Nueva York, 6 de noviembre de 1884
Señor Director de La Nación:
Vamos a pasear por Nueva York hoy que es día de elecciones: a ver quienes votan, y cómo y en dónde, y qué se hace después de votar; a oír lo que se trama, vocifera y cuchichea; a pintar en su día de soberanía a este pueblo pujante y complejo; a palparle, ahora que las tiene conmovidas, las gigantescas entrañas. Los niños se preocupan grandemente, no bien empiezan a pensar, de la manera con que se encenderá el sol, y de quien lo 'encenderá, y de cómo se podría llegar. a él: urden en su mente ingenua y novicia colosales escalas: seguir la luz es el primer movimiento perceptible del recién nacido: conocerla, el mayor deseo del niño, y el anhelo del hombre hundirse en ella. Curiosidad igual atrae a los pensadores hacia los misterios de formación y desenvolvimiento de este pueblo, sorprendente muestra ¡ay! de todo lo que puede llegar a ser una nación preocupada de sí, y desentendida, en su propio goce y contemplación, de las maravillas y dolores del resto del universo humano.
En cuatro de noviembre se vota en los Estados Unidos para electores a la Presidencia, y para otros oficios del Estado y de la ciudad, que suelen caer al mismo tiempo; pero el día de la votación, luego que ya están apagadas las antorchas de las procesiones, y los uniformes, cascos y banderines embaulados, y toda la parafernalia del entusiasmo puesta, en espera de nueva ocasión, en resguardo del orín y la polilla; el día de la votación, digo. comienza con la noche que le precede. Cada partido tiene, por supuesto, su cuartel general y cuartelillos menores en diversos puntos, donde se congregan los agentes del partido, y se distribuyen documentos, y se ajustan tramas, y se dispone el plan de la batalla. Estos cuarteles son salones públicos, que los partidos mantienen en constante uso, y de los que suelen ser propietarios, o casas particulares, que para estos meses de lidia y faena alquilan en lugares vistosos y céntricos: y en estas casas todo es abejeo, comezón, portuguesadas, alardes de triunfo, entrar y salir en las partes bajas, donde se junta-la gente menor, y sigilo y recadeo misterio, y porteros impenetrables, y pasillos discretos, y dobles puertas en las partes más altas y escondidas, donde los patriarcas celebran sus acuerdos, reciben a las personas de cuenta, conversan en apartados rincones con los gamonales que tienen en su puño a los condados d distritos, ofrecen puestos o dineros a los oradores alquilones de cuyo influjo o palabra necesitan, y con una mano en el manipulador del telégrafo, y la bocina del teléfono en la otra, oyen y mandan, y conciertan todo lo que en pro de sus candidatos ha de hacerse, de un cabo a otro de la Unión. Lujo no se espere en estas casas, donde en estos meses se hilan y reparten los dineros por millones: en los pavimentos no hay alfombra: las luces de gas, están a medio quemador: las sillas son de madera o de rejilla pobre, y todas diferentes: alrededor de una gran mesa, gordos como Falstaff y ansiosos como Macbeth, están los senadores y personas de médula que encabezan la campaña, sin que sea raro hallar a estos caballeros con el chaleco abierto y en mangas de camisa. Sus malicias son burdas. De ingeniosos, no pecan. Sus recursos son aparatosos y vulgares. Lo que más cuesta, y lo más numeroso y tamañudo, es lo que les parece más eficaz. Proponen brutalmente. Y cuando la dan de astutos, son serpientes que parecen toros. De estas casas se sale como de un mal paso. En los salones bajos, sobre una mesa central, están en haces los diarios del partido; tapizan las paredes, en parejas, retratos de los candidatos para la Presidencia y Vicepresidencia; adornan los rincones, sobre maniquíes, modelos de las capas de hule, corazas de papel y cascos de latón, que paradean por las calles los procesionarios. En la noche que precede a las elecciones, no hay aire allí, sino masas humanas: las grandes bebederías de la ciudad, con sus mostradores de caoba, sus estatuas de mujeres desnudas, sus tapices y curiosidades ricas, sus cuadros tentadores y libidinosos, están repletas, a punto de no dejar paso, de gente rica y vociferante que bebe, desafía, gesticula y apuesta. Los cheques en blanco se llenan sobre las espaldas del vecino o en el hueco de la mano; con un rasgo de lápiz quedan apostados al triunfo de un candidato, como al de un caballo en las carreras, diez, veinte, cincuenta mil pesos: un californiano ha apostado al triunfo de Cleveland, toda su hacienda. En su oficina el Fiscal del Estado, a demanda, de los inspectores de elección que han descubierto informalidades y abusos en las listas de registro, firma por centenares los mandamientos de prisión con que en el acto de votar se ha de detener al día siguiente a los que han procurado violar las leyes y ordenanzas electorales, y votar sin derecho, o votar dos veces, o hacer en algún modo engaño o fraude: y si cesa el Fiscal por un instante de firmar órdenes de arresto, no cesa de recibir juramento a los vigilantes especiales que para este día cuatro de noviembre emplea el Estado, a que cuiden en las casillas de votación de que las leyes sean cumplidas, y arresten a los que las desconozcan o las tuerzan: sólo que como es republicano el que nombra, y con nombrar hace favor y obliga, republicanos son los vigilantes especiales, que más que para vigilar, para mover o forzar a los electores a que voten por el partido republicano, son empleados: por lo cual, los demócratas vivaces eligen a una persona de buenos ojos, para que en cada casilla vigile a estos malos vigiladores. Cuando ya está al abrir la mañanita, júntanse en la Fiscalía, para estar prontos a resolver consultas y aclarar dudas; los abogados fiscales auxiliares, a cuyo consejo acuden a bandadas durante el día los electores en apuros; éste porque le disputan el voto, aquél porque un bribón votó en su nombre por el partido contrario al suyo y no lo dejan votar ahora, estotro porque puso en la lista de registro equivocado el número de su casa y lo acusan de fullero, es otro porque van a dar las cuatro, que es la hora en que se cierran las casillas, y él es demócrata, y como los vigilantes son republicanos le han movido un pretexto para impedirle que acuda en tiempo, y él viene desalado a que ordene el Fiscal que reciban su voto:-tales son los empleos de los abogados auxiliares. Votante hay que, en alas de su abogado, se anda una milla en un minuto.
El día cuatro empieza, tranquilo y lluvioso.---Como por magia, se han levantado en las aceras de la ciudad más de 3,000 casillas de pino blanco, cubiertas de carteles. Cinco hay frente a cada lugar de votación: cinco pesos cuesta cada casilla al partido que la erige: "Aquí se juntan los amigos de los republicanos",dice en el tope de una un cartel grande;-"Aquí Butler":-y a este llamamiento lamentoso nadie acude;-"Aquí Tammany Hall", que es la casilla de la organización electoral más terrible y numerosa de los demócratas: y sus casillas sí que están animadas.
Desde las seis de la mañana, en que empieza el voto, merodean, fuman, mascan, ponen rostros horrendos y blasfeman los rufianes que, a modo de intimidadores, diputan por los barrios ambos partidos: frente a cada casilla o saliendo al paso a cada elector que llega, está con su bolsón de lienzo al costado, lleno de mazos de papeletas de votar, el papeletero de cada partido; y a su alrededor, con miradas ávidas, y tacto seguro, buitrean los "trabajadores" de los dos bandos contendientes, que así se llama en la parla política a las personas de blando hablar y buen vestir que, por los méritos de cinco pesos que les dan por esta labor, se obligan a procurar convencer a los electores de que es de ley y conciencia votar por el bando que paga a estos blandílocuos.
Por entre todos ellos, llenos de ojos los vestidos; porque parece que ven por los codos y por las espaldas, culebrean los cuidadores que cada bando u organización importante emplea, a fin de que no dejen que haya engaño en las papeletas, y den con apariencias de republicano un mazo demócrata o al revés, y de que no procuren cohechar a los votantes: lo cual no quita que llamen mucho la atención, y tomen del brazo lindamente a este o aquel que llega con apariencia ruin, unos caballeros lustrosos y bien puestos, con muy buenas ropas y sombrero de pelo, que en desdeñoso ángulo obtuso llevan en la esquina de la boca un robusto tabaco, y, a modo de Evitación, y en ángulo que no puede llamarse recto, ostentan en el bolsillo exterior del chaqué un mazo de billetes de banco, --que a las cuatro de la tarde-¡vivan los pantalones nuevos y la botella de aguardiente de maíz!-están ya en otros bolsillos. Mugriento, vestido de pingajos, tocado de un sombrero lleno de hoyos, los pies en unas botas que van diciendo lástima, descuélgase por la esquina un negrón de cara picaresca, o un vagabundo infeliz, de nariz roja y barba hirsuta, que hiede y tirita: a éste se llega enseguida, con el cuidador del partido rival en las espaldas, el señor del tabaco y los billetes:-¡y cuánto que lo quiere! ¡y qué bien que lo regala en la cantina de las cercanías! ¡y cómo halla manera, sin que el cuidador le vea, de ponerle en las manos, con el mazo de papeletas de su partido, un billete de dos o de cinco pesos, según sea de marrajo o necesitado el vagabundo! Cuando es una persona de buen ver la que se acerca a las casillas, o un artesano orondo de su ciudadanía que se ha echado encima, para venir a votar, sus vestidos mejores, los papeleteros se le adelantan, y los "trabajadores" le rodean; pero va derechamente a la casilla de su partido, y allí pide al del bolsón el mazo de papeletas, y las mira una a una para que no le engañen como suelen, y va en paz y majestad a echarlas en. las urnas. No sé qué tienen los que así caminan: pero consuela verlos, y parecen reyes.
Y todo el día es este rapacear, este ojear, este seducir, este acusarse unos a otros de corruptores y ladrones, este poner miedo en los que no parecen muy seguros, este disputar el voto a los que con el menor error o desliz han puesto en riesgo su derecho, este llevar presos a la presencia del Fiscal del Estado, o sus representantes, a cuantos por haberse registrado malamente o sin derecho, dieron a que los vigilantes se proveyesen de antemano de mandamiento de prisión contra ellos. Vienen del brazo, como desafiando y venciendo, unos diez caballeros demócratas; pero tanto inquiere de uno el "trabajador" republicano, que el caballero vacila en dar su voto; y el "trabajador" lo sigue poniendo en alarma, que no llega a ser tanta que no vote el demócrata; más no sin que se le haya antes exigido la formalidad desusada del juramentó, con que acredita su fe honrada en su derecho de votar, y se exponen a pena fuerte en caso de perjurio,-para ventilar lo cual un vigilante se lleva preso a la Fiscalía al caballero demócrata, seguido de gran muchedumbre, que injuria al aprehensor y lo conmina a que dé libertad a su cautivo; y como resulta que su voto es de ley, sale libre, entre los aplausos de la gente.-Otro grupo es de italianos excelentes, que vienen en rebaño tras del capataz que ha mercadeado sus votos; pero como la paga fue hecha afuera, de probarla no hay modo, aunque el alboroto que esto mueve es grande, y los sencillos italianos con su buen peso en la bolsa, y no poco temor, echan en las urnas el mazo que les dieron: mas se descubre a tiempo que uno de ellos dijo que vivía en tal casa, donde no vive, y aunque suplica y llora, los irlandeses se ríen de ¿l 'a gran mandíbula, y el vigilante se lo lleva en prenda. Irlandeses e italianos no se quieren bien: ni alemanes e irlandeses.'
Los de Irlanda no gustan de ir al campo, donde la riqueza es más fácil y pura, y el carácter se fortifica y ennoblece; sino de quedarse en la ciudad, en cuartos ínfectos, o en chozas de madera vieja encaramadas en la cumbre de las rocas, empleados en servicios ruines, o aspirando, cuando tienen más meollo, a que el pariente avecindado les saque un puesto de policía, si son mozos esbeltos, o de conserje o cosa tal.
Y los de Italia tampoco se van al campo, ya por ser gente apegada a lo suyo, que gusta de vivir entre las comadres vestidas de colores y los que hablan, riñen y matan a su guisa, ya por no ser personas de grandes deseos, ni aspirara más que allegar unas centenas de pesos, que estiman como monumentos de oro, y ganan haciendo oficio de barrenderos, musicantes, vendedores de fruta, y mercaderes de vejeces, y restos, con cuyo producto se vuelven luego alegremente a su lugar nativo. De manera que como la Irlanda es mucho y la Italia no es menor, los celos han subido tanto que no hay día sin corrida, paliza o pedrea entre italianos e irlandeses. En este día de elecciones, y en la mismísima plaza del Ayuntamiento, a propósito de la elección de cierto munícipe, acusado de haberse puesto en muchos votos de italianos, andaban ya a puños y puñales los hombres de ojos ardientes y los de nariz remangada: trescientos eran de un lado, y más de trescientos de otro, y la ira mucha; pero el munícipe acusado, persona de gran pro entre la gente baja, salió a las gradas de la casa municipal, y abriendo, entre altas voces, las recias manos: "No se maten por mí, dijo, italianos e irlandeses, porque en mí llevo las dos sangres: mi padre era irlandés, y mi madre italiana"; con lo que, mirándose de reojo, envainaron los contendientes las espadas.
Y esto sí que es de ver; y allá vamos, ya que hoy se hacen, además de la elección de Presidente, las de algunos munícipes en los barrios donde no se ven casas de fachada de piedra artificial, bordando calles limpias de espaciosas aceras, sino ventorros de muy mal ver, casucones de mug rosa madera, o de ladrillo despintado y roído, que a ambos lados las estrechas callejas, parecen dientes cariados y rotos en encías en ruina. Allí cl aire es fétido y espeso; las casas, colmenares; el mayor rufián, el rey; cada mujer, un ala rota; y cada puerta, una bebedería. Son aquellos romanos que pedían pan y circo; lampiños como ellos; como ellos, miserables y feroces. Cada mañana, recogen de bajo algún mostrador un hombre muerto a puñaladas o a balazos. De noche, se acurrucan en un recodo oscuro de la calle, o se reúnen en solares. solitarios, alrededor de un jarro roto, a pedir a los que pasan, siete centavos con que comprar cerveza para el jarro, o un centavo, porque tienen seis y les falta uno: y si el que pasa no lo tiene, o no se los da, muere, y cuanto lleva sobre sí, de sombrero a calcetines, va a cubrir el cuerpo de los rufianes, sin que la policía se aventure a deshacer estas temibles cuadrillas, porque como todo el barrio es de su jaez, todo él los protege y recata; y si llega a poner mano en algunos de ellos, ya está el cervecero o el político de esquina, de cuyos votos necesita el juez para ser reelecto, cosido al juez hasta que deja libres a los presos, con cuyo voto comercian los políticos, por lo que es de costumbre que se obliguen a servir en estos casos apurados a los que a su vez en las elecciones les sirven:-y los acatan los jueces,-que éste es uno de los males de que los jueces sean electos por votaciones populares. ¡Tales son las cohortes de electores que hacen munícipe a "Pericón" el cervecero, o a "Franciscazo" el vendedor de carne! Mientras más cerveza, más votos. La bebedería de Pericón da hoy cerveza a barrica por hombre. El, sudoroso, sentado en un barril, aviva a su gente. Este de un trago vacía media botella: otro, en un rincón, se ceba en su vecino, y lo abate a puñadas; uno canta, todos juran: por tierra andan ya algunos, y los demás sobre ellos: en copas no beben, sino en tinas de lata: y se cobran así los que han votado, y los que van a votar luego. Franciscazo, el de la madre italiana, anda en un coche por la calle, seguido de centenares de chicuelos: a cada puesto de votar adonde llega, echa al aire puñados de centavos, y reales sobre que se lanzan los chiquillos, en tanto que él da abierta. mente a sus "trabajadores:" billetes de a peso con que compren votos, que él a peso paga. Allí sí, no hay cuidadores, más que los de Pericón; ni policías, o no se ven al menos. Del corredor de una casa vecina se oyen gritos, golpes, juros: es que a la misma casa fueron en busca de un votante que les falta, los "trabajadores" de Pericón y los de Franciscazo, y al verse faz a faz en la escalera, dan poderes a los puños, que son tales que suelen romper cráneos, y ruedan sin sentido, o abrazados y mordiéndose, hasta la acera. Franciscazo es electo munícipe. Lago, con manchas rojas, es la bebedería de Pericón.
1-Hoy otra es la escena en los barrios más cultos. Los lugares de beber, por de contado están llenos, aunque manda la ley que los cercanos a los puestos de votar estén cerrados. Los que viven del tráfico de votos, y de tenerlos preparados para estos días, que son muchos, en esquinas, cervecerías y corredores, emplean sus artes y se ganan gente; pero por casi toda la ciudad qué orden, limpieza, y respeto!-Acá acogotan a un negro, porque tomó circo pesos de un seductor; pero tan graciosamente cuenta que él ya era amigo de este tal, quien le indicó que cinco pesos no dañarían su amistad, y le suplicó a poco que sacrificase por él sus firmes convicciones políticas, que el concurso ríe en coro, y al acogotado dejan suelto. En uno u otro lugar, ya a la caída de la tarde, con lo cerrado de la elección y la excitación del día, suele suceder que cambien puños, a pesar de su caballeresca apariencia, los "trabajadores" de los partidos rivales, o un papeletero alevoso y el elector malhumorado que ha recibido de él un mazo de papeletas fraudulentas;-porque hay cuerpos políticos de la ciudad que tienen en más la elección de determinado candidato a un puesto local que el triunfo del candidato de su partido a la Presidencia, y arreglan mazos de papeletas con la del Presidente rival a la cabeza y desligada entre las demás la del candidato propio cuya victoria les importa; lo que da lugar a comercio abierto entre los gamonales republicanos y los demócratas, y a que muchos de estos, interesados en hacer corregidor de Nueva York a una especial persona, hayan tratado en esta elección que sus secuaces voten por el candidato republicano a la Presidencia, con tal que los secuaces del gamonal republicano voten por el candidato demócrata a la Corregiduría. Por estos tratos fue vencido Hancock, demócrata, en la elección presidencial que llevó al gobierno a Garfield en 1880; y por estos tratos ha estado a punto de ser vencido Cleveland. Sólo que los hombres de negocios, sinceramente interesados en el triunfo de este hombre honrado y sencillo, dispusieron un cuerpo tal de, cuidadores de las casillas, y tantos electores desinteresados hubo, y con tal celo eran revisadas por ellos las papeletas, que el tráfico esta vez, con ser cierto, no ha llegado a mucho. En esto han de pensar aquellos pueblos que quieran conservar la libertad de que gozan: sólo la disfrutarán mientras la vigilen; la perderán, como aquí mismo, en esta misma tierra santa de la Libertad, han estado a punto de perderla, tan pronto como la abandonen.
Van a dar y a las cuatro, y es hora de que, muy de prisa, recorramos las urnas. En éstas los "trabajadores" son ¡quién lo dijera! dos mujeres aún jóvenes: llevan al pecho la cinta blanca y azul, distintivo de los partidarios del candidato de las sociedades de temperancia, el apuesto y ferviente St. John. Jamás se vieron hasta hoy mujeres en las aceras, repartiendo papeletas y trabajando, con elocuencia y persuasión reales, por convencer a los votantes: y es fama que., en aquella casilla hubo buen número de votos por St., John.
En otras casillas vitorean a un octogenario: Tilden es, el profundo Samuel Tilden, que pudo rescatar de los bribones el Estado de Nueva York que esquilmaban y envilecían con un inicuo gobierno, mas no la Presidencia de la República a que fue electo en 1876, y que le hurtaron los republicanos.-Y al Presidente Arthur vitorean también calurosísimamente, por discreto, cortés y gentil, a su salida del puesto electoral en donde ha dejado su voto en pro del rival que le venció en la candidatura a la elección del partido para aspirar a la elección presidencial, su rival Blaine.
Pero ¿qué pasa en aquellas otras urnas, que la gente se agolpa junto a un anciano que expira? El anciano tenía ochenta y seis años: salió a votar con su hijo, rehusó ocupar en la fila el puesto que le cedían los que llegaron antes que él, y, asido de su derecho de hombre, cayó muerto al pie de las urnas. No bien dan las cuatro, y las urnas se cierran, dentro comienzan los inspectores, guardados por los policías, a contar los votos: y fuera son las riñas de muchachos y mozos, y a veces de hombres crecidos, por ver quién se lleva las casillas. Se echan sobre ellas, y las desclavan con las manos. Otros vienen a quitárselas, con palos y piedras. Cien muchachos se juntan de un barrio, y cien del vecino. La policía suele acudir, y golpearlos donde no quede hueso roto, o donde quede; y ellos, con la cara ensangrentada, echan a correr calle arriba, con las tablas al hombro. Para hacer candeladas las quieren, con lo que es de uso antiguo que la gente menor celebre aquí las elecciones. De días atrás, no ha quedado barril en las aceras que los muchachos no se roben, ni cajón o baúl viejo en los desvanes que no escondan en el sótano; y cuando la madera escasea, de las cercas de los solares las arrancan: -aunque el honor no está en esto, sino en apoderarse a mano fuerte de las casillas. Como se va avecinando la noche, aunque llueve de recio, se enrojece, con el color vaporoso del hierro encendido, la bóveda del cielo. En cada esquina, frente a cada puerta, llamea una fogata. Si la han hecho niños de buen vestir, suelen llegar con unos garfios, protegidos de lejos por rufianes talludos, grupos de chicos de los barrios bajos, blasfemando y braveando, que hacen de barateros de la fogata, y con sus garfios arrebatan los barriles encendidos, y con gritos de triunfo se los llevan a una esquina cercana: a lo que no es común que se opongan los niños de buen vestir, ni sus padres, porque si lo intentan, y riñen o toman de un brazo a alguno de los malandrines, caen sobre el regañante con las manos armadas de manoplas, o con puños tan fuertes que dan como si lo fueran, los rufianes que con las manos en los bolsillos han estado en fila en la acera, cuidando del buen éxito del robo: tienden a dar en las sienes, o un golpe fatal que ellos saben; detrás de la oreja. Niños hay, y hombres también, que se levantan a morir de estas contiendas. Pero, por lo común, la fogata es ocasión de entusiasmo y risas. Algunas hacen altas, como una columna, poniendo, uno sobre otro, barriles vacíos: prende la llama abajo; el humo negro, como un diablo escapado, sale por la alta boca; tras él, como las hojas de una palmera, brota en lenguas la llama. Puesta de sol de Egipto parecen las calles, con todos los cristales de sus casas encendidos, y las paredes, y los vecinos que desde ellas miran, y el aire mismo, en unas oleadas amarillo, en otras vivamente azafranado. Y ya a esta hora de la noche ¿quién, aunque la lluvia es torrencial, no irá a la parte baja de la ciudad, o a las grandes plazas de la Unión y de Madison, a ver, con la muchedumbre aglomerada en ellas, lo que van anunciando, ya en grandes lienzos colocados sobre un techo o en la fachada de un muro, ya en los que arman a las puertas de sus oficinas, los diarios más notables de la ciudad?-Todo Brooklyn, todo Nueva York, todo New Jersey, están en las calles.
No hay salón de bebida que no hierva. En los de suburbio, a los lados de ambos ríos, se apuesta y balbucea; y no hay nadie en pie, sino porque los unos se apoyan contra los otros; de beber y vocear están roncos. No son así los salones de gente alemana, que votó muy temprano, y a sus casas no ha vuelto, sino a oír perorantes, y quemar sus pipas, y beber en sus jarrillos de barro bañado, sobre la salchicha de Frankfort o el bocado de pastoso Limburgo, el Hubmacher negro, o el Licboschaner: toda esta gente de Alemania es de buen ver; su ropa, buena; su aspecto, honrado; su alegría, reflexiva y bonachona; su lealtad, tenaz; su juicio, lento y propio; en todo alemán hay un poco de Lutero :republicanos han sido por lo común, pero esta vez, han votado mayormente con los demócratas, acaso porque, con promesas y parla pomposa, los amigos de Blaine hicieron creer a la caterva irlandesa que el caudillo republicano movería querella a Inglaterra en pro de Irlanda, con lo que se ganó mucha parte del voto irlandés, cuya preponderancia en la ciudad y en la política del país no ven los alemanes de buen' grado: --en verdad, los alemanes han despoblado selvas, y fundado Estados, y abierto vías férreas del Atlántico al Pacífico; y el mejor comercio de Nueva York, alemanes lo hacen; mientras que Irlanda, fuera de este o aquel hijo inteligente, astuto o valeroso, no ha traído más que gente preocupada y odiadora, amiga de puestos públicos y oficies ruines. El hijo del alemán es culto, respetuoso, fuerte y dado a su trabajo. El del irlandés es perezoso, enteco y pendenciero. .A bien que en Irlanda hay dos razas: la una de pelo negro, nariz aguileña, barba poblada y alma clara y heroica; la otra de pelo rojo, naricilla al viento, boca máxima de labios caninos, y almilla de aldehuela, desconfiada, terca y vanidosa. Quien quiera ver pandemónium de razas, en noche como esta de elecciones en que estamos, debe venir a Nueva York, en que todas se mezclan y hormiguean. A las plazas de Madison y de la Unión va la gente, porque en ellas tienen el Herald y el World, sus boletines; y cerca de ellas están los cuarteles generales y sucursales de ambos partidos, y los hoteles grandes y famosos,, el de la Quinta Avenida, donde ha posado Blaine, lleno de republicanos; el de Hoffman, que fue posada de Cleveland, lleno de los demócratas de más cuantía. De cerveza no se sabe en estas ricas cantinas, sino de champañas y claretes. Banqueros y corredores conocidos gritan, fuera de si, de pie sobre las mesas. Son Bolsas los atrios de estos hoteles y bebederos suntuosos: nadie pone atención, en la cantina de Hoffman, cubierta de tapices y cuadros valiosos, en el Fausto dormido de un pintor español, con un Mefistófeles arrodillado que parece un arriero alcarreño, orando con el rostro vuelto a tierra, cual si no quisiera ver cómo; en contorsiones estudiadas y volcánicas, cruzan el cielo lácteo, a manera de ráfaga, despeinadas y lívidas, en todos los abandonos del deseo, un montón de mozas ubérrimas y esbeltas; ni en un plato de porcelana se fija nadie, en que una mujer joven, alta y fina como los Cristos maravillosos del guatemalteco Quesada, es arrebatada, cielo arriba, con visible deleite suyo, en el lomo de un monstruo fiero y retador; ni hay esta noche, apiñada ante el cordón de seda que protege de los curiosos la obra de arte, aquella caterva de mirones seniles que a toda hora escudriñan las bellezas de las ninfas acuosas y diáfanas de Bouguerau, que, en posiciones que trascienden de sobra a academia y señorío, y quitan en verdad a la tela toda intención y apariencia lúbricas, convidan a un fauno temeroso a que se hunda con ellas en las aguas: a este cuadro lo decoran y miman aquí, como un altar: de lo alto, bajo un dosel de terciopelo y flecos de oro, cae sobre el lienzo un torrente de luz, que las cortinas rojas de los lados concentran y recogen, ante el cuadro; en jarrones de Sévres, a menudo rodeados de símbolos amorosos de plata o porcelanas varias, están siempre turbando con su aroma los sentidos, grandes trazos de rosas. Y por las esquinas, bayaderas de bronce. Venus corpudas en mármol blanco, una bacante descarada que, con los brazos por detrás de su cabeza, y desmayado de placer el rostro, abraza la cabeza de un Sátiro fornido, en que remata el poste en que se apoya. Un sable japonés cuelga de un lado: una cabeza de carnero, con los cuernos embutidos de zafiros y topacios, está junto a una puerta: junto a otra, un altar chino, todo de oro; un mosquete de los tiempos de Médicis enseña sus incrustaciones de nácar, a poco andar de una gran arca de hierro, toda llena de cerraduras formidables, que parece máquina vincesca, y es del tiempo: bajo una lámpara de cristal de roca, en un arco de bronce, cuelga un loro: un bronce de Barbedienne, un jockey a caballo, preside una esquina del mostrador; cerca, da vueltas una caja armónica; en la otra esquina, vestido de seda, hace muecas un mono: ésta es, de las cantinas de la ciudad, la mas rica, frecuentada y famosa. Pero ahora ;qué vocerío! En las calles han doblado los policías: tras el mostrador de Hoffman, han puesto otro vivo de cantineros: entrando de lejos, no sin gran trabajo, y vistos tras la masa de hombres de ropas negras que llenan el salón, aquellos ágiles mozos, de gran delantal pulcro, semejantes, entre las botellas y copas de colores que les resplandecen en las manos, a un colosal gusano blanco con pintas amarillas, pardas y rojas, no parecen, destacándose del fondo del mostrador de caoba bruñida, repleto de cristales tallados y frascos artísticos, un ejército diestro de criados, sino como ese malsano molo blancuzco que en los lugares fétidos cubre a los árboles caídos, o esas flores verdosas, que, con la cabeza despeinada entre los codos, ven surgir, de un inmenso tronco negro, los bebedores de ajenjo. Nadie sabe lo que bebe, ni lo que paga por ello. Es el único día del año en que los hombres hablan en esta ciudad, sin conocerse. De lo que dicen, ya ricos, ya pobres, o siguen copas y efusiones, o puñadas.
No se habían visto antes jamás: y en un momento, como cuando se asiste a la representación de una noble obra dramática, se hablan con cariño y abandono de alegría, y se juran, siempre sobre una copa, amigos: a menos que no disientan su parecer, y arremetan uno contra otro, como gladiadores ebrios, aunque esto, en los buenos lugares, sin ser raro, no ha de pensarse que es frecuente. Todos quieren hablar, sin que nadie lo logre. Las diez de la noche son ya y no se reciben aún más que vagas noticias. De pronto, en Hoffman, atruena un hurra el aire, y los vasos se detienen en las manos de los bebedores: un noticiero agita un telegrama, por sobre su cabeza: Cleveland tiene mayoría en la ciudad de Nueva York: publica otro que Vanderbilt, que a cientos cuenta los millones, ha dado $150,000 para ayudar a los gastos de elección de Cleveland. Otro hurra ahora, para Canmack, un animoso corredor de Bolsa que sin miedo a la derrota probable, ni millones aún en que remirarse, dio a los demócratas cincuenta mil pesos. Un hombre, por fin, no de mal ver, logra alzarse, voceando y agitando el sombrero, sobre los hombros de unos cuantos amigos: lleva un libro de cheques en la mano: "Apuesto un millón de pesos-grita-a que Cleveland será electo Presidente". Se oye un rumor sordo, como si consultasen los concurrentes para aceptar la apuesta: los apostadores de oficio, y los que llevan libros de apuestas, como en las carreras de caballos, se abren paso a codazos entre la multitud, para saber si la oferta colosal es seria. "Tu cheque por un millón de pesos no es bueno", responde al fin uno: "¿tú quién eres?" "Pues aquí firmo, dice el hombre escribiendo con lápiz sobre la copa de su sombrero, otro por veinte mil que perderé si el del millón no es bueno". Pero nadie entra en la apuesta, y el hombre sale, como un triunfador, de la cantina, del brazo de sus amigos, que ríen mucho del caso, porque el de la apuesta es millonario, pero en buen humor y atrevimiento. En un cuarto alto del hotel, en mangas de camisa, coronada la frente encendida de gotas de sudor, un senador, un senador de rostro rojo y poderoso cuerpo, lee, como un ogro ocupado, los primeros recuentos. Favorecen a los demócratas todos: frenesí es aquello, no entusiasmo: todos se dan las manos, y se abrazan. Brillan con un placer infantil los rostros apagados. Se sonrosa la frente de los viejos, y las canas traviesas se les saltan del peinado, como queriendo remozarse, y volver a su negror y mocedad: patriarcas graves, que en julio eran candidatos a la nominación de su partido para la Presidencia, ebrios de júbilo, echan ahora sus sombreros al aire, y los vuelven a echar y no se ocupan más de ellos. Abraham Hewitt, el perno de Peter Cooper, autor de un magistral discurso sobre el hierro y sus aplicaciones, Sachem venerado entre los demócratas, de gran limpieza moral, sexagenarío y millonario, habla móvilmente, levanta los brazos al cielo, dice cosas hermosas, y hunde el rostro dichoso en el hombro de un amigo.
En las calles, bajo la lluvia estruendosa, en el frío, húmedo, andan del brazo hombres y mujeres, los que tienen paraguas, olvidados de abrirlos; las mujeres envueltas en sus capas de goma. De pronto, como dos fieras, a que se abre paso con lástima, asoman, por una esquina, él transido en un traje viejo de verano, ella ebria como él, cubierta con un sombrero de paja, abrigada con una manta rota, dos vagabundos jóvenes que parecen acabados de levantar del lodo. Ella le lleva a rastras, deslumbrada de tanta luz, y casa limpia, y vestido correcto, como un ave de pantano a quien se echase a volar por primera vez en un teatro de magia. A1 fin desaparecen, huyendo de un carruaje ligero de que tiran, como un gigante que lleva a espaldas un niño, dos caballos de sangre, de ojo batallador, pecho nervudo, vientre escaso y cañas finas: dos recién casados, en capotes impermeables, ríen dentro del carruaje que ella guía; luce en su capuchón el rostro vivaracho de vez en cuando salpicado por una gota de lluvia, como de mañanita luce una rosa, que parece que acaba de despedirse de su amado, y se ha abierto a sus besos, y se lo quiere decir a todo el mundo:-han salido, de su comedor cubierto de medallones de bronce repujado, alhajado de sillería de rica talla, a ver a Nueva York en elecciones. Si se entra en un carro, echa de él la gente que rebosa. Si se sube al ferrocarril elevado, nótase a los viajeros conversando en alta voz, lo que no hacen jamás. En una esquina del vagón, un hebreo de larga nariz, que hace danzar sus espejuelos de oro, corta el aire con el ir y venir del puño de plata de su bastón de ébano, descontento de oír decir a un joven demócrata de rostro pomposo que viene de Tammany Hall, donde están reunidos los demócratas en millares, oyendo música, discursos y noticias, y que allí se sabe que Cleveland ha triunfado en el Estado de Nueva York, donde no se creyó jamás que triunfaría. ¡A su casa con él! dice de mal humor cerrando la portezuela del vagón el conductor, que es republicano, y rompe en denuestos horrendos. Todo el carro ha puesto el oído al perorante, que se siente escuchado y crece. "¡Cleveland es nuestro Presidente!" dice al fin como si a aquella hora fuera posible saberlo. "¡Ese mozo quiere azotes!" gruñe desde un rincón envolviéndose en su recio gabán húmedo un amigo de Blaine. Y la gente se echa a reír, y el perorante. El tren vacía su carga a los pies del puente de Brooklyn. Ya se ve desde la escalera, a pesar de lo tenebroso de la noche, el inmenso gentío que llena la plaza de las Imprentas, donde están los grandes periódicos, y la del costado del correo, que es toda cabezas, porque en ella está el World, que tiene fama de publicar noticias fieles en el vasto lienzo, adornado de los retratos de los candidatos demócratas, con que decora su puerta, y por esa calle se va al Herald, en cuyo pórtico de mármol está armado desde el día anterior el sencillo aparato de tablas y cuerdas, donde en cuadros de lienzo de a un metro, numerados, van escribiendo en grandes letras negras, las noticias, iluminadas, como el cuadro de Bouguerau, por un dosel de luces. Pide fin ya esta carta; Demos de andar de prisa. Al pie de la escalera de la estación, ¿quién no se siente tentado a darle un beso?, un picolín de cinco años, empapado de la lluvia, sale al paso ofreciendo su periódico:-¡Extra, patrón! Muchas mujeres vendedoras lo asen atrás, para que no les quite la mercancía. Y todo el mundo se la compra a él, la gente prefiere ser buena cuando no le cuesta trabajo serlo. "¡Oh, patrón, vendo mucho esta noche: me los compran como buñuelos calientes!" ¡Pobre comerciantillo de cinco años! ¿Y ese otro caballero que vende el alcance al Herald, en papel rosado, unos pasos más adelante? Está a caballo en un león de madera dorada, que es la muestra de una camisería. Por los ijares del león le cuelan dos botas de trabajador, en que cabría holgadamente el caballero. El sombrero es un casco agujereado de uno que lo fue y quedó sin alas. Pero las alas se le ven al italianillo emprendedor en los ojos, que le relampaguean mientras se inclina, como un jinete desde su cabalgadura, a ofrecer sus alcances a los transeúntes, que ríen de verle allí encaramado, cayéndole a raudales la luz eléctrica sobre una capilla desflecada, de hule azul, de las que usan acá en las paradas de elecciones los procesionarios de alquiler.
Uno tras otro están los grandes diarios: el Sun, primero, que tiene colérica a la gente por su embozada defensa de Blaine y su enconosa campaña contra Cleveland, pero que ahora recobra voluntades, ya porque está dirigido con tal arte que es dificíl perderle la afición, ya porque en su boletín, que también goza fama de notable, a pesar de que las noticias que desde las diez de la noche están llegando de toda la nación no favorecen a Blaine, él así lo dice, aunque ha probado que odia a Cleveland a diente y cuchillo; mientras que el Tribune, de torre altísima y edificio suntuoso, único diario de Nueva York, aun entre los republicanos, que a Blaine ha defendido abiertamente, hora tras hora pasa, con silencio mortal que se transmite a la muchedumbre republicana, que aguarda sus nuevas, sin dar más que las que benefician a Blaine, que, como son pocas, tarda en dar. ¡Que triste es ver a los hombres vencidos! Se entra en deseo de ser vencido, como ellos. Y ¡cuánta gente! Nadie se va: muchos afluyen: un encanto sujeta a los que vienen: noche lluviosa y negra es, pero en las almas parece de mañana: las luces eléctricas, alzadas a algunas varas del pavimento, parecen con su hervor, claridad y centelleo, palabras divinas o espíritus venidos de lo alto a traer mensajes profundos a los hombres: y unas que hay, que se rompen en múltiples rayos, como un diamante al sol, parecen escudos de dioses, colgados en el aire para alumbrar, cuando el sol cesa, la refriega humana. Dibújase a lo lejos, por uno de los lados donde remata este gentío, el edificio en que se imprime el más sesudo de los diarios alemanes de Nueva York. En su fachada enorme sólo brillan dos luces, ya a los bordes del techo, que semejan, grandes y rojas, los ojos de un gigante, digno guardián de tamaña muchedumbre. ¡Ahora sí que es ya continuo el vitoreo, el hurreo, el canto, la aleluya ^, Nueva York, ciudad de gente nacida de sí misma, prefiere indudablemente a Cleveland, nacido de sí. Coros de gruñidos reciben, sobre todo delante de los diarios demócrata, las noticias ventajosas para Blaine: y todavía está en los aires, en manos del colgador que ha de colocarla en el aparato, la nueva de que el Estado de Indiana ha dado su voto a los demócratas; de que New Jersey, donde los republicanos distribuyeron, en los dos días anteriores al de. la elección, más de $500,000, vota también por Cleveland; de que Florida, el Estado cuyo voto fue escamoteado por los republicanos en las elecciones de 1876, es demócrata por buena mayoría; un hurra, formidable como una arremetida de caballería, un hurra que rueda de calle en calle, y renace de sí mismo, y no cesa, y no cesó en verdad hasta las últimas horas de la madrugada, un hurra con vibrantes alas, grandes como para cobijar un ejército, hechas de sombreros, se levantó robusto, por el aire. El que a las doce se iba y volvía a la. una, encontraba vibrando el mismo vítor. Un blainista, ebrio de la dicha de los monomaníacos, enjuto, como un oficinista, luengo como un poste de telégrafo, estaba a eso de las nueve con una mano en el bolsillo del gabán, y la otra en alto ondeando su sombrero, sacándose de la garganta ronca vivas a Blaine, a "nuestra esperanza y nuestro orgullo", al caballero de la "pluma blanca", como llamó a Blaine hace algunos años el orador ateo Ingersoll, que ahora es su enemigo: y ya muy pasada la medianoche, todavía estaba frente al Tribune, cóncavos los ojos, pálidas las sienes, desaparecidas las mejillas, ida la voz, con una mano en el gabán y la otra con el sombrero por el aire, lanzando gritos, que parecían los últimos clamores de un agonizante venturoso, en honra del caballero de la "pluma blanca".
¿Cómo, tras de campaña tan enconada, hay en la hora ansiosa de su remate, tanta paz? Mayor que la ansiedad es la alegría. El entusiasmo redime a los hombres, y los embellece. Fatigados de los oscuros y egoístas cuidados de la vida diaria, se visten el espíritu de fiesta, y la traen en el rostro, en estos días en que por común consentimiento y mandato de la ley, todos los trabajadores dejan en reposo los aprestos de labor, y ejercitan, una vez al fin, su derecho de señores. El hombre se recobra, y se rejuvenece. Se siente condueño de su patria, él, el esclavo de un martillo, de una mesa de escribir, de un capataz huraño, de una rueda. Y mientras más grande ve a su pueblo, más grande se ve, y más se respeta, con pensar que ayuda a hacerlo. De eso viene esta paz: de que nadie tiene celos del poder de nadie: de que, como en el jubileo hebraico, lo que en los años normales se ofusca y tuerce, cada cuatro años, en este día de jubileo, es vuelto a su lugar y condenado: de que, en la caja de cristal en que se echan las papeletas y en la mesa de pino en que se recuentan, tanto pesa la papeleta del Presidente Arthur, que votó por los republicanos, como la del trabajador irlandés que vino después de él, y anuló su voto, puesto que votó, entre los aplausos de la gente, por los demócratas. Sólo en que el sufragio se corrompa puede estar el peligro de loe países que se gobiernan por el sufragio: allí donde no hay un poder superior a otro, sino que no hay hombre que tenga, aunque el triunfo lo engrandezca y los dones naturales lo hermoseen, poder mayor que otro hombre: allí donde la blusa de cuadros del albañil puede tanto como la levita principesca del mercader, como la casaca del opulento petimetre, como el uniforme galoneado del general, como la túnica morada del arzobispo; allí no queda orgullo rebajado, ni derecho desconocido, ni opinión desoída, ni dignidad burlada y desafiada: allí donde con un ejército de papelillos doblados se logran victorias más rápidas y completas que las que logró jamás ejército de lanzas: allí, donde antes que pase el tiempo necesario para que las iras se aprieten y estallen, se les da ancha y natural salida, y modo de que remedien o desarraiguen la sinrazón que las provoca: allí donde cada cuatro años, los que fabrican y mantienen la Nación, que son sus únicos dueños legítimos y naturales, se sientan a examinar el manejo de su hacienda, y dan juicio sobre la obra de los administradores, y los confirman y reemplazan; allí, donde la Nación es el Gobierno ¿cómo han de provocarse esas batallas de odio entre el Gobierno y la Nación, posibles sólo en pueblos ineducados, elementales e incompletos?-¿esas contiendas de clases, cuando al cabo de cuatro años la clase ofendida puede enfrenar los desmanes de la que la desafía? ¿egos costosos y sangrientos desbordes de impaciencia, cuando antes de acumularla se le da modo respetado de satisfacerse? ¡No en vano, los que en pueblos diferentes nacimos, ambulamos por entre esa muchedumbre de reyes, ya vertiendo dulces lágrimas de gozo, de ver a los hombres redimidos, serenos y resplandecientes, ya lágrimas que escaldan las mejillas, lágrimas que muerden hasta el hueso, y tienen manos invisibles, y claman a los cielos, lágrimas de desesperación y de vergüenza!
¡Oh! muchos votos se venden; pero hay más que no se venden. Las pasiones trastornan, y el interés aconseja villanías; pero la justicia vela. La inseguridad aparente de los pueblos que se gobiernan por el sufragio no viene de su incompetencia, sino de su impersonalidad y multiplicidad. No se pronuncia por una voz sola, y parece dudoso y vacilante, porque tiene millares de voces, que sólo se reúnen una vez, cada cuatro años y con admirable sentido determinan. Sin alarde, y como quien satisface una función natural, depone este pueblo a los ambiciosos, impone a los honrados, expresa su voluntad, resuelve en justicia, sale, sin miedo a la lluvia, a ver en los boletines de los periódicos su decisión obedecida, y, en un ferrocarril que anda por los aires, vuelve a su casa limpia, donde los hijos duermen hombro contra hombro, cerca de la caja de herramientas de sus padres; el uno con el retrato de Blaine al pecho, el otro con el retrato de Cleveland. Mientras tanto, afuera, las razas se con. funden; los grupos cantan en coro los refranes de la campaña; se levantan por el aire periódicos encendidos, en befa de Blaine, que escribió tales cartas que hubo de rogar después, con lágrimas de miedo, que las quemasen; se ven alas caídas, de la gente de Blaine, que pierde poder y apuestas; y alas nuevas y alegres, de la gente demócrata, que al fin, tras veinte años de pelea, ha ganado la batalla. Por los carros del puente se vuelven los brooklynianos a su Brooklyn; y por los vapores van a sus casas los de Jersey:- en arco osado va de orilla a orilla del río Este el puente: y viendo desde los vaporcillos alumbrados de faroles de colores que lo cruzan, las aguas argentadas y movibles, tal parece, ayudado por los caprichos fantásticos de la niebla, que del fondo del río se levanta, atraída por el estruendo de esta memorable noche, la virgen colosal de la Libertad, que duerme en calma y asoma la cabeza soñolienta, que va de orilla a orilla, y a la que el arco del puente, sembrado a trechos de luces eléctricas, sirve de diadema.
José Martí
La Nación. Buenos Aires, 7 de enero de 1885