Nueva York, Marzo 15 de 1885
Señor Director de La Nación:
Yo esculpiría en pórfido las estatuas de los hombres maravillosos que fraguaron la Constitución de los Estados Unidos de América: los esculpiría, firmando su obra enorme, en un grupo de pórfido. Abriría un camino sagrado de baldosas de mármol sin pulir, hasta el templo de mármol blanco que los cobijase; y cada cierto número de años, establecería una semana de peregrinación nacional, en otoño, que es la estación de la madurez y la hermosura, para que, envueltas las cabezas reverentes en las nubes de humo oloroso de las hojas secas, fueran a besar la mano de piedra de los patriarcas, los hombres, las mujeres y los niños.-El tamaño no me deslumbra. La riqueza no me deslumbra. No me deslumbra la prosperidad material de un pueblo libre, más fuerte que sus vecinos débiles, aislado de rivales peligrosos, favorecido con la cercanía de tierras fértiles necesitadas de comprarles sus productos, y al que afluye, al amor de la libertad y a la facilidad para el trabajo, lo que tiene de más enérgico y emprendedor la Europa sobrancera de habitantes, lo que tienen de más puro y entusiasta los partidos humanitarios de las naciones que no han roto aún la cáscara del feudo.
Los hombres no me deslumbran, ni las novedades, ni los brillantes atrevimientos, ni las colosales cohortes; y sé que de reunir a tanta gente airada y hambrienta de pueblos distintos que no se abrazan en el amor a éste en que no nacieron y cuyo espíritu no llevan en las venas, ni del miedo a la vida, acumulado en ellos por los padecimientos heredados y los propios, sacan otro amor y cuidado que no sean los de sí; sé que de reunir a tanta gente egoísta y temerosa, ha sucedido que la República esté en su mayor parte poblada de ciudadanos interesados o indiferentes, que votan en pro de sus intereses, y cuando no los ven en riesgo no votan, con lo que el gobierno de la nación se ha ido escapando de las manos de los ciudadanos, y quedando en las de grandes traíllas que con él comercian. Sé que las causas mismas que producen la prosperidad, producen la indiferencia. Sé que cuando los pueblos dejan caer de la mano sus riendas, alguien las recoge, y los azota y amarra con ellas, y se sienta en su frente. Sé que cuando los hombres descuidan, en los quehaceres ansias y peligros del lujo, el ejercicio de sus derechos, sobrevienen terribles riesgos, laxas pasiones y desordenadas justicias, y tras ellas, y como para refrenarlas, cual lobos vestidos de piel de mastines, la centralización política, so pretexto de refrenar a los inquietos, y la centralización religiosa, so pretexto de ajustarla: y los hijos aceptan como una salvación ambos dominios, que los padres aborrecían como una afrenta.
Sé que el pueblo que no cultiva las artes del espíritu aparejadamente con las del comercio, engorda, como un toro, y se saldrá por sus propias sienes, como un derrame de entrañas descompuestas, cuando se le agoten sus caudales. Sé que a esta nación enorme hacen falta honradez y sentimiento.-Pero cuando se ve esta majestad del voto, y esta nueva realeza de que todo hombre vivo, guitón o auriteniente,-forma parte, y este monarca hecho todo de cabezas, que no puede querer hacerse daño, porque es tan grande como todo su dominio, que es él mismo; cuando se asiste a este acto unánime de voluntad de diez millones de hombres, se siente como si se tuviera entre las rodillas un caballo de luz, y en los ijares le apretásemos los talones alados, y dejásemos tras de nosotros un mundo viejo en ruinas, y se hubiesen abierto, a que lo paseemos y gocemos. las puertas de un universo decoroso: en los umbrales, una mujer, con una urna abierta al lado, lava la frente rota o enlodada de los hombres que entran.
A los que en ese universo nuevo levantaron y clavaron en alto con sus manos serenas, el sol del decoro; 4 los que se sentaron a hacer riendas de seda para los hombres, y las hicieron y se las dieron; a los que perfeccionaron el hombre, esculpiría yo, bajo un templo de mármol, en estatuas de pórfido. Y abriría para ir a venerarlos un camino de mármol, ancho y blanco.
No se ven bien las maravillas cuando se está dentro de ellas. Las colosales figuras, los colosales hechos, sólo a distancia adquieren sus naturales proporciones y se enseñan en su conjunto y hermosura. ¿Qué sabe el gusanillo que anda en las entrañas de la majestuosa beldad, del cuerpo humano? Por un canal se entra; en una celda se aloja; cae, como la langosta sobre los sembrados, sobre todo un tejido: ¿qué sabe él, luzbelillo ocupado en transformar la viña, de las amables líneas del cuerpo en que carcome;-de los mandatos amorosos, veloces y brillantes como rayos de estrellas, que van de un cuerpo a otro,-del velo de luz en que, como el sol a la tierra en la mañana envuelve el enamorado a su querida; ni qué sabe del toldo de rosas a cuya sombra se abrazan y adormecen?
Es recia, y nauseabunda, una campaña presidencial en los Estados Unidos. Desde Mayo, antes de que cada partido elija sus candidatos, la contienda empieza. Los políticos de oficio, puestos a echar los sucesos por donde más les aprovechen, no buscan para candidato a la Presidencia aquel hombre ilustre cuya virtud sea de premiar, o de cuyos talentos pueda haber bien el país, sino el que por su maña o fortuna o condiciones especiales pueda, aunque esté maculado, asegurar más votos al partido, y más influjo en la administración a los que contribuyen a nombrarlo y sacarle victorioso.
Una vez nombrados en las Convenciones los candidatos, el cieno sube hasta los arzones de las sillas. Las barbas blancas de los diarios olvidan el pudor de la vejez. Se vuelcan cubas de lodo sobre las cabezas. Se miente y exagera a sabiendas. Se dan tajos en el vientre y por la espalda. Se creen legítimas todas las infamias. Todo golpe es bueno, con tal que aturda al enemigo. El que inventa una .villanía eficaz, se pavonea orgulloso. Se juzgan dispensados, aun los hombres eminentes, de los deberes más triviales del honor. No concibe nuestra hidalguía latina tal desborde. Todavía asoman, detrás de cada frase, las culatas de aquellas pistolas con que años atrás, y aún hoy de vez en cuando, se argumentaba acá en los diarios en época de elecciones. Es un hábito brutal que curará el tiempo. En vano se leen con ansia en esos meses los periódicos de opiniones más opuestas. Un observador de buena fe no sabe cómo analizar una batalla en que todos creen lícito campear de mala fe. De plano niega un diario lo que de plano afirma el otro. De propósito cercena cada uno cuanto honre al candidato adversario. Desconocen en esos días el placer de honrar.
Las elecciones llegan, y de ellas ve sólo el transeúnte las casillas en que se vota despaciosamente, las bebederías en que se gasta y huelga, las turbas que se echan por las calles a saber las nuevas que va dando el telégrafo a los boletines de periódicos. Se ve aturdir, escamotear, comprar, falsear el voto. Se ve a extranjeros naturalizados votar por su interés especial en daño de la tierra que les da porción en su hacienda y en su gobierno. Se palpa el peligro de dar autoridad en el país a los que no han nacido en él, y no lo aman, aunque se reconoce la justicia de que cada uno de los que ha de llevar las andas al hombro, dé su voto sobre el peso de las andas. Se vive de Mayo a Noviembre viendo ruindades, y en disgusto y alarma. Pero por sobre ellas, y con todas ellas ante los ojos, queda en la mente, sacudida de asombro, un respeto comparable sólo al de quien viera tambalear sobre su quicio un mundo, inclinarse de un lado al abismo, irse ya todo sobre él, y reentrar de súbito en su puesto Conmueven, obrando a la vez, diez millones de hombres. El que los ha visto, en esta hora de faena, siente que la tierra está más firme debajo de sus plantas; y se busca sobre las sienes la Corona. Este es el inevitable hecho épico. Brilla, entre la revuelta y oscuracampaña, como en un cielo gris brillaría una gran rosa de bronce encendida.
Campaña presidencial ninguna fue tan enmarañada, trascendental y significativa como la que dio el triunfo a Grover Cleveland. De lejos, no se distingue tal vez más que el hecho de bulto: la victoria del partido demócrata; y se supone, con error, que implica un cambió decisivo en la opinión y tendencias del país. De cerca, se observa el peligro, punto menos que inevitable, de dejar la política del país, que en las naciones libres no es ya más que la manera de conducir honradamente sus intereses, en manos de una casta de empleados ociosos que no los poseen. De cerca se observa cuán difícil es, luego que ha sido descuidado por la gente proba, recobrar el ejercicio del poder político. De cerca se ve que el cambio no ha sido esencial y durable, sino ocasional y como de prueba: y se ve lo que puede, con una sacudida de hombros, un puñado de gente honrada. Nada más, nada más que esto, un puñado de gente honrada ha dado el triunfo a Cleveland. Mil votos menos, entre diez millones de votantes, y el Presidente hubiera sido un hombre impuro y funesto, un sofista brillante; hubiera sido Blaine.
Cuello a cuello fueron hasta el íntimo instante en la carrera Blaine y Cleveland: y por muchos días después de la elección no se supo de -.eras si había de ostentar en el actual período la Casa Blanca, el piñón, símbolo de los republicanos, o el gallo democrático. Garfield por los republicanos y Hancock por los demócratas contendieron por la Presidencia hace cuatro años: es verdad que esta vez votaron 468,000 electores más por Cleveland de los que entonces por Hancock, pero también por Blaine votaron 393,000 más que por aquel discreto, sufrido, buen Garfield. De un solo Estado de los 36 que tiene la República dependía la victoria de uno u otro candidato: del Estado de Nueva York.
El que lo obtuviese ganaba la Presidencia: nada más que por mil votos ganó el Estado, su propio Estado en que gobierna, Cleveland. No en vano, indomable y airoso, no se confiesa vencido Blaine por su adversario, sino por la casualidad; y con sutil conocimiento de los odios y miedos de su pueblo, los azuza todos, los hila en cuerpo de 'doctrina en un discurso de habilidad admirable, y hace de ellos cartel de batalla con que se propone guiar a su hueste de aquí a cuatro años al Gobierno perdido.
Sabe que el Norte está aún receloso del Sur, y que la administración democrática, por tener en el Sur la gran masa de sus partidarios, y por obediencia a su espíritu y programa, ha de ser benévola con el Sur: lo que Blaine, hábil para manejar a los hombres por sus pasiones, anuncia, seguro de que ha de suceder, y de antemano explota.-Desentrañemos, pues, porque está llena de enseñanza, la elección de Cleveland. Y si antes se pregunta quién es él, diremos que es un caballero del pueblo, y aunque joven, uno de aquellos americanos viejos de mano de hierro y ojo de águila, que no pone ya las botas sobre' la mesa, pero que tiene aún puestas las botas. Tiene los desdenes, la penetración, la ingenuidad, la audacia, la dureza, la nativez del pueblo en que ha nacido. Viene del mercader y del explotador. Viene del puritano y del volcador de los fardos de té. Tiene el ojo puesto adelante, como quien está decidido a llegar.
Tiene la inocencia poderosa de los caracteres primarios, que salen derechamente de la Naturaleza, y deben menos a los hombres que al influjo de su propia originalidad, y a su aptitud para domarlos, mezclando hábilmente la astuta sumisión con que se les halaga al desembarazado desdén con que se les atrae y sujeta: que los hombres y las cosas, esquivos para quienes los solicitan, se apegan, por vil esclavitud instintiva, a quien quiere deshacerse de ellos. Los grandes hombres necesitan ser coquetas. Fácil es, sirviendo a intereses o preocupaciones Poderosas, subir a grandes puestos a ser como antifaces o portavoces de las fuerzas que encumbran; mas ¿cómo no admirar, cuando se sabe lo desamparada y sola que anda la honradez, a quien no llega al triunfo en virtud de complicidad con los defectos de los hombres, sino contra ellos? ¿Quién está en el fondo de los pueblos, como en el fondo de los hombres, que, a despecho de ellos mismos, y con voz determinada e imponente, aconseja al oído lo que en las horas de peligro deben hacer, y los echa por el camino de la salvación, en temporáneo arrebato de virtud, que los sostiene y levanta cuando están al borde ya de la caída? El ángel no visita a Cleveland; lo sublime no le estruja y mantiene en agonía la mente; su espíritu tiene la solidez y llaneza de sus almuerzos: pan y mantequilla, y ancha lonja de carne, y sendo té. Tan sencillo es a veces que parece pueril: pero pensando en él, aunque no fuese más que por el ajuste del hombre a la situación en que adviene, se asoma a los labios -¡qué elogio!- el nombre de Lincoln, que es de los que cuando aparecen, alivian e iluminan. ¿Qué hacen los pueblos que no levantan grandes templos a los redentores de los hombres; y colocan en nichos sus estatuas, y componen con ellos un santoral nuevo, y se reúnen en los días feriados a comentar las virtudes de los héroes? ¿Por Iglesia, claman? ¿Por Iglesia que reemplace a la que se va? ¡Pues he ahí la Iglesia nueva!
Hay dos clases de triunfo: el uno aparente, brillante y temporal: el otro, esencial, invisible y perdurable. La virtud, vencida siempre en apariencia, triunfa permanentemente de este segundo modo. El que la lleva a cuestas, es verdad, tiene que apretarse el corazón con las dos manos para que de puro herido no se le venga al suelo: que tan roto le ponen los hombres el corazón al virtuoso, que si no lo corcose y remienda con la voluntad, saltará deshecho en pedazos más menudos que las gotas de lluvia. Sólo en los momentos de agonía suprema, a que conduce a los pueblos fatalmente la prescindencia de la virtud, acuden los hombres con grande homenaje y alabanza a ella, dispuesta siempre a salvar en la hora de tribulación a los que la olvidan, y no bien se ven por la virtud sacados del apremio, la acusan de gazmoña y estorbosa y de importuna y excesiva, y le empiezan a roer los pies, y la derriban.
Los hombres gustan de ser guiados por los que abundan en sus propias faltas. Véase cómo se apegan con más ardor a las personalidades viciosas, brillantes, que a las personalidades puras, modestas. Sólo en las épocas de crisis, el instintivo conocimiento del gran riesgo y de su incapacidad para librarse de él, les hace aceptar a los grandes honrados. La pureza, de que en lo general carecen, les irríta. En las faltas del que los gobierna, ven como la sanción de las suyas propias. Por una mentirijilla de la conciencia, creen que exculpándolos, se exculpan. Pues que sus pecados no estorban al gobernante para llegar a su alto puesto, no es tan malo el pecar, que el mundo condena y premia. Todos los que han pecado, tienen simpatía secreta por los pecadores. No hay como caer en error para aprender a perdonarlo. Ni hay insolencia mayor que la de la virtud, que con su cara austera, sus vestidos humildes y sus manos blancas, va haciendo resaltar por la fuerza del contraste, las villanerías y mañas criminales de la gente, que cuando la virtud no está cerca no parecen de tanta fealdad, como que, por tenerlas todos por igual, en nadie sobresalen: así es que, en cuanto la virtud asoma, los caminos se quedan sin piedras, porque todos dan sobre ella.
Para el poder, sobre todo, es mal camino la virtud. Los hombres no siguen sino a quien los sirve, ni dan ayuda, a no ser constreñidos, sino en cambio de la que reciben. La autoridad que por su condición de ciudadano en un pueblo de gobierno electoral, o de persona de influjo, reside en ellos, la regatean y escatiman mucho. Todo hombre es la semilla de un déspota; no bien le cae en la mano un átomo de poder,. ya le parece que tiene al lado el águila de Júpiter, y que es suya la totalidad de los orbes. Por eso en estos pueblos en que la autoridad reside, cuando no es en cada ciudadano, en cada capataz de ciudadanos, de que hay cuentos, el que aspira a ganar voluntades tiene que rebajar tanto la suya, que no se sabe cómo se pueda, con grandeza de alma, soportar las vergüenzas que acarrea la conquista del poder. El corazón honrado se revuelve a la vez contra los que humillan, para prestar su apoyo, y contra los que en espera de él se humillan.
Pero el que, cuando necesita del influjo de un capataz de votos, inquiere, antes de procurarlo, cuál es su pasión, para halagársela; o su precio, para pagárselo; o su vanidad, para acariciársela; o el puesto que apetece, para empeñárselo; el que, con mayor apego a sí que a su pueblo o al pueblo humano, afloja en la defensa de lo que mantiene, o lo abandona, o lo defiende con más brío, según acomode a aquellos de quienes ha menester para lograr el mando; -el que, sabedor de que la razón es de suyo, como que está convencida de su justicia, confiada y desdeñosa y la preocupación impresionable y activa, opone a la razón de sus contendores cuanta preocupación, odio y cizaña encuentra a mano;-el que no ve en sus capacidades intelectuales una misión de abnegada tutela de las capacidades inferiores, sino un instrumento eficaz para perturbarlas y dirigirlas en provecho propio; --el que usa para sí lo que no recibió de sí, y no pone en la humanidad, sino que la corrompe y confunde;-el que no ve a los hombres como hermanos en desgracia a quienes confortar y mejorar, aun a despecho suyo, sino zócalo para sus pies, sino batalla de orgullo y de destreza, sino la satisfacción de aventajar en ardides y fortuna a sus rivales; -e1 que no ve en la vida más que un mercado, y en los hombres más que cerdos que cebar, necios a quienes burlar, y a lo sumo fieras que abatir;---el que del genio tiene lo catilinario, cesáreo y luz bélica, y no lo humanitario y expansivo;-el que, como lisonja suprema a los hombres, cae en sus faltas y se vanagloria de ellas,- ése tendrá siempre la casa llena de clientes, y entrará en los combates seguido de gran número de partidarios. Blaine es ése. Ocupados los unos en fabricar riquezas; privados muchos, en la batalla por el pan del día, del bienestar que hubiera podido moverles a ver con celo por el buen gobierno que ha de conservárselo; y abandonados todos, por la solidez que trae al ánimo esta vida precipitada, suntuaria y avariciosa; la política, aunque jamás desamparada de eminentes y pulcros servidores, fue aquí quedando por gran parte, en manos de los políticos ambiciosos, los empleados que les ayudan para obtener puestos o mantenerse en ellos, los capitalistas que a cambio de leyes favorables a sus empresas apoyan al partido que se las ofrece, los extranjeros que votan al consejo de sus intereses y pasiones, y los leales partidarios que, encariñados con las glorias pasadas, o las ideas añejas, recuerdan sólo la cosa pública, con consecuencia mal entendida, los días en que las elecciones les ofrecen la oportunidad de ejercitar su autoridad y confirmar su fe.
Las grandes almas, modestas y vergonzosas 4e suyo, sólo consienten en salir de sí cuando corren la humanidad o la patria un grave peligro, el cual afrontan con pasmoso denuedo, y con pecho ciclópeo, para volver después, ganada la batalla y asegurada la victoria, al dichoso rincón donde se goza de la aprobación interior y el cariño de algunas gentes buenas. Apenas hay para estas almas martirio mayor que el de confundirse necesariamente en la hora de la batalla con los logreros, negociantes y fanáticos que, como la lepra a la piel sana, se pegan a las grandes ideas, y son a veces lo que se .ve más de ellas. Magnífico fue el surgimiento de la gente honrada, cuando el Sur, exagerándose sus fuerzas y derechos, se mostró al fin decidido a apartar de la del Norte la fortuna de sus Estados esclavistas: y a la luz del cadalso de John Brown, apareció, cuál con la palabra, cuál con el bravo pecha, cuál con el don de toda su fortuna, aquel inagotable ejército del Norte.
Astros tienen los cielos, y la tierra: como un astro refulge el cadalso de John Brown. Jesús murió en la cruz, y éste en la horca. Luego de muertos los hombres, vacíanse, sin carne y sin conciencia de su memoria, en la existencia universal: en remolinos suben; camino al Sol caminan; dichosamente bogan; mas si se hallaran los hombres después de muertos, que no han de hallarse, andarían de la mano Jesús y John Brown.
Tales se van poniendo los humanos, que como no tenga éxito común la vida .de un apóstol, se avergüenzan de que se sepa que lo admiran, y el loarlos mismo viene a ser de mal gusto. ¡Pues al primer grupo de estrellas que se descubriese, bien pudieran llamarle John Brown!
Entonces, al peligro, acudió lo más granado de la gente del Norte; y el mejor de todos fue aquel zanquilargo, bolsicorto y labirraso de mirada profunda y ojos tristes; aquel que no vino de negociantes, pastores, ni patricios, sino de la Naturaleza y la amargura; aquel de vestir burdo y alma airosa, el buen Abe Lincoln. Ellos, en incontrastable exabrupto, so crearon solamente un partido, al organizar el republicano, sino que volvieron a crear la Nación.
Fueron cruzadas nuevas, y Wendell Phillips su Pedro el Ermitaño. Se entraron por todas las ciudades. Asaltaron todas las plataformas. Hablaban desde un púlpito en las iglesias, desde un barril en las plazas, desde un caballo en los caminos. Ni una aldea sin prensa; ni un día sin peroración; ni una estancia sin su misionero. Cubrieron toda su tierra, y salieron de ella a conmover a las ajenas. Así quedó el partido republicano establecido: como el mampuesto de la libertad humana.
Mas luego que venció el Norte, y quedó en el poder como símbolo de la Unión el partido formado para defenderla, y fuera del poder como causante del disturbio, el partido demócrata dominante en los Estados rebeldes, miró apenas la República, deslumbrada por la victoria y la colosal prosperidad que vino de ella, en los detalles de la cosa nacional, cuyo manejo juzgó premio oportuno de los que la habían salvado. Diose fervientemente el Norte a la elaboración de la riqueza. Cumplido su deber, fueron volviendo a sus hogares y quehaceres los hombres generosos que sólo al gran peligro consintieron salir de su humildad.
Quedó el partido republicano en manos de aquellos que, ya por cariño a sus victorias, ya por odio a sus enemigos, ya por temor de que resucitasen, ya por beneficio propio, tenían un interés más directo en mantenerlo organizado y poderoso. Y como la victoria pudre, comenzó inmediatamente después de ella la descomposición. El manifiesto de la libertad humana llegó a convertirse en una casa de agios.
¡Qué repartir, como canonjías, a hombres ineptos los puestos mejores! ¡Qué distribuir, en gastos confusos, los ingresos sobrantes! ¡Qué contratar a escandalosos precios, correos que no existían y buques que a la primera caldeada zozobraban! ¡Qué dar destinos, con perjuicios de los más dignos y probos, a los que tenían valedor de uno u otro sexo, o Habían puesto manos serviciales en los manejos oscuros de las elecciones! ¡Qué acumular, con promesas secretas y compromisos inmorales, sumas enormes en las campañas presidenciales para vencer a los demócratas! ¡Qué prometer a los empleados la permanencia en sus oficios, si ayudaban con su óbolo al fondo electoral, y por él al mantenimiento del partido en el gobierno! ¡Qué ir entregando, ley a ley, a los capitalistas y asociaciones poderosas, las tierras de la Nación, y hasta sus derechos, en pago, estipulado previamente, de los subsidios cuantiosos que para asegurarse en el poder recibía el partido de monopolios y bolsistas en horas apuradas! ¡Qué responder cínicamente, con acusarlos dé amigos enmascarados de la rebelión, a las acusaciones de sus adversarios, y de la rente mejor de su propio partido, a quien el espectáculo de tan atrevida corrupción había forzado ya a salir de su silencio!:-¿quién deja a !a libertad sin vigilancia? ¿quién no sabe que por cada paloma que nace, nacen como tamaño de tres palomas de gusanos? En las elecciones ¡qué comprar los, votos o cambiarlos en las urnas, o rebajarlos en las listas, cuando era menester! En las asambleas menores de los Estados que eligen los diputados a la Convención que ha de designar el candidato del partido a la Presidencia, ¡qué excluir, con anatema de traición, a los que se negaban a votar en el interés de los políticos de oficio
En las Convenciones mismas, a la hora de elegir ya el candidato, ¡qué desdeñar a los prohombres de reputación acrisolada, por aquellos de reconocidas faltas, que merced a ellas mismas pudieran, con menos escrúpulos, asegurar en la elección, más votos, y en el poder, más empleos, y provechos! ¡Y qué venderse los diputados de la Convención a este o aquel postulante a la candidatura; bien por dinero; bien por la promesa de un buen puesto, en caso de triunfo! Una tienda abierta, donde se mercadea por los rincones el honor, han venido a ser las convenciones, un tiempo gloriosas, en que los delegados del partido en cada Estado se reúnen cada cuatro años a elegir su candidato para el primer empleo de la Nación. Toda una delegación se compraba con unos cuantos millares de pesos, así como esta suerte de delegados para serlo, había comprado, siempre de mala manera, en la asamblea menor del Estado, el nombramiento en virtud del cual podían luego en la convención nacional vender su voto. Y dinero para estas compras de delegaciones oscilantes, jamás faltaba, por haber tanta enorme corporación, y tanto atrevido empresario, interesado en el triunfo del candidato que, en recompensa de estos anticipos, ha prometido estar a su servicio. Así, como de un templo profanado, se retiraron de la última convención las gentes blancas del partido.
Pregonábase como calamidad nacional, y como el triunfo del Sur, la vuelta al poder del partido demócrata, con lo que se tenía segura la adhesión de los Estados del Norte.
Por desamor a la publicidad, o por no aparecer en ella del brazo con los logreros, manteníanse apartados de los negocios públicos los hombres mejores, y por indiferencia los que no tenían especial interés en ellos. De manera que, seguros del triunfo y de la impunidad, puede decirse, de acuerdo con las declaraciones escritas y habladas de los republicanos más notables, que no había abuso público, violación, fraude, cohecho, rapiña, robo, que el partido republicano no cobijase o alentara.
En las elecciones, sustituían las papeletas democráticas por las republicanas, o aumentaban éstas a su sabor, o falseaban los recuentos. En los Estados, desaparecían en bolsas privadas los dineros dispuestos para atenciones públicas. En Washington, compraban los Ministerios el apoyo de los representantes en ambas Cámaras con empleos y pensiones para sus recomendados: a cada senador y representante estaban reservados, para distribuir entre sus favorecidos, cierto número de empleos, "y en muchos casos"-dice el honrado Mr. Veagh, miembro que fue del Gabinete de Garfield-"los hombres a quienes se reserva este privilegio, y las mujeres nombradas en virtud de él (que ya se sabe que en los Estados Unidos muchos empleados son mujeres), viven lejos de la protección y las trabas de sus hogares".
En la Secretaría de la Guerra, todo eran cajas rotas, y "cuentas dobles", y forrajes para caballerías imaginarias. En la de lo Interior, no podía entrarse sin tropezar con los agentes de la camarilla de pensiones, de fondos Indios, de Distribución de Terrenos, de cuyo valor, una vez concedidos a la camarilla, iba una buena parte en pago a los, que habían asistido en asegurar la concesión. En la de Correos, al contratista encausado por percibir subsidio efectivo por servicios falsos, concedíasele nuevas contratas. En la de Hacienda, ladrón de billetes del tesoro llegó a haber tan poderoso que cuando uno de los Secretarios quería indignado poner mano sobre él, otro Secretario había, cuando no más de uno, que abogaba por el ladrón, y lo salvaba. En la de lo Exterior, ¿no hubo toda una misión labrada, faz a faz de una guerra, en la esperanza de obtener el reconocimiento de una inmoral reclamación privada, pretexto, si no a ganancias viles o a protectorado inmerecido y abusivo, a dandismos y calaveradas diplomáticas, indignas de una nación honrada y grave?
Fuéronse, al fin, con tan grandes abusos, despertando la indignación y energía de los miembros más sanos y menos ostensibles del partido, y primero en los consejos privados, y luego, aún a la callada, en las luchas eleccionarias, y por fin abiertamente en la Convención que nombró a Blaine, y en la campaña en que fue vencido, publicaron su determinación de purificar su partido deshonrado, o apartarse de él. Los apellidaron fariseos, petimetres y traidores. Con ocasión del nombramiento del candidato, y la lid electoral que le siguió, se acentuaron, y quedaron definidas las tendencias que en sigilo habían venido dividiendo al partido republicano, y ya antes, por haber de preceder en la feroz contienda humana alguna sangre a toda obra fructífera, habían venido a producir, exaltando un cerebro desatinado, la muerte de Garfield. Los bandos eran dos. Los unos mantenían descaradamente que, por encima de toda otra consideración, estaban el interés del partido y el beneficio de sus miembros; que la Unión era propiedad natural de los que la habían sacado en salvo; que al vencedor pertenecen los despojos de la victoria; que los empleos, concesiones y dignidades deben ir a pagar los servicios prestados para mantener en el poder al partido que los concede; que no es censurable, sino lícito, colectar de los empleados públicos, pagados con dinero aprontado por toda la Nación, sumas destinadas a mantener en el Gobierno a uno de los partidos que se disputan su gobierno, y en cambio de este auxilio queda obligado a mantener en sus destinos a los contribuyentes, convertidos en sus cómplices, y a proteger o disimular sus abusos. Los otros, hijos en espíritu de los monumentales fundadores de la República, tachaban de abominable ese programa; y si bien dispuestos a conservar viva la organización republicana, como símbolo aún necesario de la Unión ayer amenazada, como partido moderador y principalmente doméstico, como represor juicioso de la excesiva influencia seccional y extranjera que parece notarse en el Partido Demócrata, compuesto en gran parte de los electores del Sur y de muchos de Irlanda y Alemania,-preferían, sin embargo, la disgregación temporal, si no definitiva, del partido, o la fusión tal vez de la mejor parte de él con la más elevada y doctrinal de los demócratas, a contribuir con su complicidad al mantenimiento del Gobierno de la Nación en manos de una agresiva caterva de logreros tenaces.
¿Cuál era la nuez de este poder colosal; la clave de esta máquina enorme; la valla puesta a los mejores esfuerzos de la gente sana del partido; el obstáculo a toda tentativa de su moralización y reforma, sino la facultad de distribuir entre sus auxiliares los empleos y propiedades públicas? ¿Qué agentes más perspicaces y celosos puede tener un partido que aquellos que le deben su subsistencia, y que sin él, habituados ya al bienestar fácil, y la holganza, se verían reducidos a la desconsideración y la miseria? Eran, pues, los propagandistas y servidores del partido, no sus secuaces sinceros que, como que se dan sin paga, gustan de hacer sentir su influjo, sino aquellos otros dependientes de él para subsistir y medrar, y a quienes altos ejemplos, y el deseo de sostenerse en plácida fortuna incitaban para lograr influjo con que servir a su partido en la época electoral, a las complicidades y dispensaciones ilícitas que permiten el ejercicio de una autoridad benévolamente vigilada.
Tardó mucho en parar mientes en esta corrupción la mayoría del país descuidado. A la masa común, y aun a la entendida, parecía peligroso devolver el gobierno a los demócratas, en cuyos consejos se suponía aún predominante el espíritu del Sur. Y como a la guerra, bajo los republicanos que la ganaron, había sucedido prosperidad casi maravillosa, patriotismo e interés se juntaron para mantener la confianza en el partido vencedor, que a pesar de sus desaciertos y abusos, resultaba acreditado por la abundancia de las cosechas, la cuantía de las sumas que entraban en el país en retorno de ellas, y la aplicación de esta riqueza sobrante a la creación de industrias que parecían prósperas, porque aún era bastante a consumir sus manufacturas el mercado doméstico, al que el exceso de lo que exportaba sobre lo que importaba permitía pagar sin gran quebranto el precio inmoderado a que por el alto derecho de introducción de los artículos europeos se vendían los productos rivales americanos.
En pos de la enorme guerra vino la enorme confianza, y la riqueza que ciega y arrebata, y lo atrae todo a sí en el afán de gozarla y el miedo de perderla; de lo que, mientras a sus extraordinarias empresas se daba con verdadero frenesí el país deslumbrado, se aprovecharon las aves de rapiña para anidar en el árbol nacional, hasta que al fin fue innegable y visible que la larga permanencia en el poder de hombres que a su sombra habían perdido ya la costumbre, y la capacidad acaso, de más honroso ¡nodo de vivir; la seguridad de una constante victoria; la práctica de emplear los dineros nacionales en sus gastos de partido; la intimidad con negociantes que hacen pagar caro los servicios que prestan, habían, a la vez que pervertido sus móviles, hecho insolente y descarado al partido gobernante, que con prácticas, cuando no con leyes, venía cercenando al país los medios de sacudírselo y reemplazarlo por sus opositores: por lo cual, en cuanto sintió el país el yugo sobre el cuello, lo echó, de un solo vuelco, abajo.
Se vio que, envalentonado con su predominio, no atendía el partido republicano a calmar el desasosiego que la exuberancia de productos in. vendibles, y el exceso de población desocupada comenzaban a causar con sobrada justicia. Se vio que para poder continuar repartiendo entre sus favorecidos el sobrante recaudado innecesariamente por derechos de importación, se resistía a rebajar éstos, so pretexto de proteger las industrias nacionales, que de esta protección están muriendo; como que en verdad no se hacía más que encarecer el costo de vida de una población ya afligida por la falta del empleo, originada forzosamente en la producción excesiva de artículos que por su abundancia y precio subido no hallan compradores en la Nación abastecida y alarmada, ni fuera de ella pueden competir con artículos mejores fabricados a menos precio en tierras más baratas. Se vio que con tal apoyo desvergonzado de legisladores venales, tendían las leyes a concentrar, así como el poder, la riqueza, con pérdida creciente de la independencia de los Estados, la de los ciudadanos, y con merma de las posibilidades de emprender. que los monopolios absorben, y sin cuya esperanza se descontentan y rebelan los trabajadores útiles. Se vio que con la liga entre los empleados y el Gobierno, y la aplicación de los caudales de la República a los gastos privados de uno de sus bandos políticos, se iba a hacer a la larga imposible arrancar la autoridad a un partido cuyos abusos y arrogancia provocaban la condenación de sus prohombres, y cuyos errores económicos, continuados en favor de notorios intereses, han traído al país, favoreciendo engañosamente el mantenimiento de industrias artificiales, a una crisis latente y angustiosa, que todo lo paraliza y alarma, y de la que sólo podrá reponerse la Nación por su producción agrícola, ayudada del abaratamiento de la vida en virtud de una tarifa más racional y llevadera, y de la reducción de la producción industrial a la de aquellos artefactos que sin ficción arancelaria pueden fabricar los Estados Unidos con posibilidad de vencer en la competencia a sus rivales extranjeros.-Tierra, cuanta haya debe cultivarse: y con varios cultivos,-jamás con uno solo. Industrias, nada más que las naturales y directas.
No bien comenzó la Nación a sufrir por la depresión de su comercio, investigó sus causas, y las halló en gran parte en el parcial y desenfadado manejo de los negocios públicos. La nación era un festín, y los republicanos, gordos y lucidos, estaban perpetuamente sentados a la mesa. Las heridas políticas, como las del cuerpo, de sí mismas se curan, sin más que cuidar de no envenenarlas o reabrirlas; y así como la carne crece, y acerca con un tejido nuevo los bordes abiertos, así de los males excesivos brota, como su fruto natural, el remedio. Las leyes de la política son idénticas a las leyes de la naturaleza.' Igual es el Universo moral al Universo material. Lo que es ley en el curso de un astro por el espacio, es ley en el desenvolvimiento de una idea por el cerebro. Todo es idéntico.-Cuando parecía, por el apetito de riqueza fuera del gobierno, y la inmoralidad dentro de él, podrida en la médula, y como sin cura posible, la nación; cuando en su aplicación veíanse corrompidas, como en los países viejos, las instituciones políticas, y la naturaleza humana; cuando a vuelta de un siglo, toda era polvo la peluca de Washington, y polilla la chupa de Franklin, y lepra todo Jefferson; cuando eran de ver, en el espíritu del Gobierno, la usurpación y el desenfado, y el ímpetu de arremeter, so manto de Libertad, contra la esencia de ella en el país y fuera de él, -y en el país eran de ver la misma empleomanía, preocupaciones e imprevisión que desfiguran a pueblos de cima menos afortunada y grandiosa,-surgió, como por magia, en cada lengua un remedia, se levantó, como contra la esclavitud, en cada púlpito un apóstol; se ensañaron con brío juvenil, los honrados ancianos; re. lucieron aquellas mismas lanzas de la cruzada abolicionista; salieron de su silencio los pensadores vigilantes, que son, como la médula del cuerpo humano, la esencia escondida de los pueblos; y la República se mostró superior a su peligro.
¡Así sea para los males de orden mayor que se están comiendo el espíritu nacional, nacidos todos ellos, como las ramas de una semilla, del culto exclusivo a la riqueza! Se llenó el país de reformadores. Y la campaña que empezó en las elecciones de ciudad por despojar a los traficantes de votos del poder, poco antes omnímodo, de elegir a su sabor los municipios, creció más a prisa que la nieve que rueda, y en tres años ha venido a parar en arrancar a los traficantes, organizados de modo formidable, el absoluto y descarado dominio con que venían imponiendo su voluntad en las mismas elecciones presidenciales sobre la unánime de la Nación y sus necesidades más urgentes.
A las raíces del mal se está yendo, se ha visto de donde el mal proviene. En las raíces se le está atacando. Así, de tiempo en tiempo, precisa purgar el campo de gusanos y yerbas.
Tímido primero, y luego más enérgico de verse desairado, empezó a alzarse entre los republicanos un clamor de reforma,-en la manera de nombrar los empleados, en loa trabajos electorales y la recaudación de fondos para ellos, en la distribución fraudulenta del sobrante del Tesoro, en los derechos de importación que, con ser más que lo que el Gobierno requiere para sus expensas, mantenían en apetito activo a las traíllas de logreros congregados en Washington para distribuirse el ex. ceso, estimulaban la producción de artículos imperfectos, invendibles en el interior e inexportables, y hacían cada día más escaso el trabajo, más cara la existencia, y más sombrío el problema público. Enfrente de los demócratas al principio, cerca de ellos más tarde, y a su lado al fin, se unieron los republicanos honrados a la demanda de reforma, cuando no la originaron y consiguieron con más energía que los demócratas mismos, como en la ley que establece la elección de empleados menores en certamen público, y su promoción por mérito. Y como trocar el sistema de empleos, era descabezar la organización republicana, ahí culminó y por ahí se convirtió en guerra mortal, el desacuerdo referido, entre los republicanos que mantenían la urgencia de reformar la tarifa, purificar la administración, y estorbar con un buen sistema de empleos la complicidad del Gobierno y los funcionarios públicos en la preservación violenta e indebida del poder, y aquellos otros republicanos más influyentes en el partido y numerosos que, ayudados de los capitalistas cuyas empresas favorecen, originan su influjo y bienestar, y los mantienen en el ejercicio de su privilegio de distribuir empleos entre sus amigos y auxiliares.
¿De quién había de ser el triunfo en la convención de los delegados del partido, escogidos entre los que subsisten de su favor por los que lo comparten o lo esperan, sino de los que reparten los beneficios? De ésta, secundado por los capitalistas, era Blaine el capitán; Blaine, que llama a la gente familiar por su nombre de pila, y a los Josés "Pepotes", y a los Migueles "Miquis", y "Tomasetes" y "Juanillos" a los Tomases y a los Juanes, lo que deja a estas gentes gansescas muy llenas de halago; Blaine; que con el rufián habla en su jerga, y con el irlandés contra Inglaterra, y con el inglés contra Irlanda, y fue el que quiso sujetar en hipoteca al Perú, bajo la garantía y poder americanos al pago del reclamo de un aventurero con quien andaba en tomares y decires y por cuyos intereses velaba con tal celo que convirtió al Ministro de los Estados Unidos, muerto después del bochorno, en agente privado del reclamo, que abusaba del gran nombre de su pueblo para que los beligerantes reconociesen la impura obligación; Blaine, móvil e indómito, perspicacísimo y temible, nunca grande; Blaine, acusado con pruebas y con su propia confesión escrita, de haber empleado espontánea e intencionalmente, en anticipo de una recompensa en acciones, su autoridad como Presidente de la Casa de Representantes para que se votara una ley que favorecía indebidamente los intereses de un ferrocarril en que ya tenía, por servicio no menos criminal, una buena parte;-Blaine, que no hablaba de poner orden en su casa, sino de entrarse por las ajenas, a buscar, so pretexto de tratados de comercio y paz, los caudales de que los errores económicos del partido republicano han comenzado a privar a la nación;-Blaine, mercadeable, que a semejanza de sí propio,-en el mercado de hombres compra y vende. Tal Convención eligió a tal candidato. Blaine fue el electo. Por debajo de las banderas alquiladas, y de entre los delegados vendidos que habían ayudado al triunfo, salieron, llenos de rubor y de ira, los que con una generosa esperanza habían acudido a la Convención para ver de nombrar a un hombre honrado.
Había venido entre tanto, criándose para la victoria, a la que son buenos pechos los desastres, el partido demócrata. Coincidiendo, en apariencia en toda cuestión grave, y aun en sus mismas divisiones interiores, con el partido republicano, no puede, sin embargo, desconocerse que lleva en sí poderosísima esencia y algo como la médula de la República el partido que quedó en pie después de haber abierto el camino a los rebeldes, dádoles eminentes defensores, y continuado luego la guerra con el voto cerrado de los enemigos de la Unión.
Mas los federalistas, que, como los republicanos de ahora, se habían diseminado: los republicanos triunfantes no traían cuerpo esencial de doctrina, sino la misión accidental y temporal de mantener sujeta la Unión para cuya defensa habían nacido; y el partido demócrata quedó vivo, como partido de oposición, que con serlo tiene ya condiciones legítimas y útiles de existencia, como el último símbolo, y la semilla de derecho, de la doctrina de los Estados rebeldes que por medio de él únicamente se manifestaban,-y, enfrente de un partido transitorio e infantil, como la urna de madera noble, hollada por los fusiles, roída por los gusanos, quemada por la pólvora, que guarda el aroma de aquellas colosales flores de justicia, radiosos pensamientos, con que este pueblo apareció a la vida. Aquella gran familia de Estados, que tuvo, como toda casa joven, sus desconocimientos y turbulencias, mas que se asentó luego con el respeto y puntillosa cortesía de los hogares puritanos; aquella sustanciosa y fundamental elocuencia, novedad absoluta y reflorecimiento de la mente humana, cuyos radiantes párrafos parecen pabellones de victoria, y a la que se asoma el espíritu reconocido como ala mano de un padre, o como a un nuevo mar; aquella generosa épica, que en su día aparecerá, cuando la lejanía permita verla proporcionalmente, no abatiendo hombres, sino tallándolos; no tinta en sangre por una moza liviana, como la épica de los peluquines clásicos, sino de las ruinas del hombre, que salió mal hecho la primera vez, recomponiendo a la criatura humana, y quitándole las bridas, y coronándolo de luz; aquel espíritu, aquella letra, aquella revelación del tiempo heroico del pueblo americano, perpetúanse, como tradiciones de familia que han solido ser abandonadas en el canoso partido demócrata, favorecido con el prestigio de la leyenda y de la buena casa. Imponen, esas acumulaciones de virtud. Los hombres, que apedrean la virtud, saben que necesitan de ella para salvarse.
Ve la gente, en la posteridad de los personajes ilustres, como la sombra de los grandes hombres Y los pueblos, así como los hijos, aman más a sus padres después de muertos. Luego que cesó la guerra, y empezaron a brillar los mercenarios que ella sacó a flote, con la insolencia y ruidos propios de la gente advenediza, los ojos se volvían como a un descanso, a aquel viejo partido, arrinconado y expulsado, que purgaba en la pobreza su fausto y sus yerros; pero en el cual, más que en los atrevidos soldados triunfantes, vivía, con su traje de terciopelo negro y sus zapatos de hebilla de plata, el espíritu de la República.
Demócrata había sido el Sur antes de la guerra; y vencido en su tentativa de crear nación propia, mantúvose afiliado al partido que a sus contemplaciones con el Sur, tanto como a una corrupción administrativa, no menor que la de los republicanos de hoy, debió su salida del poder, punto menos que ignominiosa.
Y como considerable número de demócratas del Norte habían servido con lealtad la causa de la Unión, no les dañó grandemente que los Estados rebeldes les continuasen afiliados; sino antes bien les dio la formidable masa de votantes que para equilibrar la de los republicanos, dueños de todo el Norte, necesitaban, mientras que la adhesión del Sur se explicaba como el natural apoyo de Estados oprimidos al partido que mantenía la obligación nacional de respetar, como caudal ajeno, los derechos reconocidos por la Constitución a los Estados. Señores del Norte eran los republicanos: y del Sur, los demócratas. Más poblado estaba el Norte que el Sur, pero esta merma de población la reparaban los demócratas con sus partidarios del Norte numerosos. El combate, pues, comenzó a ser reñido desde las primeras elecciones y a pico cerrado. Con un poco que aflojasen los republicanos, con un poco que los demócratas creciesen, la victoria podía cambiar de lado.
Para un cambio en el Gobierno, no se necesitaba un vuelco redondo de la opinión nacional, sino una oscilación ligera. Quedaba, para los demócratas, reducida la contienda a aguardar los yerros de los republicanos, a esperar a que se apaciguase la desconfianza que de ellos se tenía por su arraigo en los Estados rebeldes, a presentar en las grandes cuestiones nacionales un programa más seguro y conforme a las tradiciones, que el de los republicanos. Todo lo cual dejaron de hacer, cegados por intereses locales, durante largos tiempos. Y el poder les viene hoy, no de sí mismos, ni de ninguna especial virtud de la idea democrática, sino de la confianza que, a pesar de su partido, inspira Cleveland, por independiente y honrado, en un momento de corrupción gubernamental y alarma pública, en que la independencia y honradez hacen gran falta.
Aseguradas las libertades esenciales, sin cuyo completo goce no está justificada la paz en ningún pueblo honrado; anonadada la intentona de separación que puso a la vez en peligro la eficacia de la República como forma de gobierno, y la existencia de la unión nacional; creados, en consecuencia de la población, confianzas y créditos que trajo la guerra, intereses enormes,-los problemas que a la guerra siguieron, salvo el de las franquicias del Sur, que los republicanos cercenaban y amparaban los demócratas, fueron, más que políticos, económicos. Y el de importancia mayor, y el único con el que uno de los dos partidos hubiera podido presentar batalla, era el problema del librecambio, que a cada elección parecía venir a ser el caso de combate, pero del que, como del escollo en que ha de zozobrarse, huían con igual tenacidad ambos partidos.
El librecambio, que sólo impide el desarrollo de las industrias ficticias, y asegura baratez a la vida general,, base firme a la riqueza y al comercio, y la paz, que de esto viene a la Nación, se hacía cada vez menos fácil en los Estados Unidos, por haberse creado, al abrigo de un sistema engañoso numerosas industrias violentas que ocupaban a centenares de miles de obreros, a los que humanidad y prudencia aconsejan no dejar súbitamente sin oficio.
No son en los Estados Unidos partidos de clases diversas los que se disputan el Gobierno. Fabricantes y obreros hay con los demócratas; fabricantes y obreros hay con los republicanos. Por sus notables principios y abnegados servidores de la cosa pública sobresalen los demócratas, pero muchos de ellos, como Cox, son hombres acaudalados; como Hewitt, grandes manufactureros.
Y manufactureros y operarios, tanto de un bando como de otro, son, según sus alcances intelectuales y la independencia de sus industrias, librecambistas o proteccionistas. De modo que ésta no pudo ser línea divisoria entre las organizaciones rivales. Poderosa ala librecambista tiene el partido demócrata: más poderosa acaso la tiene el republicano: y cuando una u otra de estas dos opiniones contendientes en el seno de cada partido ha querido extremarse y declararse como dogma de él, la opinión rival se le ha opuesto con tanta energía que la tentativa ha sido abandonada, porque de seguro abría en dos el partido, que para sus demás fines necesitaba conservar la unión. En economía, pues, uno y otro partido andaban igualmente vacilantes. En religión, fuera de estar siendo socavados ambos, como por el diente de una nutria, por la Iglesia Católica, tan dividido en protestantes y católicos está el uno como el otro. En política, sí que los divide, aun sin saberlo ellos, el diferente concepto de la nación y su gobierno; pues los republicanos, que vinieron de la guerra, trajeron á la conducción de los negocios públicos los desembarazos y acometimientos de los vencedores, y en su política fueron de notar siempre, como pecho velloso que no alcanza a esconder la pechera bruñida, las cualidades del combate: el botín y la violencia; mientras que los demócratas, que de viejo guardan la leyenda republicana, miraban de mal grado a la muchedumbre violenta y novedosa, amiga de mandos imperiales y de pompas, y de excursiones por tierras ajenas, que, porque había salvado de un peligro a la nación, se creía autorizada a prescindir y blasfemar de su espíritu:-por lo cual, aunque descontentos de mucho inmigrante burdo que a la prédica de las libertades les seguía, íbanse del lado demócrata los guardadores de la República: los enemigos del soldado.
Pero como unos y otros, aparte de esta distinción (no visible sino a las miradas penetrantes) donde gobernaban, gobernaban con iguales abusos, por ser ambos tajos de un mismo pueblo; como en ninguna cuestión capital se diferenciaban, sino que se dividían de igual manera; cono que el único problema imponente, a no ser el de la corrupción electoral y administrativa; era ese del sistema económico que la exuberancia de la producción y dificultad del comercio venían cerrando!-en él parecían haber de parar al fin ambos partidos, e irse de un lado los librecambistas, republicanos y demócratas, y de otro, los proteccionistas de ambos bandos.
Mas los pueblos ricos, conservadores de suyo, sólo aceptan en caso extremos las soluciones radicales, y ven todo cambio con horror secreto. De modo que como, a la vez que estas penurias económicas, cuyo remedio ha de ser a la fuerza violento y costoso, había disgusto de la arrogancia republicana, pruebas de su imprudencia en el manejo de caudales del Erario, y miedos de que la libertad electoral, ya muy desfigurada por los que han hecho negocio de la política, quedase definitivamente en sus manos, por ahí se han manifestado primero, por no costar ahí nada el cambio, las inquietudes y cóleras del país descontento.
Y esto, no por sacudimiento de la masa votante, que sólo se estremece cuando el hierro le entra en las carnes, o el lobo le aúlla a la puerta; sino por la briosa arremetida de la gente pensadora, que apenas vio cierto el peligro de la República, saltó a la plataforma, peroró desde los ferrocarriles, propagó por toda la nación la alarma, enfiló sus soldados en las cajas de imprimir, y en el borde de una navaja ganó la contienda. Mas lo curioso es que la victoria de los demócratas la han ganado los republicanos.
En la nación venían gobernando los republicanos; pero en algunos Estados los demócratas; y en New York, donde la opinión fluctúa, con inclinaciones democráticas, unos y otros, con lo que se tenía ocasión de ver que los de la oposición no eran más escrupulosos que los del Gobierno en el modo de reclutar partidarios y premiarlos. New York principalmente estaba como roída por una caterva de hombres lustrosos y obesos, consagrados, con gran provecho, a mantener subordinado el voto de la ciudad a los intereses de una añeja corporación democrática. "Tammany Hall", que como por la distribución de empleos pequeños y el avivamiento de las pasiones irlandesas, disponía del voto de la ciudad que es más importante que el del resto del Estado y decide de él, no sólo imponía sus candidatos al partido, sino que, por lo que New York pesa en los negocios nacionales, y por no poder haber ahora Presidente sin el voto de New York, no podía aparecer candidato democrático a la Presidencia a menos que no consintiese de antemano en servir los intereses de Tammany Hall. Y los candidatos que sacaba electos, sabíase ya que entraban a sus oficios públicos obligados a repartir puestos y ganancias con los miembros de la asociación: de estos empleos mayores obtenía los menores con que tenía sujetos a los votantes, que en cambio de ellos le daban el poder necesario para imponer condiciones a los que deseaban ser electos, o sacar por sobre sus contendientes a los que la asociación deseaba elegir.
Era Tammany Hall, con ser demócrata, tipo acabado, por lo que aquí lo describimos a la carga, de ese sistema de capataces, de caciques, de gamonales del voto que,-con no admitir en las listas de las asociaciones de barrio del partido sino a los que acataban sus voluntades, tenía sujeto por la raíz el voto público. A1 fin, los no admitidos, que por indiferencia o respeto, venían viendo en silencio este abuso, se levantaron, y votaron. La revuelta fue en el campo republicano. Se levantaron los votantes ultrajados contra el "boss", el cabecilla, el gamonal. Se levantó primero Brooklyn, hogar de la Iglesia Protestante, que guarda a pesar de sus estrecheces-¿por qué no decirlo?-la semilla de la libertad humana.-¡Ah Holanda!-¡Ah Guillermo de Orange! ¡Ah, sembradores! vuestra mano, penetrante como una consagración-se ve aún sobre el hombro de estos reivindicadores de la limpieza del sufragio. Sacasteis a la mejilla, mejor que nadie en Inglaterra y en Francia, la dignidad humana, que ya no se irá jamás del rostro. Fue Brooklyn la primera en rebelarse contra el "boss", que en Tammany Hall tenía su representación más acabada. Y eligió a su mayor, un joven honrado y rico, contra la oposición de los capataces del voto en Brooklyn. Y como el mal era nacional, por la Nación se esparció el contento, y por los electores el crecimiento de fuerza que da la victoria. Y luego, por sobre el "boss" eligió el Estado a su gobernador. Y al fin, sobre el "boss", tipificado en Blaine, eligió la Nación su Presidente.
El canevá de toda aquella urdimbre electoral, el huevo de toda aquella vileza, era la repartición de los empleos públicos. Los que "trabajaban" por el triunfo de un partido, se proclamaban con derecho exclusivo a que éste los recompensase con los destinos de la Nación, así como los que de alguna manera contribuían a la victoria, y sin influjo o pecunia hinchaban el voto, creíanse con naturales títulos a las concesiones y preferencias que están en mano de los administradores de negocios públicos; de lo que derivaba que el electo a un puesto no fuese en él. como que sin aquellos votos interesados no hubiera podido alcanzarlo. más que el cómplice y servidor expreso de estos intereses; vendida como se ve estaba la Nación a los traficantes activos de la política. que por el alejamiento de las urnas de los votantes desinteresados o entrabados por miramientos de partidarios o tibios, dominaban sin contrapeso en las deliberaciones de ambos bandos. Porque donde llegaba al gobierno el demócrata, como que subía por la misma tortuosa escala. quedaba sujeto a iguales compromisos. El Gobierno tiene puestos que dar. y abusos que permitir, y contratos que autorizar; y los "trabajadores" lo eran por la golosina de los puestos, y los que los ayudaban, por la de las contratas y permisos. Lo que a los buenos republicanos indignaba. indignaba también a los buenos demócratas. Y así vinieron a juntarse. en la saludable revuelta, unos y otros.
Porque aquella misma diferencia en el partido dominante entre los republicanos de sangre entera, que mantenían en todos sus extremos la política gamonal, de disciplina, acometimiento y despojos, de subserviencia de sus adversarios, de befa y estrago de los pueblos débiles, de gobierno de conquista en conquista en lo interior y lo exterior.-y los republicanos de media sangre, que querían mayor respeto a la voluntad nacional, menos alarde en las relaciones extranjeras, más pureza en las elecciones y distribución de empleos, más libertad para los miembros del partido,-existía, por causas iguales y con equivalente encono entre los demócratas. No se habla .aquí del Sur, cuya simbólica democracia anda dividida por causas locales relacionadas con la guerra; sino del Norte, y de New York en especial, donde se extremó el mal y ha comenzado la cura.
"Borbones" se llaman entre los demócratas los viejos, los que gobernaban antes de la guerra, los que siguiendo el ejemplo inicial de los tiempos de ardiente contienda no concebían que bajo una administración hubiese empleado alguno que no compartiera sus miras políticas, los que en el Gobierno contrajeron los vicios que de él nacen y han corrompido a los republicanos, los que más para los demócratas que para la Nación querían su vuelta a la gobernación pública, los que están a las tradiciones, no a los tiempos. Mas en estos veinte años, mucha persona de buen pensar, mucho guardián de las libertades públicas, mucha gente moza a quien sacaba al rostro los colores la soberbia republicana, mucho elector del Norte que veía riesgos de guerra o tiranía en la tendencia del partido republicano a reunir en el poder federal las autoridades que pertenecen a los Estados Unidos y garantizan el equilibrio y renovamiento indispensable a la existencia de esta nación vasta y numerosa, habían venido afiliados, como al único partido combatiente fuera del que ocupaba el Gobierno, al bando democrático, y creando dentro de él como tejidos nuevos, libres de la polilla que cernía la mente preocupada y los casaquines de seda de los empolvados "borbones". Ni celos del Norte, ni invasiones a México, ni intolerancias mezquinas, ni explotación del gobierno en beneficio de los partidarios. Enfrente de los males creados por el partido republicano, y por el disgusto de ellos, había formado bandera esta gente nueva bajo los demócratas, de modo que no batallaban como los "borbones" para recobrar su influjo y aprovecharlo bien, sino para destruir los abusos republicanos, para estancar en lo posible la sed inmoral de puestos públicos; para establecer las organizaciones del partido de manera que todos sus miembros pudiesen expresar y realizar en él sus voluntades libremente; para reformar las elecciones de modo que los funcionarios no fuesen los meros ejecutadores de las imposiciones de las camarillas que le aseguraban el nombramiento; para aliviar de cargas innecesarias la importación de artículos y la vida general, sin comprometer de súbito la suerte de las industrias establecidas; para sacar de sobre las arcas del Tesoro a los explotadores que las cubren. Y contra estos demócratas nuevos, claman los trabajadores por empleos, los negociantes que los auxilian y dirigen, y los "borbones".
Los "borbones" son disciplinarios y quieren el mando como cuna propia, de que nada se debe a los que no sean miembros del partido, en lo que son como los republicanos de sangre entera. Y los demócratas menos miran el Gobierno como la manera de afirmar el beneficio propio sirviendo con imparcialidad los intereses generales de la nación, y no creen que sea el Gobierno una granja de los miembros del partido triunfante, donde pueden coger hasta la fruta, y rapacear a su placer, sino un depósito, en lo que se parecen a los republicanos de media sangre. Venían, por tanto, con semejante espíritu, hablando dentro de su partido con enemigos iguales, y acercados por natural simpatía, los mejores entre los republicanos y los mejores entre los demócratas. Tímidamente primero, y como en un ensayo, se unieron en Buffalo para la elección de corregidor de la ciudad a Cleveland. Ya con más franqueza, aunque sin confesión pública, juntaron de nuevo fortuna para elegir, siempre a Cleveland, Gobernador del Estado de New York. Por fin, abiertamente, y en notoria rebeldía, salieron de la Convención republicana muchos de los delegados más ilustres; decidieron apoyar, como apoyaron, al candidato de los demócratas, si en vista de este apoyo, el candidato fuese como fue siempre, Grover Cleveland.
Porque tuvo el partido demócrata la fortuna de que apareciese en él el reformador que los tiempos requerían, duro como un mazo, sano como una manzana, independiente como un cinocéfalo. No usa pompas en el lenguaje, ni en la vida. Cuando pasa un bribón, dice: "Ese". Cuando le piden que haga lo que no debe, dice: "No". Cuando le representan que un acto de justicia podrá dañar su adelanto personal o el de su partido, dice: "Es justo." Y como el país tiene ahora miedo de que los abusadores le sequen sus caudales, más aún que de que los "trabajadores" le vicien sus libertades políticas,-se han dado todos a apoyar a este hombre sencillo, que se ha puesto sin miedo a la limpia de los bribones y la vigilancia de las arcas.
Con el auxilio de los republicanos tan puros, y contra el sentimiento borbónico de su partido, fue electo Cleveland al corregimiento de la ciudad de Buffalo, para que la gobernase con imparcialidad e independencia. Con tal entereza condujo los negocios de la ciudad, y ganó por ello tal fama, que el elemento joven del partido demócrata lo sacó triunfante sobre los `'borbones" corridos, como candidato al gobierno del Estado de New York, a cuyo puesto subió en hombros de demócratas y republicanos que lo ayudaron, ya con su abstención, por no complacerles el candidato de su partido, ya con su voto silencioso. Y como Cleveland en su dificilísimo puesto mostró saber conciliar el agradecimiento a sus electores con sus deberes para con el Estado, como no tenía que pagar por un empleo que no había solicitado; como que contra Tammany Hall, repleto de borbonismo, fue electo; y no cedió ni al deseo de atraerse más voluntades republicanas, ni a las amenazas de Tammany Hall; como gobernó con su partido sin faltar a sus deberes con la Nación, sino en ejemplo y provecho de ella, como en tiempos en que había clamor de honradez y fortaleza; subía la fama de Cleveland por fuerte y por honrado, aconteció naturalmente que cuando con la designación de Blaine por la Convención Republicana para la candidatura a la Presidencia culminó el desdén de los republicanos a la opinión nacional, y la indignación pública,-culminó de la otra parte, en la Convención Democrática, con floja e ineficaz oposición de los "borbones", cl anhelo de reformas en aquel que había demostrado que no tenía miedo para afrontarlas, ni exageración con que deslucirlas, ni debilidad en llevarlas a remate: en Grover Cleveland.
Los republicanos disidentes, por considerar como un golpe en la mejilla la designación de Blaine, se organizaron en los Estados, se reunieron en junta pública, proclamaron su determinación de votar con los demócratas, y, contra gran parte de los demócratas mismos, los sacaron triunfantes.
Los más mordidos de borbonismo, los más vivaces partidarios de los demócratas viejos, los que no querían en el Gobierno a la democracia joven, formada en los problemas actuales para salvar en ellos a la Nación, sino la de antaño, amiga e incondicional de sus secuaces y consagrada a su servicio; loa capataces de votos, que llenaran Tammany Hall, siempre por Cleveland tratados con severa firmeza, y sin aquella adulación a que los solicitantes de sufragio tienen acostumbrados a los de Tammany,-en masa se revolvieron contra Cleveland, y ya a la callada, ya a la faz, prescindieron de su voto, o se lo dieron a Blaine, que halló fáciles partidarios entre estos "Tomasetes" y estos " Miquis" y ayudados por ellos, en la gente de Irlanda, con el anuncio, desmentido, sin embargo por su conducta anterior, de que, en defensa de los irlandeses iba a poner la mano, como en el de un perro de presa, sobre el cuello inglés.
Mucho puede Tammany Hall entre los electores de New York, y muy bien organizados los tiene. Muchos votos de Tammany Hall faltaron sin duda el día de elecciones, aunque en público, afectó decir que apoyaría a Cleveland, y luego ha ido a festejar su inauguración en Washington. Mucho irlandés votó por Blaine, aunque mucho alemán republicano hasta ahora, votó en cambio con la democracia. Pero las demás asociaciones democráticas de la ciudad de New York, a que, dado cl equilibrio nacional de las fuerzas de los dos partidos, estaba la batalla presidencial reducida; y el comercio en masa, que llenaba las calles bajo la lluvia en procesiones y banderas; y los republicanos disidentes, que en plataforma, púlpito y prensa pelearon por Cleveland, con un ardor que entre los demócratas entibiaban mucho los "borbones" airados, pudieron al fin, no sin grandísima dificultad, superar el voto de los republicanos disciplinados, y los tránsfugas demócratas por poco más de un millón de papeletas en diez millones de votantes: ¡honradas papeletas, alas del derecho, que por encima de candidaturas censurables aunque previsoras, como la de Butler, o ineficaces, como la del partido de temperancia, o curiosas como la de la señora favorecida por las sociedades del sufragio femenil, han llevado al sencillo reformador a que la oree y purifique, a la Casa Blanca!
Así cayó el partido republicano del poder: así sube, y en esas dificultades queda en él, el elemento joven del partido demócrata. ¡No tiene la virtud más enconados enemigos que los que la ven de cerca!
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 9 de mayo de 1985