El día, un buen día de Filadelfia, ha sido hermoso de energía y verdad. Se han juntado almas, se ha añadido a lo que había, se ha abierto campo nuevo. Es hora de descanso, alrededor de la mesa hospitalaria de Marcos Morales. La madre norteamericana, tiene la piedad de Cuba, y su dolor; la hija mayor, como cuando la Biblia, bella como su corazón, sirve a la mesa. No: al viajero 'enfermo no le han de servir manos de alquiler. La casa ama cuanto ama el padre bueno, amigo de Cuba, amigo de cubanos. Se habla de los que se pueden elogiar: no ce habla de lo que merece censura. Se ha servido a la patria durante el día, y se es indulgente. La casa va a llenarse de gentes nuevas. Se conversa del respeto que en Filadelfia tienen a los cubanos; del talento criollo, que inventa y rebosa; de un baracoeño que hace versos, y tabacos; de la poesía falsa, de la poesía verdadera, de la poesía guajira. Y Marcos Morales, hombre hoy de casa de lujo, ganada a puño en la soledad yanqui, recuerda sus tiempos de mozo, allá en Barajagua, donde "le dieron el tiro de muerte al brigadier José González, tabaquero y maestro de azúcar". También Marcos, de muchacho, componía décimas, antes de saber leer, décimas de amoríos para los campesinos, de "conquistar" y de "reconquistar". Y cuenta de cuando llegó una vez con su padre a una vega, a comprar del mejor tabaco que había, del de Manicaragua; y vio a una muchacha, que se quedó dormida, debajo de un árbol, "uno de esos tipos preciosos de la naturaleza". Al verla, me inspiré; y ella al sentir los caballos, se despertó. Allí mismo, con mis catorce años salvajes, escribí esta décima al salir, esta increíble décima:
En una fresca mañana De un florido mes de abril, Donde el céfiro sutil Agita la palma indiana, Una guajira lozana, Más hermosa que una ¡agua, Bajo una hermosa yamagua Medio dormida la hallé, Y al verla dije: "¡Esta sí es La flor de Manicaragua!"
De codos en la mesa, José González, de Bejucal, hombre tallado en un corazón, cuenta modesto, los méritos de otros; todos los demás cuentan los de él, su ardiente patriotismo, su hogar modelo, su ancianidad incólume, su oratoria castiza, de puro sincera, su corazón amigo. Adora la virtud, y la adivina. Ama a los pobres. Describe la vida en Cuba cuando su niñez, el pensamiento ahogado, el banquete misterioso, el juramento a que no ha faltado él, los versos rebeldes. Se acuerda aún de esta décima suya, puesto que se habla de décimas, improvisada en un banquete "por este pobre criollo que nunca fue a la escuela".
¿Y tú no sabes mis penas De qué derivan, Tomás? Mira tu pueblo, y verás Como gime entre cadenas, Mira las conciencias llenas De ignorancia, de inquietud, Postrada la juventud En el sopor del olvido, El pudor casi extinguido, Casi muerta la virtud.
Pero esos versos no los debe decir, del bochorno, el que lleva en la memoria un soneto como éste; alusivo a una pintura, que escribió quien nadie sabe, y dice:
Ese ramo de palma cimbradora, Que un genio abarca en la siniestra mano, Simboliza la patria del cubano, Tierra infeliz que entre cadenas llora. Mas también en la diestra vengadora Tremola el pabellón americano, Anunciando la ruina del tirano Y los albores de la libre aurora. En vano el opresor, llame en su abono, Las nieblas del funesto oscurantismo, Persiguiendo a los genios con encono. La ilustración combate al despotismo, Y ya los lanza del sangriento trono, A los horrendos antros del abismo.
"Pues ese soneto,-dijo González,--es de un niño de Bejucal, de un niño de quince años, de un cubano mulato, José María Martínez. Era "mochila" todavía el pobre aprendiz; "cogía tripa" en la tabaquería. ¿Cultura? ¡ninguna! Unas tías suyas, morenas, lo enseñaron a leer. Su amigo era Nicolás, esclavo de los Márquez. Un cubano de progreso llegó allí, un señor Lezcano, y tenía un álbum con las páginas orladas de emblemas tropicales, y versos buenos en todas ellas. Nicolás le servía de criado, y como dijo que José María hacía versos, Lezcano quiso que le escribiese una página donde había un genio, con las palmas en una mano, y la bandera americana en la otra. Y José María haló de la pluma, y escribió, a los quince años, ese soneto. Luego, rompía todo lo que escribía: era una angustia vérselo hacer: era como un nihilismo del corazón. Le tachó el censor unas décimas de indios que hizo para El Ariguanabo que publicaba un Valdés en San Antonio de los Baños, y desde entonces rompía cuanto escribía "porque el censor todo me lo mata: son los hijos de mi alma, y no los quiero ver falsificados".
José María Martínez, a los quince años, no era menos que genio. Lo mismo en poesía, que en pintura, que en música. El fue el autor de "El Capitán", un drama en tres actos, y aquel poeta natural tuvo que dar la obra a tres conocidos para que le pusieran la ortografía. Juan Clemente Zenea lo criticó, y le halló poder. Era triste verlo, porque siempre estaba triste. Pasaba por las calles de Bejucal como una sombra: por la calle Real, por donde iba pocas veces, por la plaza de la iglesia, por el rincón de la terrera, deshecho como su corazón. El cuerpo, cómodo, era como para hombre feliz; pero en la luz desolada de la frente se le veía el alma irremediable. Murió de la asfixia colonial, de la estrechez, de la pena.
Y ya que estamos en sonetos, aunque en Cuba, después de "La Bacante", de Luaces, no vale la pena de hacerlos, óigase éste, de otro bejucaleño, a quien todo el mundo quiere, allá en su botica, a quien pocos tienen por el poeta que es, como que hace estas cosas:
LA LOCOMOTORA Arrogante, temible, bramadora, Dando al aire sus gritos de progreso, Con el vapor en sus calderas preso Se adelanta la audaz locomotora. No es su marcha triunfal devastadora, Que dondequiera que el fecundo peso Gravita de su mole, deja impreso El surco de la industria bullidora. Así es la libertad: con firme paso A reformar la humanidad camina Cual sol que nunca llegará a su ocaso; A su mirada la Opresión inclina La sangrienta cerviz, mientras acaso Los materiales de su tumba hacina.1
La casa se llenaba ya, y el trabajo patrio volvía a empezar. Se comentaban las poesías, y el anhelo de libertad de todo lo que se escribe en Cuba; y las aspiraciones santas de otro tiempo, en rimas cojas, y las desvergüenzas madrileñas de hoy, con todos los acentos, y el alma del país, que estalla en todo lo que escribe el corazón popular. "Y eso es tan verdad -decía al levantarse Marcos Morales-que me van a oír esto que le dijo en un bautizo un veguero a su comadre. Antes de la guerra fue, el año 67. Le estaba entregando el niño, de vuelta de la iglesia, y le pidieron que "hiciera un verso". Lo pidieron de modo que hubo que hacer. Y apenas vaciló, y habló así Eligio Cruz:
Es grande mi regocijo, Es muy grande la alegría Que siento, comadre mía, Al ver ya cristiano a tu hijo. Sólo una cosa te exijo: Que le hagas ver que es hermano De todo el que sea cubano, Y yo quedo complacido. ¡Lo que. siento es que ha nacido Bajo este yugo tirano!
Patria, 29 de abril de 1893
1.- Este soneto es de Francisco Campos y Marquetti, que fue farmacéutico de Bejucal y emigrado revolucionario en México durante la guerra de 1895. El soneto forma parte de un libro inédito de versos de este cubano.