del harén en medio de una sociedad libre, que no ha alcanzado a caracterizarla y dignificarla, siendo más digna por el tácito asentimiento de los demás, que por ningún esfuerzo o deseo propio. Por estos tantos resulta que no se ofrece a los pintores como tipo original ni en espíritu ni en cuerpo. Ni los retratistas mismos hallan modo de espiritualizar con el pincel la abuela entonada, la matrona fría, la granítica doncella, cuya faz ni se ilumina ni se adelgaza con los bellos sustos y angélicas consagraciones de las novias. Modelos de trajes, y no almas en transfiguración, parecen aquí los más perfectos retratos de recién casadas.
Escasez, pues, por todas estas razones, tanto de asuntos nacionales como de espíritu nacional con que tratarlos, los artistas americanos que con la buena venta que en estos tiempos alcanzan las pinturas han florecido copiosamente, se limitan, dentro de las maneras de ejecución que gozan ahora mayor precio y boga, a tratar los sujetos usuales del arte moderno, o los correspondientes, y en relación nuevos, que les ofrece directamente su país. Aquel modo de ver heredado, aquella acumulación de métodos originada lentamente en la contemplación de unos mismos espectáculos por los pintores de diversas épocas de una misma raza, que para al fin en una escuela, o cierta particular sustancia del arte de cada país está manifiesto aún en los métodos más personales y distintos, de sus artistas,-aquí faltan. Cierta crudeza, cierto abocetamiento, cierta prisa, cierto desdibujo, o contradibujo, cierto exceso en la condición dominante, que es condición de la juventud, en el arte como en todas las demás manifestaciones de la vida, sí se notan, como defectos típicos nacidos de causas comunes, a modo de impresión general de la exhibición.
Y sin querer, y cuando iba esta carta a hablar de la buena reforma que han acordado los profesores del Colegio de Harvard, se ha dado cuenta de uno de los sucesos más señalados de estos días, que ha sido la exhibición de cuadros de artistas americanos, congregados a competir por los cuatro premios, de a dos mil quinientos pesos cada uno, que, para animar las artes nacionales, tienen fundados las ciudades de New York, Boston, Louisville y San Luis, cada una de las cuales tiene su museo. que compra en esa forma la obra que premia: y hay además otros premios menores, creados por americanos entusiastas que aman la pintura, y son, en New York al menos, bastante numerosos. ¡Ah! ¡cuán diferentes resultados, los que hasta la fecha, y con tanto ánimo y precio, ha dado el arte rudo o imitativo de los Estados Unidos a sus practicantes, y el que, sin estímulo ni campo, ni más que una sola y buena escuela, rica en cuadros antiguos, lleva dado, con sus estudiantes, geniosos y pobres, el arte en México! Allí, a las pocas tentativas, rebosó lo que aquí falta: la personalidad. Al punto, la historia legendaria del país comenzó a estimular la fantasía de los jóvenes pintores. La atmósfera musical y luminosa de la tierra de México se puso en sus cuadros. Se ve en muchos de ellos, como que fundó la nueva escuela un dibujante eximio, un ultradibujo, que, de puro embellecer el asunto, lo desnaturaliza y recorta.
Pero, si ya en la primera generación de pintores modernos mexicanos, -Rebull, Pina, Cordero, Sagredo, Ramírez,-se nota, a pesar de la excesiva sumisión a las enseñanzas del español Clavé, en el Jesús de Sagredo arrobadora idealidad, en Cordero osadas excursiones en el verde y en la sierra, en Pina solidez que Alma Tadema envidiaría, en Rebull transparencia y bruñimiento-que a los de ningún pintor moderno ceden, -ya en la generación de jóvenes a quienes éstos enseñaron ¡qué irse cada uno, éste con tamaños históricos, aquél con feminismo italiano, el otro con elegancias parisienses, por donde el genio libre, enfrenado por el buen dibujo, le mandaba! enfrenado, porque para dejar de hacer academias, es necesario haberlas estado haciendo mucho tiempo.
Sin compradores, y con escaso público, pintaban, con un celo triste y solitario, Obregón, con esmero y color, sus cuadros de indios; Ocaranza, el más independiente y original de todos, sus cuadros de asuntos modernos, elegantes a veces como un pasaje de Francois Coppée, simbólicos y terribles otros, como un cuento de Edgard Poe; y Parra pintaba, con vuelo no igualado por ninguno de sus profesores y condiscípulos, ya a los mataderos de Cholula, cubiertos de hierro, ya a Fray Bartolomé, encendido siempre en los ardores a que le movieron los espectáculos tristes de la Española en tiempos de Enriquillo, pidiendo al cielo, a las puertas de un templo profanado, justicia para el indio gallardo que yace a sus pies muerto, para su desposada de pies desnudos que se abraza sollozando a las rodillas del dominico.
¿Cómo no acordarse, teniendo sangre leal de hispanoamericano en las venas, de estas glorias sofocadas y desconocidas de nuestro arte latino, enfrente de estos paisajes violentos de Chase, no como los de Ve. lazco el mexicano, poderosos; de estas marinas, acabadas, mas sin brío, de Swain Gifford, que sigue a Tieppolo; de estos retratos de Sargent, que tiene genio suyo y copia con soltura la figura humana, mas a la manera ajena de Bonnat; de estas playas borrosas de Arthur Quartley, y árabes de Moore, calcados sobre los de Fortuny, y pilluelos de Brown, que, tanto como la fidelidad de la expresión, deben su fama a aquella misteriosa simpatía de las almas bien nacidas por la flor que saca su tallo por encima del lodo, por el niño desvalido que, solo en estas ciudades tremendas, batalla y trabaja? A puñados se quisiera tener el oro, para poner en buen camino a esos pilluelos ingeniosos, a esos escolares cascacabesas, a esos vendedorcillos descalzos, a esos harapientos, críticos de los manjares expuestos en las vidrieras, a esos remendones de sus propios zapatos que con color un poco castaño pinta Brown.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires" 13 de junio de 1885