Tampa, Tampa cubana, estuvo muy bella allá por noviembre del año pasado. La ciudad era un solo corazón. Dar era el ansia de todo el mundo: darse. Los rivales se vitoreaban, y los enemigos se miraban sin ira. Se asombraban los hombres de ver con afecto, de ver con ternura, a los mismos a quienes ayer veían con desdén o desagrado. Se alzaban almas; y escuelas. Se unían las opiniones, con ocasión de una visita útil, en el amor purificante de la patria. Tiembla la carne todavía de recordar aquella virtud cubana.
En aquellos días, los hombres de edad eran los más juveniles. ¿Y Pedro Gómez, el soldado de los diez años, que ha puesto en su casa el pino más alto, para clavar en las nubes la bandera, a. que se la vea y acate en toda la ciudad; que escribe en su jerga campestre cartas que son verdaderos planes de batalla, y pudieran enderezar a todo un estado mayor; que se aparecía por todas partes, callado, detrás del viajero, con sus ojos entre paternales y burlones, su barba blanca en halo, las manos de la pelea cerradas a su gabán, como demandándole la cuenta de lo que se había de hacer con todo aquel entusiasmo, con aquella espuma bullente, con la patria sentada en la tortura, Vestida de torero, con las sortijas de la carnicera en los dedos, y en los labios el cigarrillo envenenado? ¿Y Triana, senador del trabajo, con su corazón sonriente, y una honradez que le da aire de niño, y la autoridad de su alma afable entre sus compañeros que lo respetan, y su levita cruzada, su sombrero alto, su bastón de mandar, sus espejuelos de oro? ¿Y Espinosa, el artesano patriarcal, que vio destierros, que paseó preso por España. que de sus tijeras y sus reglas se levanta a leer, con la poca luz que le queda dé] día, la oratoria y el romance, y a recordar ante un coro de hijos "aquel artículo grande", "aquélla sí que era inteligencia"? ¿Y Ayala. el escenógrafo Ayala, escondiéndose de pura modestia, perdido, allá en el Liceo, entre sus bastidores y sus telones, con el alma cándida luciéndole en los ojos, a fuego sereno, y la dicha visible de poner en el lienzo, con los colores de su mano, su Cuba que adora, bella y sencilla como la ve él en su corazón, y sus mártires y sus héroes? ¡El dibujo véalo el necio!: aquel amor de padre es lo que hay que ver; y aquella fidelidad a la patria adolorida, y aquella pasión sincera. Allí estaba Ayala, arrodillado, envolviendo en la bandera la patria (te su corazón, encendiendo la mirada de sus hijos ilustres, ciñendo coronas a sus muertos. Y se levantaba a saludar, mudo de gozo, como un niño cuando recibe un premio.
Bueno, pues: Ayala prefiere su labor humilde, y sus canas libres, libres al fin por unos cuantos años antes de morir, a aquella vida de hábitos vejatorios, de complicidades inevitables, de trabajo asustado e inseguro, de compañía vil y odiosa que se vive ahora en Cuba. La mucha edad no puede mover las manos tan de prisa como la juventud. Tampa se dispuso a dar en honor de Ayala una función de beneficio. Y Ayala, con meses de tiempo, pintó una obra de empeño, un telón magno: allí todos sus sueños y esperanzas, allí el color de la naturaleza en que vivía, y la vislumbre de esa otra, más bella o fea según nuestra virtud en este mundo, en que después todos hemos de vivir: allí palomas, y flores, y coronas, el corazón entero de su limpia vejez, para su noche heroica, para el beneficio del "viejo", ¡para su beneficio! Y llegaron de Cuba dos desconocidos, dos hombres que asombran y se van, dos músicos que honran al país, Albertini y Cervantes: y Ayala, que no tenía más que dar, se fue a su Liceo, callado y medroso, miró aquel telón suyo, que había de estrenarse en su noche de gloria, el telón en que por meses, en su sencilla soledad, había ido vaciando el alma buena: y dio a sus dos paisanos su telón de beneficio.
Patria, 21 de mayo de 1892