Nueva York, Enero 15 de 1885
Señor Director de La Nación:
Es invierno, y lo es de veras; pero no lo está sintiendo nadie, de puro preocupado y asustadizo. Los teatros, siempre en esta época tan concurridos, o cierran, o languidecen, o se queman:-como si el arte debiera morir siempre así-iluminando: lo cual decimos porque es verdad que el fuego se tragó en estos días un teatro, a donde va la gente cuando no va a otros de más empaque y literatura, porque aquél, con los teatrillos de variedades y museos de monstruos, es el teatro genuino y directo de este pueblo naciente en cosas de arte:-no gusta el pueblo de ir sino adonde se halla. En este teatro de comedia neoyorquina, no se pinta, como que no la hay, una sociedad como la de París, que .parece una estatua hecha de gusanos; ni como la de Londres, que es una caja de geometría; ni como la de Madrid, que es una cana al aire revoloteando perpetuamente al sol; ni como la de Viena, que es un "gabinete particular", donde los camarones a la bordalesa están siempre servidos, y la tortilla con trufas, y el Liebmilchfrau rubio y ardiente: en 'el teatro de Harrigan y Hart, donde los actores, como fue de uso antaño, se escriben sus comedias, píntanse, con ribetes de sentimiento que parecen rayos de sol sobre una capa miserable, la masa revuelta, el feto colosal, las entrañas oscuras y fabricadoras, la roca hirviente; la calle, el taller, la casa de vecindad, la covacha en que los italianos aman y riñen; el aposento, repleto de hijos, donde el alemán, con gabán y sombrero alto, fuma, lee, se mata, o espera; la casuca, fabricada con restos de cajones, en que desde el pico de una roca, frente a un palacio enorme de granito labrado, un irlandés, cruzado de brazos sobre el chaleco mugroso, y empinados el labio inferior y las rodillas, mira sentado, fumando su pipa, cómo pasan, camino de la sombra, a manera de cesantes de la vida, los sacerdotes sin iglesia, con su corbata blanca, su levita negra, y su cara triste, los descendientes de los buenos holandeses, con su rostro afeitado y honesto, y sus vestidos de paño burdo, las damas de años ha, singular mezcla de virilidad y de recato, la más cercana acaso en nuestros tiempos a la matrona romana: y ve pasar el irlandés,-mientras que su hijo que vendía ayer periódicos se le sube por la roca, con su vestido nuevo de dependiente de comercio, y de los dos hijos del dueño del palacio que tiene en frente, la una se casa con un noble inglés y el otro quiebra:-a esos melancólicos y despaciosos pensadores de provincia (niñescos y colosales a la par, como todo lo que está más cerca de la Naturaleza), que con lentitud y honradez de aldea iban moviendo, mundo' adelante, su nación, y ahora, arrollados por el impetuoso pensamiento nuevo, que aquí toma las formas de la desesperación que embriaga y el ansia de conquista que la entretiene y alivia, tiene despavoridos y arrinconados, pálidos como los que se sobreviven, a los hijos legítimos de este país, que están viviendo como extranjeros en su tierra. Sentarse a oír una de las comedias de Harrigan y Hart, que no son más que escenas de costumbres avivadas con tonadillas penetrantes que toda la ciudad tararea luego, es asomarse a ver cómo se fabrica Nueva York; y qué oro y qué cardenillo están entrando en ella.
Como alrededor de una oruga, muchos cuadros se desenvuelven en torno de una frutera irlandesa acurrucada. en medio de su montaña de mantones, frente a una mesilla de manzanas cenceñas que nunca se venden. Jóvenes dependientes; mozos artesanos que los miran como a gente menor; alemanes cuadrados y tortugosos; italianos tallados en un cuchillo; neoyorquinillos entecos, que son como maniquíes de apetitos, peinados a la Capoul y disfrazados con burlas, por ser ley que todo lo que degenera se hace crítico, y luego pasa a cínico; policías, que abaten que abaten con su palitroque al que hace guiños a la criada de servicio que tiene a honra haber parecido bien al uniforme azul de botones dorados; pilluelos que relampaguean; padres viejos que salvan; muchachas pobres, ramilletes de caléndulas en que el pisaverde de monóculo, corsé, bastón de puño de plata y polainas carmelitas hunde la nariz descolorida en busca de rosas,-son los personajes usuales, matizados con uno que otro negro del Sur, de las comedias de Harrigan y Hart.
Hombres y mujeres se deleitan en oírlas, porque se ven en ellas. Y el que de larva pasó ya a mariposa, y se puso debajo de Júpiter cuando llovía oro,-¡que nunca cuesta menos la riqueza!-va allí de vez en cuando a batir las alas, o a rejuvenecerse acaso el corazón, viendo en escena, con los combates y lances que un día fueron los suyos, aquellos tiempos envidiables de contienda y creación en que, porque era desgraciado, era dichoso.
Estos Harrigan y Hart así surgieron: de pilluelos, a actores famosos, a empresarios de teatros, a héroes de la ciudad.
Sus comedias, ellos se las escriben; y su teatro, que era de ladrillo y estaba en Broadway, se lo hicieron ellos. En el incendio desaparécieron todas las decoraciones de una pieza nueva,-salpicada por cierto de escenas francesas, como aquí está ya todo,-que iban a estrenar al día siguiente. ¡Ea, pintores! ¡Ea, carpinteros! ¡Ea, maquinistas!: que Harrigan y Hart, por quienes todo New York se conduele, quieren enseñar que no les apena, a ellos que todavía ayer andaban descalzos, haber perdido con su teatro unos sesenta mil pesos: ¡Ea! que quieren abrir en una semana un teatro olvidado con la comedia nueva. Fue hecho, y lo abrieron. Mucha gente, en tanto que la Ristori declamaba en inglés los versos de Macbeth ante un teatro vacío, acudió a llevar los saludos de New York a sus actores favoritos.
¡Oh, la Ristori ahora, paseando por teatros lóbregos de tierras duras sus años adoloridos! Se siente una especie de dolor filial al ver esta majestad ofendida: parece que las estatuas griegas se han hecho carne, y vestidas de mendigas, lloran. ¡Cómo no lo han de' sentir, los que, niños de escuela todavía ayudaron a desuncir, en una de las tierras del sol, los caballos de su carruaje, y mientras ella se cubría los ojos arrasados de llanto, se gloriaban, al aire la cabeza, en halar de él! ¿Cómo no ha de ser digna de la gloria la que la enseña?
¡Váyase de aquí la triste señora, que aquí, ni la estatua de la Libertad ha hallado quien le compre el pie; que de limosna piden ahora al Congreso,-ni ella tiene escolares! Ser rico es bueno; pero esto no ha de roer lo otro.
Nada es tan repulsivo como un hombre acaudalado que se repliega en sí y descuida los dolores de los hombres. Es un criminal, sin duda: un criminal por omisión. Sólo hay algo tan repulsivo como él: el envidioso disfrazado de filántropo, el denunciador sistemático de todo el que posee alguna riqueza. Un hombre hay en New York de fama universal por su fortuna; su padre, de poco más que botero, llegó, por las artes de su ingenio pronto y sutil, a fundador y dueño de caminos de hierro y otras altas empresas: el hijo, que heredó en tiempos prósperos, una hacienda enorme, con serena perspicacia la ha aumentado: sus millones llegan a la centena: otros tienen en sus manos las riendas de sus caballos, y él, como de los caballos modernos, las de los ferrocarriles: no es avaricioso, como Jay Gould, sino frío: ha levantado en la Quinta Avenida, frente a la catedral de la religión, que como señal de los tiempos, está incompleta, la catedral de la riqueza: su casa no tiene arabescos, como no los tiene su carácter; y ¡oh símbolo involuntario y elocuente! con cajas y con pacas se hizo esa fortuna, como toda la de este país, y la casa oscura de Vanderbilt, tiene la figura de una caja o una paca: ¿se vive acaso en vano entre ellas?
Las artes todas de estos tiempos sin creación, puesto que son tiempos sin fe, se han dado cita, estimuladas como meretrices por el lucro, en este hogar de magnate indiferente. Sedas, Damascos, Gobelinos, Aubussones, Goyas, le parecieron tapices pobres y de poco costo para sus paredes; y las ha cubierto, como del lienzo que cuesta más, de tela de los grandes pintores, que son ahora los que hacen las cosas pequeñas: Meissonier vive, copiando crines y ribeteando sombreros de miñones, ochenta años; Bastien Lepage y Millet, que conciben los ángeles y llenan de aire cargado de espíritu sus cuadros, en la flor de su juventud afligida, mueren. En ciertos tiempos, y entre ciertas gentes, no hay como ser pequeño para ser grande. Y ahora que los de arriba bajan y los de abajo suben, y se está en el oleaje de que quedará luego el nivel justo, no hay como ser poseedor de una gran fortuna para. atraerse la malevolencia de las gentes. Vanderbilt es odiado, y por los que no lo odian, mirado de reojo. No lo conocen, ni ha hecho nada abominable, y, sin embargo, lo abominan. Aborrecen en él las desigualdades exasperantes que saltan a los ojos melancólicos de los observadores, y a los menos benévolos de los pacientes de pobreza. Y en verdad, en verdad: mientras haya un hombre que- duerma en el fango, ¿cómo debe haber otro que duerma en cama de oro? Séquense en las ciudades los barrios fétidos; échense a tierra las casas malsanas; levántense por los capitales desocupados, y dense a los pobres por bajo alquiler, o sin él cuando no pudieren pagarlo, casas limpias y gratas a los ojos,-que la bondad en mucha parte entra por ellos. ¿Cómo se piden, de atmósfera miasmática, almas claras? El alma, que desde su aposento desaseado no ve más que lobreguez, se vuelve torva. Cada casa limpia y ventilada es una escuela.
Vanderbílt no cuida de estas cosas, no tanto porque desdeñe la fama y quehaceres de filántropo de oficio, como porque, de ver desde que nació aduladores, y viles a los hombres a su alrededor, ni le despiertan interés, ni le inquietan o alcanzan sus censuras. No tiene esa ansia angélica de los espíritus generosos. No tiene el arte de la bondad.
Pero hace bondades colosales, simplemente. Como no ha padecido; no conoce a los que padecen. Para ser caritativo, se necesita haber sido infortunado. Y a Vanderbilt se debe disculpar porque los hombres, vistos desde arriba, vistos desde cualquier género de altura, dan tristeza: -"¿A qué quieren que me apresure-decía Barrios, el tirano de Guatemala, un domingo por la mañana-para recibir a esos perros que vienen a comer las migajas de mi mesa?": los perros eran sus ministros, sus magistrados, sus diputados, sus empleados, sus aspirantes, ¿gente brava toda, que bajo hombre semejante tiene el valor de vivir!, ¡gente muy brava!
Vanderbilt acaba de hacer ahora dos bondades. La primera ha sido regalar al Colegio de Medicina de New York, que es mísero y no da médicos de monta, quinientos mil pesos, doscientos mil en terreno, para que levante un edificio, y en un cheque que incluyó en la carta de donación, trescientos mil. Tenía la carta unos veinte renglones. Más sonada aún y celebrada,-por estar hecha en favor de persona prominente, y con esa delicadeza que dobla los beneficios,-ha sido su bondad con el general Grant, a quien el fumar tabaco ha hinchado y puesto a punto de cáncer, la lengua,-y las amarguras pecuniarias, que en su momento fueron contadas a La Nación, tienen enfermo de espíritu. Se recuerda la quiebra famosa de la casa de Grant y Ward, en que aquél permitió a sabiendas, por salvar acaso a sus hijos comprometidos, que el bribón Ward usase de mala manera de su nombre. Recuérdase el pánico a que aquella quiebra dio origen: los bancos que se cerraron: las quiebras y suspensiones que les siguieron: el préstamo de $150,000 que Vanderbilt hizo personalmente a Grant para cubrir los pagos de un día del Banco a que. la casa de Grant y Ward debía 600,000. De manera que, como Banco y casa vinieron abajo, Grant quedó debiendo por su propia cuenta a Vanderbilt $150,000. Tiene honor, el viejo soldado; y empeñó al punto a Vanderbilt cuanto le quedaba de la hacienda de su mujer y de la suya propia; sus casas, su finca de campo, los regalos que en su viaje imperial le hicieron en todas partes del orbe, las copas labradas que le dieron las ciudades inglesas, la caja de oro en que le entregaron su acta de ciudadanía de Dublin, las medallas acuñadas en su honor., los dos caballos blancos, de ojo vivo y caña aérea, que le envió el Khan. Hizo Vanderbilt cual si de veras aceptaba los empeños, para que, como su deuda era privilegiada, no pudieran echarse sobre la propiedad otros acreedores de espíritu ruin; y luego que pasó lo empeñado a su poder, pidió permiso a la esposa de Grant para ofrecerle, en dominio absoluto, las pertenencias del marido: "y pasen, dijo, cuando el general lo desee, a poder del Gobierno de la Nación los recuerdos históricos que demuestran cómo supo servirla uno de sus más ilustres hijos".
Negóse el general, que, aunque pareció aceptarla al principio, se había resistido ya también a recibir de sus amigos la suma que éstos, entre los que en New York y Filadelfia estiman a Grant en mucho, tenían casi reunida para pagar a Vanderbilt su crédito. Insistió Vanderbilt; y Grant cedió; pero la esposa ha renunciado el donativo finalmente. Acomodo ha de haber: las medallas y regalos irán al Gobierno: Vanderbilt se ha hecho amable: ya los paseantes de la Quinta Avenida hallan menos insolentes los feos embutidos de oro que decoran un balconete interior de la fachada de su casa oscura.
Los hombres, uno a uno, son cosa triste de ver: en conjunto, admiran. Y como el infortunio acrisola, y no hay lavador de culpas como la desdicha, los adversarios más fieros de -la política desdeñosa, marcial y adquisitiva de que consejeros adustos hicieron a Grant .representante, arrían banderas, y saludan con ella al enemigo vencido. El, como, aquel mísero general Santa Anna en sus últimos años, tiene ya los labios apretados, como si airado de no haber podido gobernarla a su, antojo, no quisiese ya cambiar palabras con la vida. El, luego que se vio en la mano; resplandeciente como si estuviese hecha de estrellas, la espada con que ganó la libertad de los negros y restableció su nación,-soñó, hecho ya a andar a caballo, que debía entrar a saco, disimulando el arma bajo tratados y convenios como el toreador su espada bajo la muleta, por cuantas tierras baña el mar y orean los cuatro vientos en los alrededores de Norteamérica. Soñó con Alejandro y con Aníbal:-y se apaga, de la tristeza de no serlo.-Mas la nación, que vio con inquietud y disgusto, cuando no con ira, su parcialidad para con sus secuaces, y las tentativas con que hubiera deslucido su propia gloria y la de la República,--no olvida cuando lo ve desconsolado y esquivo, al que fue grande y clemente en Appomattox, juntó sin ira la República deshecha, y salvó para la libertad, con propósito o sin él, el pueblo único donde impera ampliamente. Cuando lo han visto sufrir, se han apretado todos a él; y en el Senado, donde ya habían hablado mucho de esto. un anciano de calva cabeza y barba blanca pidió a los senadores conmovidos la inclusión del general Grant en la lista de retiro con el sueldo pleno de General en Jefe de los Ejércitos de la República: y todos los senadores, y de los del mismo Sur, menos nueve, asintieron a la demanda de Edmunds. La Casa de Representantes ha de confirmarla, con debate agrio sin duda. Y ya se susurra que hablarán briosamente en pro oradores de fama.
¿Qué tienen los oradores americanos de este tiempo, que ni sus nombres, ni sus discursos, salen afuera? Los de Wendell Phillips, sí; y los de Webster; y los de Charles Summer; y los de Lincoln. ¡Ah! lo que tienen es, que el que se preocupa excesivamente de sí, es olvidado de los demás con justicia; y el que trabaja en pro del rincón de tierra en que aprovechar, y no de la tierra vasta humana en que sólo la conciencia se beneficia, no merece salir, y no saldrá, de su rincón de tierra Sólo el amor penetra.
Y es curioso ver cómo se han ido convirtiendo de oradores en lectores los representantes norteamericanos. Ya no peroran, sino leen. Tienen como vergüenza de su propia inspiración. Creen que, si dejan el vuelo a la elocuencia airosa, se les ha de acusar de romancescos e inexpertos; y una a una, en obediencia de la demanda de abogados utilitaristas, van deponiendo, sin tristeza, las nobles pasiones. El sarcasmo y la lógica quedan sólo como fuerzas acreditadas en la oratoria americana; mas la elegancia y hermosura, la olímpica majestad, la arremetida relampagueante, la gloriosa fulgencia de la palabra de Webster, parecerían ahora dotes pampanosas y vanas, con que se hurtaba el tiempo del Congreso, señalado a más altos oficios. También la oratoria como la pintura, se rebaja. En el mundo hay, sí, por Dios, más López que cortejan, que Cervantes que resisten. Tal paga, tal manda. Quieren calculadores, que vean por la bolsa. Y como de hacer el dinero, apenas les queda tiempo para gastarlo, no gustan de que el discurso les obligue a meditar, sino de que diga las cosas en lengua pedestre, que les parece sospechosa, y como poco fidedigna, si por desventura deja paso a algún primor artístico. De ser elegidos viven los representantes; de modo que no hacen cosa que desagrade a los que han de elegirlos: vese, pues, que en las tierras de sufragio hay peligro de vida en no afinar y aquilatar el espíritu de los electores.
Y con esa razón principal, lo es también para esta decadencia de la tribuna, la parcialidad cerrada y ciega con que batallan aquí los bandos políticos; porque, como se sabe lo que cada partido piensa, y de ante mano se tienen recontados sus votos, vienen a ser ineficaces los discursos, y a estar como previamente desoídos por aquellos en quienes debieran influir,-de modo que no se les da ya este empleo, ni se pretende hacer vacilar con ellos la opinión de hombres que se han resignado a no tenerla propia, sino que se usa de la tribuna del Congreso como de un medio de ser oído por toda la Nación; por lo cual ha venido a ser costumbre que diputados y senadores no pronuncien, con la animación de la palabra suelta, sino lean pausada y monótonamente sus peroraciones. Sobre que apenas hay tampoco cuestión que no de mande tal copia de hechos menudos, y razones de cifra, que la improvisación, y la vehemencia que va con ella, parecerían extemporáneas. No ha de decirse, sin embargo, que los oradores han muerto. Las ocasiones vengan, que los oradores se revelarán.-Pues cuando no tienen qué decir, ¿qué han de decir? No hay pudor más tenaz que el de la verdadera grandeza.
Oradores pujantes tuvieron en otro tiempo los Estados Unidos: aquel Nye, que llevaba en el pecho todas las pasiones de la muchedumbre, que le oía pasmada, y le seguía embebecida y sin aliento más que por el interés humano de la causa parcial que defendía, por aquella manera especialísima de discurrir en que ya describía cuadros queridos a la gente llana que iba siempre a escucharle, ya, pendientes aún las lágrimas de sus ojos, se las evaporaba en risas, ya desnudaba de toda virtud a sus adversarios políticos: y parecía que quedaba marcado con hierro el hombre a quien Nye marcaba;-aquel Garfield, de griega solidez, en cuya plática maciza y bruñida, ni la energía, ni la trascendencia, ni el ardiente amor a los hombres anduvieron nunca en falta; aquel Carpenter que luego de estudiar, cincuenta y ocho horas de seguido a veces, la materia de su discurso, salía de entre volúmenes abiertos y revueltas notas a derramar su palabra caliente y meliflua, rebosante de admirables imágenes, que venían a sus labios armónica y precipitadamente, como los movimientos significativos a sus brazos, y a sus ojos encendidos las guedejas revueltas de su plateado cabello; y ya se ponía, como quien reta, las dos manos en los bolsillos de su pantalón, ya, como quien levanta un haz de flechas, las alzaba con gesto violento por encima de su cabeza, y con inspirados ademanes, las abatía, sacudiéndolas, sobre sus oyentes; -y aquel Lincoln, que no dijo palabra que no fuera máxima, que a todos venció en el arte de conmover a sus oyentes por medios inesperados y sencillos, que decía las cosas de manera que cada cual que las oía las tenía por suyas propias, que trajo a la oratoria aquel aroma fuerte de la selva bíblica, que en el trato de la naturaleza se consigue, aquel temido Lincoln que unió, con arte de ferrador, la claridad a la grandeza.
Otros son los oradores de ahora, más famosos por su manera diestra de escaramucear que por esas benéficas oraciones que quedan por largo tiempo visibles y suspendidas en el aire, como aquellos escudos de loa caudillos que, levantados por los nervudos brazos, servían como de punto de reunión y signo de victoria a las cohortes desbandadas. Ese Edmunds, que habla como quien clava con las dos manos enlazadas y caídas, empujando a veces las palabras decisivas con el índice de la mano derecha, --certero, cortés, atendido; Blaine, que no fía a la inspiración sus dio. cursos, sino los elabora celosamente, y escribe muchas veces las mismas frases hasta que le parecen bien cuajadas, y conoce el arte de sugerir, con que gana el orador la voluntad de su auditorio, por cuanto deja creer a éste que de sí propio origina lo que sutilmente le va el discurso enseñando: agrupar es el medio, contenerse es la habilidad, halagar es el arte de Blaine;-Conkling, el más airoso acaso de la nueva tribuna, que sin un clásico no anda nunca, por no perder la costumbre del noble hablar; ni reconoce compañero más útil que el Diccionario de Noah Webster. Conkling nunca lee sus discursos, sino que se prepara cumplidamente, antes de ellos, sin que le quede malla rota en la armadura, para ningún asalto probable, ni pueda ser que el adversario sepa del caso lo que él ignore: y la sobre estos rieles, echa sin miedo ni violencia la palabra flexible y abundosa, que se esparce en variadas ramazones, y deja de una parte y otra cabos sueltos, y caracolea, y se remonta, y se enmaraña, y ya parece perdida, cuando como guiador que está seguro de sus corceles, con un hábil golpe de mano recoge las riendas divididas, y a paso resonante y altanero llega a término feliz, así cual carrero de Grecia que detuviese sus caballos robustos, en día de buen sol, frente a la columnata del Pórtico.
A Carlisle, el Presidente de la Casa de Representantes, le viene su fama de aquel inevitable influjo de su palabra aparentemente sencilla, mas redoblada de finísimo acero templado en largo estudio; él no estudia su forma modesta, que es la de un disertador seguro y discreto; mas se carga de tal suma de razón, y con empeño tal escruta los detalles en que funda sus argumentos, que lo que dice, pesa y queda: y en otro campo le buscarán batalla, mas todos le huyen en el suyo propio.-Bayard que está a punto de ser miembro del Gabinete de Cleveland, es un aristócrata de la lengua, que la usa con grande amor y gracia, y a quien lo abundante del pensamiento, sobre lo escogido de la dicción, hace parecer a veces, en el concepto vulgar, desmayado y difuso.
Otros hay, como Hoard y Long, que campean por la elegancia y riqueza de su lenguaje, que en Long alcanza excepcionales perfecciones; mas, aunque la improvisación no los pondría en apuros, ambos estudian con mimo las oraciones que pronuncian luego de memoria, con arte celebrado; y de Hoard dicen que no sólo las palabras aprende, sino en el espejo los gestos. Ya entre los famosos, quedan sólo, porque lo profundo va en ellos realzado por lo clásico y por la honestidad clarísima de propósito, Abraham Hewitt, amigo de los hombres, que se mira en ellos, y les ve alada el alma; y Cox, el diputado de New York, que los números adorna con guirnaldas de rosas, con tal galanura que sus electores mismos no se lo echan a mal, como que no tiene la razón puerta mejor que la hermosura. Estos cruzan, en las grandes ocasiones, armas en la Casa y en el Senado.-¡Oh, oratoria, león encendido!1
La Nación. Buenos Aires, 22 de febrero de 1885
1.- A continuación Martí se refiere a asuntos relacionados con la América Latina. Se encuentra reproducida esta parte del trabajo en: Nuestra America III, sección América Central, "Cartas de Martí. La Nación, Buenos Aires 22 Febrero 1885", de estas Obras Completas.