Nueva York, Marzo 13 de 1885
Señor Director de La Nación:
Un acontecimiento ha de llenar esta correspondencia, como ha llenado al país desde un mes hace, sin que aun hoy le deje espacio para ocuparse de otro asunto: la inauguración del Presidente Cleveland. Ya está sentado en su mesa de trabajo, del alba de un día a la madrugada del otro, el hombre cuerdo y entero que hace cinco años era por completo desconocido en la política americana; un abogado honrado era, sin miedo a hablar la verdad, y sin paces con pícaros, por lo que lo hicieron mayor de su ciudad de Buffalo; fue mayor íntegro, sin sumisión a los intereses bajos y personales de su propio partido, ni a los de las corporaciones que viven del favor del Gobierno, y lo hicieron gobernador del Estado de Nueva York; fue gobernador tan imparcial que, gobernando con su partido, se captó la voluntad del partido hostil,-y 1o hicieron Presidente. De Presidente, ya ha comenzado a hacer lo que como gobernador y como mayor. Basta que le pidan un empleo, para que no lo dé al que lo pide. Apenas sabe que en las oficinas públicas sobra un empleado, que cobra una paga que no gana, lo cercena. Le preguntan, contra lo que piensa la mayoría de su partido, si convendrá al país que el Gobierno siga imponiendo la circulación, con valor de cien centavos, de los pesos de a ochenta y dos, y él, sin temor a la opinión de la mayoría, responde que el Gobierno tiene antes que nadie el deber de ser honrado, y que la moneda pública debe tener un valor real.
Como ha venido al más alto puesto de la nación por su imparcialidad e independencia, en ellas se mantiene, no con alarde excesivo de virtud, que ofendería a los que no la poseen, y aun a los que la poseen parecería de mal tono, por cuanto hatea en el ejercicio de la virtud es debe ser cauto y artista; sino como quien cumple una función natural, con tan sencilla determinación y tan claras razones que desarma aun a los más enconados enemigos. Al poder no llegan nunca, de una o de otra manera, sino los que en sí concretan y tipifican uno de los elementos de la nación, que predomina por causas accidentales o esenciales en el momento de su triunfo. Las voluntades no se agrupan, ya para elevar, y a para sufrir, en el poder, sino a quien las representa. La admirable aristocracia que consumó la independencia estuvo gobernando desde ella hasta la guerra de separación, los Estados Unidos; los representantes del estado de guerra, y a en principios, como Lincoln, ya en armas, como Grant, ya en agios o combinaciones políticas, gobernaron por derecho y consecuencia naturales la nación que hablan organizado; hasta que, vuelto a sí en un momento de crisis el país que se había abandonado a los que le defendieron bien ha veinte años, vio que a poco más lo sacaban del mando de sí mismo; y en la persona de Cleveland, regular e incontrastable como una fuerza, ha recobrado su propio gobierno. No ofrece la política moderna fenómeno ni persona más interesantes que los que en carta inmediata estudia, para La Nación, la pluma que pergeña ahora ésta. En Cleveland están fundidos el espíritu neoinglés, adusto y neto, y el del neoamericano, que ni teme ni ceja.
De cabo a cabo están llenos de Washington los diarios de los Estados Unidos. Y suceden, sin embargo, muchas cosas interesantes:-los empleados de los ferrocarriles del Oeste, en formidable revuelta, capitaneada con tino, se niegan a servir a los ferrocarriles en las condiciones que éstos les imponen: y hay un Congreso de los directores de las vías, y otro de representantes de los empleados, y truecan términos, y debaten un contrato de avenimiento, y los ferrocarriles no andan hasta que las compañías cedan a las peticiones de sus trabajadores, lo que hace pensar inevitablemente en cuánto es cierto lo dicho en estas cartas numerosas veces: que acá se van agrupando los dos bandos de la gran batalla venidera, y que acá se ha de resolver, antes de que fine el siglo, 1a cuestión industrial, acaso ¡oh, maravilla! sin guerra.
El general Grant, con un cáncer en la garganta, escribe sus últimas memorias, y expira. Revuélvese inútilmente con las manos tendidas, la comisión encargada de recoger fondos para acabar el pedestal de la estatua de la Libertad, que ya se embarca en Francia generosa, en un buque de la nación, y que aún aquí no tiene pie. Sentencian en Washington por falsario, y disfrutador de forrajes para más caballos de los que tenía, al rico general Swain, que ayudó a morir a Garfield y fue su íntimo amigo. Surgen, como por ensalmo, en los teatros, en los circos, en las iglesias mismas, salas de patinar con ruedas; y con celo de las compañías teatrales, alarma de las madres y escándalo del púlpito, no hay niño, ni damisela que de siete a diez de la noche no se deje llevar por las ruedas amables, de lo que muchos amoríos se enzarzan, y muchos niños, estragados, mueren. Se desata, ya mal contenida en muros flojos, la guerra en Centroamérica, que Barrios quiere entre para sí, contra el Salvador, que pide auxilio a México con éxito; contra Costa Rica, cuyo Presidente ha fallecido hoy de muerte súbita; contra Nicaragua, que por un plato de lentejas quería vender a este país su primogenitura; contra Honduras misma, que sólo en fuerza de su pequeñez va a la zaga de Barrios; mas conserva en su seno nobles rebeldes que no estarán, apenas lo puedan, del lado de esta bárbara persona, mantenida en el poder más por la corrupción de sus conciudadanos que por cualidad alguna suya. Sabe Barrios que los hombres son viles, y se venden, y los paga; y ellos, por tener puesto asegurado, y por vivir en lujos, o por miedo, le sirven; y con sus ideas ¡ah, prostitutos! cubren los atentados brutales de su dueño: ¡estatuas de fango!-Pues decíamos que ni este suceso, que por de contado destruye toda posibilidad de que el proyecto de canal con Nicaragua sea aprobado, basta a sacar los ojos de la gente del escritorio de Cleveland, que sin más que dos criados a la puerta de la Casa Blanca, recibe afablemente a los que le quieren ver, con tal que no sea en busca de empleos; que ya la caterva hambrienta de solicitantes sabe que si bien, como es de ley, una administración democrática necesita para realizar sus fines, agentes democráticos en los puestos de iniciativa y representación nacional, esto no arguye que los empleados menores que cumplen bien con su deber, sean removidos, en mero provecho de los peticionarios democráticos, por el pecado de ser republicanos. Y a cada peticionario, aunque cuando venga, como suelen, provisto de cartas y recomendaciones de gente de viso, lo envía, como un pedidor común al Jefe del Departamento en que solicita empleo: sólo que los nuevos Secretarios, más que a cambiar de empleados, se muestran dispuestos a destituir a todos los que no tienen oficio real, de cuya clase de parásitos remunerados así por turbios servicios políticos, estaba poblado el árbol gubernamental en tiempo de los republicanos. Cuarenta empleados de una vez ha suprimido el Secretario de Hacienda; el coronel Lamont, personaje silencioso y astuto, que hace de Secretario particular de Cleveland, y es como él honrado hasta el hueso, ha reducido a la mitad el número de servidores de la Casa Blanca. Seis porteros había, y hay dos. Un caballero había empleado en recortar de los periódicos, y conservar en grandes volúmenes, los elogios a la Administración; y han quedado sin oficio las tijeras del buen caballero. Unos invasores de tierras indias tenían muy cercado a Cleveland, en la esperanza de que, como que los republicanos les vedaron ocupar un territorio reservado a los indios por tratado, la administración democrática, por serlo, volvería contra la decisión republicana; pero a esto Cleveland responde confirmando, con un énfasis que ha confundido a los rufianes, la necesidad humana y política de respetar !a tierra propia de los indios vencidos. Se habla a menudo, cuando se quiere dar idea de gran destrozo, de un torete en una tienda de porcelana,--garboso, y pujante, y sobrancero en bríos, aquí ensarta, allá vuelca; todo lo echa por tierra el torete: pues esto parece que será aquí dentro de poco la caterva de agiotistas y mendicantes políticos: porcelana rota.
Ya está, sí, Cleveland, como un llano caballero, sentado, después de almorzar, a las ocho y media de cada mañana, en su mesa de trabajo. Su inauguración fue un júbilo. Su discurso inaugural, ingenuo y sensato, con sabor de cosa nueva, cono aquellas intrépidas manifestaciones de los fundadores de la República, que trajeron el hombre al gobierno, y con él el calor y hermosura de la naturaleza. La procesión y el baile con que celebró el suceso Washington, enormes. El Gabinete nuevo, invulnerable.
Jamás monarquía alguna celebró fiesta de reyes con más brillo. Imaginese: en la ciudad donde Washington en mármol ofrece su espada desnuda a la Casa de las Leyes, el sol radiante, en un día azul de invierno, sobre trescientos mil hombres, dueños de sí mismos.
Desde el día 3, la ciudad toda era gente. Cuanto demócrata tuvo bolsa y tiempo, fue a ver la entrada en el Gobierno del Presidente demócrata.
Todo el Sur, vuelto por primera vez al mando y a la discusión leal de sus destinos con el triunfo de Cleveland, se vació sobre Washington. En las calles donde hace veinte años era castigado como felón el negro que portaba armas, ahora, con sus vestidos viejos de guerrear, y con mosquetes y banderas, alegraban la noche los soldados negros, y cuando hallaban a su paso a un anciano de elevada estatura, privado de una pierna, de gran barba blanca, que le caía, como un testimonio de nobleza, sobre el pecho de su uniforme de confederado, los negros vitoreaban al que fue su enemigo, y a la sombra de la bandera desplegada de la Unión, que abrasaba el anciano, celebraban, ante la multitud que se descubría la cabeza, el olvido de aquel mal entendimiento de ha veinte años, de cuyos resultados se enorgullecen hoy tanto los que pretendieron evitarlo como los que 1o defendieron. ¿No están hoy, sin escándalo de nadie, sino con aplauso público, Lamar y Garland, dos confederados ardientes e ilustres, en el Gabinete de Cleveland,-Garland, que fue diputado al Congreso de la Confederación,-Lamar que mandó sus tropas, y fue a Rusia a abogar por ella? En esos reconocimientos, músicas y preparativos, pasó la ciudad de Washington la noche. Todas las ventanas estaban encendidas. En las aceras, la gente acurrucada. En los teatros y las iglesias, ocupados todos los asientos, como en función. Un tren cada minuto. Al paso de los forasteros salía una "Comisión de Comodidad", encargada de hallarles alojamiento y comida a precio ínfimo. Las compañías de milicia, las diputaciones de asociaciones democráticas, las avalanchas de habitantes de las comarcas vecinas, derramábanse a toda hora de la noche por las anchas calles, todas más ganosas de ver el alba que de sueño. Ya Cleveland, que a la callada había salido de Albany, a la callada había llegado a Washington; y cuando salió el sol, salió sobre este espectáculo:-en los momentos en que volvía al poder un partido privado de él por veinte años, y salía de él otro partido acostumbrado a mirarlo como cosa suya, y era puesto en el gobierno de la nación el bando del Sur que luchó temerariamente por dividirla,-ni un soldado había en la casa del Presidente que cesaba, ni un soldado en el hotel en que se alojó el Presidente nuevo.
¿A qué hablar del número inmenso de gente militar que desde por la mañanita buscaba su sitio en la procesión, a no ser para decir que no eran los del Gobierno, ni pagados en modo alguno por él, sino gente voluntaria, venida de los Estados a dar brillo a la fiesta, y cada una de las cuales, ya de su bolsa, ya de la de sus asociaciones políticas, se pagó sus propios gastos? ¿A qué pintar el apretarse de las gentes en las aceras de la avenida por donde debían pasar los Presidentes; los tablados, de seis pisos algunos, levantados sobre sus cabezas y desde las diez henchidos de espectadores: las ventanas, acariciadas por el sol, repletas de gente; los árboles, cargados de fruta humana, y las lámparas, y los postes de telégrafo, y los techos? Músicas, cuchicheos, el sol en las banderas, en los penachos y en los cascos; edecanes cercando el paso a los carruajes; pequeñuelos pacíficamente sentados en el brazo de mármol de Colón, sobre la cabeza iracunda de la Guerra, a los pies de la estatua de Washington. Ya vienen, en su carruaje tirado por cuatro caballos, frente a un senador del Norte y otro del Sur, los Presidentes
Arthur y Cleveland. Los vitorean, pero más con cariño que con estruendo: Arthur, que ama el poder, le deja con pena profunda, que no se le nota, sin embargo, en el disciplinado rostro. Cleveland viene sereno, regocijado de verse querido, y visiblemente contento de sí; mas sin aquel exceso de cortesanía con que los hombres ambiciosos semejan acatar al pueblo de quien anhelan constantes honores.
A1 Capitolio llegan, donde la Casa, en sesión tumultuosa, acaba de cerrar sus sesiones aprobando la ley que coloca a Grant con sueldo de General en Jefe en la lista de retiro; donde el Senado presenta a Arthur la ley, que él firma con júbilo. Solemne está el Senado. Le entra la luz por altos cristales de colores. Cabezas calvas de barbas luengas se destacan como cabezas sacerdotales, de detrás de los escritorios de pulida caoba. En sus sillones de cuero están sentados los jueces de la Suprema Corte, cuyas togas de seda negra caen en pliegues sobre la alfombra verde. Damas y caballeros de pro llenan los asientos todos de la sala. Entra Arthur entre los dos senadores y resuena un aplauso nutrido. Entra de los mismos senadores acompañado, Cleveland: al re. doblado aplauso, el rostro se le enrojece, saluda a un lado y otro, y sonríe.
De manos de Edmunds, de barba blanca y larga, toma juramento como vicepresidente de la República y Presidente del Senado el venerable Hendricks, a quien lo fino de la inteligencia ha ennoblecido y aguzado el rostro; sobre la nariz aguileña se levanta la frente cuadrada: sus dos ojos penetran; los labios delgados y apretados enseñan firmeza. Ya está el Vicepresidente en su puesto. Ya afuera se ha ido llenando el tablado levantado a la intemperie en el pórtico del este del Capitolio, siguiendo el uso de Washington, que al aire libre prestó la primera vez su juramento. De diplomáticos, de senadores atildados, de diputados menos cultos, de los jueces de la Suprema Corte está ya lleno el tablado. ¡Qué hurra, cuando aparecen ante la muchedumbre de la plaza, Arthur y Cleveland!
Conversan un instante: renuévase el vocerío; pónese en pie Cleveland de súbito, y alzando la mano derecha, en que en una tarjeta lleva apuntadas las palabras iniciales de los párrafos de su discurso, dice, con penetrante voz, juvenil y halagadora: "¡Conciudadanos!" Y el magistral discurso empieza. Lo sabe de memoria, como todos los suyos, y lo recita.
La cabeza echa atrás, como quien es honrado, y no lo teme. Su grata voz corrige el imperio de este gesto. La mano izquierda no la saca de la espalda. A cada término de frase, una ola de hurras. Tiene delante, rematados en cuatro ríos de acero que se pierden por las colosales avenidas, cincuenta mil hombres, con la cabeza descubierta. ¿Qué se dirá en estas ocasiones, que no llegue al cielo? Se entiende por qué los reyes se han creído a veces de buena fe enviados divinos. Eso ha de consagrar, y en el alma ha de haber, en momentos tales, postramientos e inundaciones de luz; y ha de parecer como que, en una sombra solemne, desciende sobre la cabeza una hostia.
Cleveland, a quien una mano amiga había acercado un vaso con un líquido turbio, que bebió de un aliento, dice con entereza sus propósitos nobles. Ni un vuelo de retórica, ni una pompa de estilo, ni un puntal de frase. Todo ello es verdad fuerte, dicho de la manera augusta y sencilla que es el natural lenguaje de los principios fundamentales. Parecía bien aquel discurso, de líneas sobrias y grandiosas, en aquel día tan claro. "Aquí no vengo como dueño, sino como encargado de los intereses del pueblo de mi tierra. Nuestra doctrina democrática, que con esta elección agitada se confirma, no necesita apología: pero todo ciudadano es un miembro del Gobierno, y si éste ha de obrar bien, aquél ha de entender a tiempo cuando es ocasión de que el calor del partidario político se trueque en el patriotismo del ciudadano. Recuerdos de la guerra y pequeñeces de partido han solido dividirnos; es hora ya de que armoniosamente trabajemos por el bien de todos y gobernemos de un modo práctico esta nación práctica, y aseguremos por firme determinación al pueblo de esta tierra, el beneficio entero de la mejor forma de gobierno que haya sido jamás gozada por el hombre".
Cada palabra iba cargada de sentido: caía sobre las heridas, como un bálsamo; sobre los errores, como una reprimenda discreta y cariñosa: sobre los buenos; como una iluminación. "Por amistad y concesión mutua se hizo la Constitución: ¡pues así se mantenga! ¿Qué importa que acá se lastime un interés privado, y allá se sacrifique una preocupación local? Piensen honradamente los legisladores en lo que conviene al bienestar general, y hallarán compensados esos sacrificios. Seré buen guardador de la Constitución, y de los deberes del poder ejecutivo, y de aquellos prudentes límites que mantienen en roce y sin choque al gobierno federal y los Estados. Pero no seré más, ni siento ser más. siendo Presidente, que lo que todo labrador, todo artesano, todo mercader, todo hombre de honor de la República es en ella: vuestro es todo aquello que yo tengo que guardar y hacer guardar: vuestra es la Constitución; vuestro el gobierno que me dais; vuestro el sufragio; y todas las leyes, y toda nuestra mecánica administrativa, desde el municipio hasta el Capitolio de Estado, y el Capitolio Nacional, son vuestros: -de modo que tenéis el mismo deber que yo de cuidarlos, y de vigilar a sus servidores: ése es el precio de nuestra libertad, ése el derecho de nuestra fe altiva en la República".
Lo aplaudían punto menos que a cada palabra, y rogaba con la mano que no lo aplaudiesen. Con líneas seguras, apuntó su política doméstica y extranjera. ` "No se gaste más en el gobierno que lo que estrictamente necesite, administrado con modestia; y viva todo el mundo sencilla y económicamente, que ésta es tierra de gente trabajadora: vivan sobre todo con discreción y sin vanidad los funcionarios públicos".
"Querellas extranjeras, no las tengamos con nadie. Ni nosotros en la casa ajena, ni en nuestra casa nadie. Sea nuestra política de independencia y de neutralidad: la política de Monroe, de Washington y de Jefferson: "Paz, comercio y honrada amistad con todas las naciones; alianzas comprometedoras, con ninguna".
Aquí el aplauso fue tal, para reposo de nuestra América y honor de teta, que parecía sacar a los circunstantes de su juicio.
"La Hacienda, procuraremos arreglarla de manera que los negocios se sientan seguros, ni el trabajador tenga que temer por sus salarios, y la tarifa será compuesta de modo que el país no pague tributos innecesarios, sin comprometer por eso los intereses de los capitalistas y obreros empleados en las industrias americanas; ni permitir tampoco la acumulación de un exceso en el erario que convida a la prodigalidad y extravagancia: ni la propiedad de la Nación ha de ser distribuida entre usurpadores y agiotistas.-Los indios han de ser tratados con lealtad. La poligamia ha de ser perseguida sin descanso. La reforma del servicio de empleos públicos no admite espera ni debilidad; por mérito y competencia se dan los empleos; no por favor político, ni en cambio de apostasías y servicios ocultos. A los negros emancipados pertenece de hecho todo lo que de derecho se les tiene acordado. Al Gobierno refluirán y el Gobierno con imparcialidad y honradez atenderá los varios contrapuestos clamores de los intereses diversos que en constante brega labran juntos, aunque en apariencia divididos, esta fuerte Nación; que no sólo a nuestra laboriosidad y vigilancia y al cuidado infatigable de nuestras libertades debe fiar sus destinos; sino que, reconociendo humildemente el poder y la bondad de Dios Todopoderoso, que preside sobre los pueblos, y se ha revelado en todas ocasiones en la historia del nuestro, ha de invocar, como yo invoco ahora, su ayuda y bendición sobre nuestros trabajos".
El Justicia Mayor se puso en pie; tendió abierta al Presidente, que ayudó a sostenerla con la mano derecha, una Biblia pequeña y muy usada, de cubierta de cuero y con ribetes dorados, que fue la misma que dio a Cleveland su madre cuando salió de mozo a buscar suerte por el mundo; recitó el justicia el juramento, y lo selló el Presidente con un beso en la Biblia.
La procesión comenzó entonces del Capitolio a la plataforma erigida para el cortejo presidencial cerca de la Casa Blanca. ¿Que fueron Arthur y Cleveland, ambos descubiertos, llevados, más que por los cuatro caballos, por los vítores,-y Hendricks tras ellos en otro gran carruaje? ¿Que iban Arthur y Cleveland vestidos de paño modesto, y sin insignia, ni banda, ni joyas siquiera? ¿Que las asociaciones democráticas de Nueva York, no todas amigas de Cleveland en los días de su elección, acudieron en masa, con trajes de calle uniformados:-Tammany Hall, cuyo nombre viene de un caudillo indio, con unos cuantos politicastros rubios a la cabeza, pintados los rostros con colores a la manera salvaje, -y Irvin Hall con sus ancianos de peluca de cola y gran bastón,-y la Democracia del Condado con sus viejecillos Kniekerbockers, en memoria de los holandeses que fundaron a New York; los cuales iban encorvados, como los vejetes del coro de "Fausto", golpeando acompasadamente con sus báculos el asfalto de las avenidas de la procesión? ¿Que bajo la bandera federal, al mando del general confederado Lee, sobrino del jefe militar de la rebelión, iba, con sus vestidos de guerra, toda una división en uniforme confederado,-y que el general Lee recibió, en aplausos, en saludos, en ondeos de pañuelo y en flores, una ovación más entusiasta y significativa que la que a los Presidentes mismos se estaba tributando? ¿Que detrás de ellos, con sus ropas desgarradas de combate, venían los negros Invencibles de Filadelfia, que decidieron en pro del Norte muchas batallas dudosas contra los rebeldes, -y los gloriosos irlandeses del Regimiento 69, con su uniforme verde, como su bandera, y sus hazañas? ¿Que los Estados todos enviaron sus más gallardos jefes, hombres mejores. y mejores tropas? ¿Que dondequiera que asomaba, acudían mujeres y hombres a saludar y festejar al anciano confederado de la barba y de la pierna rota? ¿Que fue todo e1 día 4 de Marzo, día de asombro, en que los vencedores magnánimos del Norte instalaron con júbilo indecible en el Gobierno a los vencidos decorosos? ¡Así el hermano ofuscado por cierto tiempo con nimias discordias de familia, aprieta al fin a su hermano contra su pecho, en un abrazo en que parece que quiere recobrar de un solo ímpetu todos los años de amor perdidos:
Los federales eran los que hacían los honores de Washington a los confederados.
Así, pues, resultó una fiesta nacional, y confirmación definitiva de la paz, la vuelta de los confederados al Gobierno, que los republicanos agoreros pregonaban como una calamidad pública.' los republicanos mismos, arrebatados por la grandeza del suceso, salían en tropel de las aceras para estrechar la mano afable del general Lee, que detenía al paso de los vencedores el de su hermoso caballo obediente, y con antigua gracia recibía los honores de la derrota. Sin convulsión, pues; sin insolente remoción de empleados; sin peligro, antes bien con provecho de la Unión, han vuelto al poder los demócratas, y los confederados con ellos.
Porque, no bien había reposado Cleveland del baile con que en el edificio enorme de Pensiones le obsequiaron las asociaciones democráticas, que en la fiesta emplearon sesenta y tres mil pesos, y decoraron con inusitada riqueza de pabellones de seda las columnas, de plantas tropicales los recodos. de flores valiosas el gigantesco sillón presidencial, de escudos las pared". de emblemas florales, altos como un hombre, en representación de las diversas Secretarías el salón reservado a Cleveland; no bien asomó el día S,-el nuevo Presidente envió al Senado, a que la aprobase, la lista de los que ha elegido como sus consejeros; y entre ellos, para representante de la ley nacional, Garland, que se rebeló contra ella; y para Secretario de lo Interior, Lamar, que pocos días hace, como herido en la médula, se levantó con elocuente indignación en el Senado a anunciar que ¡jamás permitiría que en su presencia se llamase traidor a Jefferson Davis! Y Cleveland, sin miedo, ha traído a estos dos hombres, que de persona no conocía, a su consejo íntimo. Y la Nación lo ha aplaudido por ello unánimemente.
Así se vence de veras: honrando al vencido. Acaba, por tanto, con este atrevimiento generoso, la época de suspicacia y recriminaciones, que sigue siempre a una guerra; y comienza, de buena fe y de lleno, el trabajo acordado de las dos secciones del país, la agrícola y la manufacturera, en busca de una prosperidad durable, que no haya menester de falso estímulo, ni de merodeos por tierras ajenas. Querían los republicanos, so capa de comercio y humanidad, una política acometedora y alejandrina, y soñaban en Roma y en Cartago, y ya se veían señores de toda la América. Con hombro desdeñoso echan por tierra los demócratas esta fantasía, y como símbolo de la política de neutralidad que restauran, viene a la Secretaría de Estado Thomas Francis Bayard, que capitaneó con éxito en el Senado la resistencia al proyecto del canal de Nicaragua-¡y cómo ha venido a darle razón ahora, y a hacer que de Tiro como de Troya le feliciten, la guerra que Barrios mueve en Centro América, tomando excusa de estas tentativas de alianza con los Estados Unidos, que en ley de honor, y antes de sacar fruto del canal, se habrían visto en el empeño de mantenerlo; y amparar a la pequeña nación que por tratar con ellos se ve en tal disturbio!
La artística hermosura del lenguaje, que le censuran por exceso de perfección, realza en Bayard la moderada firmeza de sus opiniones, que no reprime, cuando el caso lo quiere, el fuego sagrado y el acometimiento. Se ve ya en el timón de la nave una mano segura.
Daniel Manning es el Secretario de Hacienda. Con decir que Tilden le quiere entrañablemente está dicho su elogio: Tilden,-que pudo ser hace ocho años, sobre sangre acaso, el Presidente de los Estados Unidos, y, por no verter sangre, no quiso serlo; que sin conflicto alguno lo pude ser ahora, y echó el manto en los hombros de Cleveland: ¡feliz el que desdeña lo que tantos se disputan! La indiferencia del poder es la prueba más difícil y menos frecuente de la grandeza del carácter. De modo que el que Tilden estima, bueno ha de ser. Como organizador político, como ojeador del campo hostil, como lidiador. de recursos rápidos y sorprendentes, como penetrador de los hombres, Manning no vale menos que como perito en Hacienda,-y como cajista: que parando letras y atando galeras empezó su camino en el Argus, de que hoy es dueño. el político brillante que a Tilden en 1876 y a Cleveland ahora, Aseguró. sobre disensiones en el campo propio y maldades del ajeno, el triunfo.
De lo Interior, el Secretario es Lamar, a quien acusan de distraído, sin más razón que la de no estar nunca lejos de su sesuda frente las ideas graves. La pasión, ordenada y artística, acalora en él las deducciones rigurosas del juicio, que suelen sugerirle imponentes arranques oratorios. Con él van llama y peso. Le cuelga sobre los hombros la melena, que no está mal a su rostro robusto y ponderoso. En la confederación, su espada fue buena, y su palabra tan buena como su espada. En el Senado, pocos le han aventajado en elocuencia e influjo. En el Gabinete, todos le miran como el carácter más pintoresco e interesante. La mirada triste alivia la expresión severa de su rostro, y hay en el hombre cierta natural majestad que a sus amigos fascina, e impone res peto a los extraños. Abuso no verá que no cercene. Hará pasar el río por los establos. Representa en el Gabinete la voluntad leal del Sur de cooperar sin reservas con el Norte al engrandecimiento nacional, y a la pureza más estricta en la administración doméstica.
Y a su lado se sienta William F. Vilas, que para venir a ser Secretario ha tenido que abandonar la cátedra en que le oían con respeto sus discípulos, y en los tiempos de la guerra alzó una compañía, se vio de capitán a su frente, y de coronel muy pronto, y luego de vencer en Vicksburg, se retiró a enseñar historia:-¿como Arthur ahora, que acaba de ser Presidente, y ha tomado ya, en un edificio de pórfido y bronce, una oficina de abogado! Puesto de peculiar importancia es el de Secretario de Correos que tiene Vilas; porque los empleos de correos son muchos, y por tanto, las ocasiones de favorecer; y porque, en paga del puesto, y con las relaciones en que pone, cada administrador de correos ha venido siendo agente eficacísimo del Gobierno, en manos hasta hoy de los republicanos.
Pero sin administradores de correos triunfó Cleveland, y contra ellos: de modo que para gobernar y volver a vencer, no ha de necesitar revertir a usos legítimos las funciones de los administradores, que no contando ya en el Gobierno con la impunidad que les aseguraban sus servicios políticos, atenderán con más empeño, si han de conservar sus puestos, al servicio público. Luce, como una gala, el coronel Vilas, a su muy discreta esposa. Crece un hombre bien casado. El mal casado; de. crece. 0 si se mantiene en alto, será con agonía, y sobre puntales.
Garland es el Secretario de Justicia. Reacio al principio a seguir a los confederados, no resistió al fin. a ellos, y fue su diputado. Ni en firmeza, ni en honestidad, ni en manera clara y galana de exponer le vencen fácilmente. Cuando escribe, suele parecer que graba. Presenta con método, y deduce en justicia; por lo que se le tiene como muy apropiado para su puesto, donde están bien la palabra elocuente, juicio frío y no seco, voluntad firme y talento elegante que le adornan.
El Ministro de la Guerra es un juez, el juez Endicott, de prosapia puritana. No lo tomó Cleveland en atención a que es en Massachusetts prominente, y a que figuró con honor hace un año como candidato demócrata al Gobierno del Estado; ni porque viene de Gobernadores y Secretarios ilustres, y su elección había de halagar al hidalguío de Nueva Inglaterra, sino porque Endicott tiene, con todas estas ventajas sociales y el cariño de su bando y del opuesto, aquella actividad en la labor, tesón en el empeño, y honradez inconmovible que a Cleveland placen.
No hay miedo de que en manos de Endicott vaya el ejército a la corrupción y a la tiranía; ¡a donde iba yendo!
Ministro de Marina es Whitney, otro abogado, ya notable porque con tacto singular ha salido sin manchas de peligrosos puestos públicos, por lo que se espera que realce el que ahora le asegura, tanto como sus méritos, la amistad personal de Cleveland.
Y para venir a este Gabinete, ¡cuánto ir y venir de comisiones por ríos y tierras; cuánto entrar y salir de gente ansiosa en la oficina y la casa de Cleveland; cuánto apretarse, en ominosa hilera, frente a la puerta de su aposento, cuando días antes de su entrada en Washington, vino, para oír pareceres, a New York! Todos los Estados le enviaron comisiones. Los corredores de su hotel eran congresillos y hormigueros. Cada asociación tenía su favorecido para cada Secretaría. Cual Estado, por esto, reclamaba para sí la de Hacienda. Cuál, por aquello, la de Correos. Cuál, se enardecía porque de un solo Estado, el de New York, iba a haber dos Secretarios, el de Marina y el de Hacienda. Cuál, del Oeste, se quejaba altamente de que no hubiese representante occidental en el Ministerio.
A los abogados de cada candidato oía Cleveland, y ni de oír se cansaba, ni de callar. Mas no compuso su Gabinete en obediencia servil a estas prácticas de agio, ni a estos miedos de que los Estados descontentos le nieguen su simpatía o sus futuros votos; sino de modo que reuniese un grupo de hombres inteligentes, limpios y activos, que sin trabas de patronazgo ni empeños previos, entrasen brava e inmediatamente en la tarea de asegurar la paz con el extranjero, consolidar la unión con los Estados un tiempo rebeldes, preparar al país para una liberal reforma económica que normalice la producción y abarate la existencia, y extirpar los abusos que entorpecen y afean la administración pública.
He aquí, pues, que de un sol a otro sol, por la fuerza regular e in. cremento del voto libre, ha cambiado de rumbo radicalmente la política americana, y acaso la América. Porque a ofrecerse venían, ¡qué mengua! varios estadillos hispanoamericanos, y a tomar lo ofrecido, y a más, mostrábanse dispuestos, y decíanse necesitados, los gobernantes y gente de influjo en el partido dominante en los Estados Unidos. Pero el buen abogado de Buffalo piensa de otro modo, y no quiere lances afuera, sino honradez en casa, ni estima bien que los abanderados de la libertad se entren a saco por las tierras vecinas, violando la libertad ajena. Ya se vislumbra la prosperidad que seguirá a esta confianza. Ya no se ve a los Estados Unidos como traidores odiosos al espíritu humano, de que parecen mantenedores naturales; sino que ya que no ayudan como debieran a la victoria universal de la libertad, la practican al menos, y la respetan. Salir de sí, y confundirse en batalla generosa y activa con el Universo, falta para su grandeza a los Estados Unidos. ¿Mas qué servicio nos hacen con su ejemplo!
La Nación. Buenos Aires. 7 de mayo de 1885