Noviembre 1 de 1884
"Zig-zags"-la aplicación de la palabra no es nuestra: púsola en uso-hasta donde nosotros sabemos-un distinguido escritor cubano, don Rafael M. Merchán, actualmente residente en la capital de Colombia. Es allí editor de un periódico, y bajo el nombre de "Zigzags" que dejamos apuntado, publica las más interesantes revistas que es imposible imaginar de cuanto sucede-y hasta de cuanto no sucede en Bogotá. En "Zig-zags" y con la inconstancia de la abeja o de la mariposa, su espíritu aborda ora un asunto, luego otro, como ellas los colores hermosos y la miel, toca él el punto palpitante, y pasa y sigue en su camino. Ese es el origen de la palabra; sigamos adelante.
Ya llegó el otoño; según Pérez Bonalde "la estación melancólica en que las hojas y las aves se van"; son de ello las señales inequívocas. Pasó ese verano que tan benigno estuvo al principio, pero que recordando de pronto, y al irse ya, quién era, nos dio una tan calurosa y cordial despedida, que poco faltó para que nos derritiese. Ya la atmósfera está respirable y el termómetro ha bajado de las alturas plutónicas -por no decir infernales-a cifras de calor más en relación con nuestra comodidad. De vez en cuando se siente en el aire algo como el ala húmeda de un ave que lo refresca, son las primeras brisas heraldos del invierno, que ya se puso en marcha para hacernos su visita anual. Se han acortado los días, avaro de su luz el sol, cada vez viene más tarde y se retira más temprano. Prados y bosques, yerba y follaje, comienzan a perder la fresca esmeralda de sus colores.
La cimera de los árboles cada día amanece de distinto aspecto; tal parece que las hojas, al comenzar a perder la savia y viendo su fin cercano, hubiesen querido ataviarse con la luz que bebieron durante los cálidos meses estivales, y por eso cada una se apropia un color y el árbol parece, agitado por la brisa, un prisma palpitante, un iris murmurador y lleno de susurros. Y las ramas comienzan a desnudarse; cada día es mayor el número de hojas que por tierra arroja el viento. No, no hay duda, ya llegó el otoño, estación que los americanos llaman Fall, o sea, caída de las hojas.
Ese en el campo. La ciudad se prepara a la actividad mientras la naturaleza se apresta para el reposo. Desiertos han quedado los inmensos hoteles en lo alto de los montes o a la orilla del mar; ya el murmullo de las ondas no se confundirá con el ruido de frases amorosas, repetidas en los nocturnos paseos al manso rayo de la luna, y en la arena no se ven las huellas de menudos piececitos de niños, ni barre la marea los castillos y fábricas de una tarde, que en la playa levantaron manos infantiles. En el establo está guardado el pesado carretón que por las veredas de la montaña arrastraron cuatro caballos jadeantes, y del cual un grupo humano lanzaba al aire sus cantos y sus risas en las alegres excursiones veraniegas... Todo eso pasó, y como leños a la vorágine del remolino han vuelto esos seres a la ciudad, a la faena, a las calles enlodadas, al brillo de las luces eléctricas. ¡Felices los que como las hojas caídas de los árboles, hayan conservado un rayo siquiera de la luz de los meses cálidos, claros, de azulado cielo que ya pasaron!
Y vese en las calles animación y vida, y por las noches se colman de gentes de rostros quemados por el sol, los restaurantes, los hoteles, los teatros. Ya se habla de los bailes que habrá en la estación cercana, de los artistas que visitarán la ciudad. El frac y la corbata blanca recuperan sus derechos, y en vez de partidas de pesca, de excursiones acuáticas, se habla de la venida de Irving, el gran trágico inglés,-de las funciones de la Theo, flor del invernadero parisiense,-de la Opera Alemana que nos dará a Wagner,-y de la Patti, que por un torrente de oro cambiará el de límpida armonía que brota de su garganta. Y por sobre todo esto, se oye el ruido de la agitación política; a la vuelta de cada esquina se halla la oficina de un comité; ora demócrata, ora republicano, y los pobres candidatos, retratados al por mayor y en inmensas telas, pueden ver su efigie colgada en todas las calles, como bandera de alianza para sus partidarios.
Procesiones, meetings, antorchas, disfraces de pacíficos ciudadanos, que se lanzan por esas calles de Dios, y se reúnen en torno de tribunas improvisadas, y aplauden arengas que no oyen y gritan como locos, y a la mañana siguiente tornan a su labor diaria con un sentimiento análogo al del soldado que vuelve de la refriega. Sienten que el laurel vendría bien sobre sus sienes, y en el fondo de su alma deploran el que esa vulgar necesidad de procurarse "el pan nuestro de cada día" les impida llenar su misión de héroes, para la cual se sintieron nacidos cuando marchaban en desigual formación por las calles de la ciudad, atronando los aires con sus vítores y marcando el paso-con absoluta independencia de sus camaradas-al son de la música, si destemplada cuasi marcial, de la banda alemana que mediante unos cuantos greenbacks se dejó seducir hasta el punto de abandonar su puesto de siempre en la cervecería de costumbre, por los azares y peligros de una procesión eleccionaria. Y no pueden seguir su vocación, y en vez de ser héroes es preciso tornar al taller. ¿Cómo está de injusticias lleno el mundo!
justo no sería sin embargo el mirar, solamente bajo ese aspecto, esas manifestaciones populares; si ellas tienen muchas arandelas y aditamentos que las hacen aparecer pueriles o ridículas en parte, no por eso dejan de ser eco de la opinión pública y palpitaciones del sentimiento que anima a grandes masas de la sociedad. Pasando por alto los arreos marciales improvisados, el aire de ferocidad que toman algunos de los individuos en la marcha y otras muchas nimiedades que sería largo detallar, siempre hay algo de majestuoso, de imponente, y de consolador para el espíritu republicano en esas manifestaciones populares. Y como adelantada en la vía del progreso puede considerarse la nación, en donde para la solución de sus cuestiones eleccionarias, sólo se emplean de la guerra los pífanos, tambores, banderas y pompa militar, sin que, como tan desgraciadamente aún sucede hoy en algunas de nuestras repúblicas, cada nueva elección implique el derramamiento de sangre, fecundo sólo en miserias y desgracias.
Los teatros han abierto sus puertas, y actores y directores empiezan su labor, su tarea, en la cual sólo tendrán descanso cuando vuelva el calor. Delante de sí se les presentan largos meses de trabajo: es necesario divertir a sus conciudadanos. Y afortunadamente el público neoyorquino en materia de teatro es bonachón, primitivo en sus gustos y fácil de entretener. Unas escenas violentas al principio, un criminal atroz, un ser de virtud inmaculada; fortuna, dicha, prosperidad y buen éxito para el primero hasta la penúltima escena del último acto, y amargura, desgracia y desengaños para el segundo, hasta dicha penúltima escena, ahí de cualquier manera no importa cómo, aun violando toda apariencia de verosimilitud, en el momento crítico en que ya sucumbe la virtud, se cambia la corriente, la inocencia triunfa el crimen es castigado, uno, dos o más matrimonios, según los que se puedan' hacer con el número de personas que haya en las tablas, y cae el telón en medio de aplausos generales, y los buenos burgeois neoyorquinos se retiran satisfechos a su hogar.
Poco importa cómo se llegue al fin, pues el público traga entero lo que se dice y el encanto se aumenta si hay hombres vestidos con camisas rojas y botas altas, que constantemente tienen en la mano un inmenso cuchillo, que por dácame esas pajas despachan a un prójimo para la eternidad, prójimo que el autor se reserva el derecho-toas droits reserves, dicen los libros franceses, y éste acaso sea uno de ellos-de volver a la vida, como hizo Cristo con Lázaro, sin que al público se le ocurra hacer la más leve objeción, ni poner en duda -el poder, milagroso del dramaturgo para resucitar muertos, cuando así le convenga para el citado triunfo de la virtud. Probablemente es tanta su alegría de volverlo a ver, que pasan por alto una cosa tan insignificante como una resurrección.
Y a pesar de lo uniforme de esas tramas, a veces hay en el desarrollo de ellas situaciones dramáticas interesantes y momentos que fascinan y hacen olvidar la imposibilidad de lo que se representa, por lo ilógico que sería según lo que vemos en la vida real.
JOSÉ MARTÍ
La Nación. Buenos Aires, 18 de diciembre de 1884