Es libro de acariciar, por la hermosura y artístico cuidado de la impresión, y por la delicadeza y sentimientos de los versos, el que Rafael de Castro Palomino acaba de publicar con el nombre de Preludios. Como sereno juez y alma compasiva se reveló Palomino en los Cuentos de Hoy y de Mañana, donde ve el grano de justicia, y la paja prendida, a las cuestiones sociales. Orador lo es de veras, cuando la patria divina lo apasiona, y halla siempre en los lances de prueba una novedad feliz o un dramático recuerdo. Por poeta de estudio y honor lo tienen justamente los que a su amigo jacinto Luis, que es fiel lector, le han oído la silva Al Invierno, y la oda A la Guerra, difícil en estos tiempos reales, a aquel otro compañero a quien se le heló ya la voz, a Miguel Párraga. Pero sólo a los que no sepan de la vida, y de que el amor escaso es lo más cierto de ella, y la inmortalidad confusa cuya prueba está en su perenne pensamiento, extrañará que ya a1 blanquearle la edad, arranque el desterrado a "la lira de su alma" los pálidos Preludios.
Son breves las composiciones, como la verdad poética, que es como el rayo o la mariposa; pero el prologuista agudo, que ha sido Francisco Sellén, y sabe que lo que se dice ahora sobre "suspirillos germánicos" viene sólo de desconocimiento de la poesía natural, y de la antología griega, por no pedantear recordando más modelos sobrios, echa de lado con razón el pecado de copia que se pudiera suponer, por aparentes semejanzas, a las escenas fugaces de los Preludios, y adivina en ellas, como poeta bueno, el amor o dolor real de que han nacido. Un mérito peculiar tienen estos versos; y es que muchos de ellos se fijan en el lector, tal como si los viese, por la sincera fusión del sentimiento conmovido, y el cuadro en que lo revela. Lo que importa en poesía es sentir, parézcase o no a lo que haya sentido otro; y lo que se siente nuevamente, es nuevo.
De amores son los primeros versos del libro, bajo el rubro de Ayer; y bajo el de Hoy los últimos, todos de duda. Lo parecido a lo de otros no es mucho, ni lo mejor de la colección; sino el sepulcro que aparta otros labios de sus labios, y el cuadro de serena tristeza donde, con ella al lado, ve un lucero hermoso y otro a media luz, y el de ella siguió a todo brillo por el cielo, y se ocultó el otro en las nubes, que era el de él. Pero a donde llega a la poesía mayor, que es la que expresa sin adornos la verdad y pureza triunfantes de la vida, es en la pintura de aquel amor suyo que empezó con besos infantiles en los juegos, y fue lava después, y luego tumba; pero el amor no ha muerto, y la besa hoy, sin saber dónde está, por el candor que el alma anhela después de vivir, como la besaba cuando eran los dos niños.
Los versos de Hoy, nublados acaso por la sutil desdicha de la expatriación, que envenena y oculta la felicidad del inundo, brotan, con tintes de amor, del poeta sazonado que pone en lo eterno la pasión ensayada, con lágrima a veces, en los cariños livianos de la vida. Sus "cantos ligeros" flotan sobre el abismo de su corazón, como la espuma sobre el horror del mar. Las penas son plumas negras; y la esperanza, impalpable entre ellas, es una pluma blanca. Como los fuegos fatuos sobre las sepulturas hay en su vida luces tenues, "efluvios de ilusiones sepultadas" en el cementerio vasto de su alma. Su corazón, desnudo de fe, es como el esqueleto del bosque, en el invierno, por la tarde. Una anciana moribunda le dice que "no ve nada" de la vida. Es ave de paso en la existencia; pero ¿caerá postrado al fin contra "la barrera misteriosa", o "volará más allá"? Pregunta en vano a los sepulcros y los astros. El tiempo se lo ha llevado todo; y a solas con su lira tañe las notas tenues que resuenan vagas y tristes en la sombra. Todo se lo ha llevado el tiempo: ¿se habrá llevado también "la esperanza de la patria"?
Por su brevedad misma, pues, y su limpieza de adornos violentos, viene a descubrirse el mérito principal de estos versos amigos, que es la realidad de la impresión. A la vida se le van cayendo los velos poco a poco y cuando se conoce y rehúye lo de verboso e inútil que hay en ella, vuelve como una ingenuidad al corazón, que en los hombres sensibles y adoloridos se refleja, a la tarde de los arios, en la sencillez de la poesía. Y en la misma literatura de América aparece a tiempo este libro veraz, porque ya América comenzó a salir del noviciado de pompas y lentejuelas, gratas sólo a las civilizaciones nacientes, a la vez que rechaza, por no venir con su edad, los ornamentos recargados con que los pueblos viejos, como las cortesanas al caer, visten la poca beldad de la naturaleza, lo que es otro modo de barbarie. En América solían rimarse ideas, más que sentimientos, olvidando que la poesía y el arte todo está en la emoción inesperada y suprema por donde en una hora propicia culmina una especie de emociones semejantes. Y se pierde la perla de tanto envolverla en conchas.
Pero aún falta una beldad que elogiar en el libro de los Preludios, que es el libro mismo, impreso por el caraqueño Manuel María Hernández, con el esmero con que el orífice tornea su joya. El autor tiene un hermano, que es el impresor; y salen al mundo libros bellos como éste del poeta, de la amistad entre el autor, que da la piedra preciosa, y la impresión, que la calza en digna montura. Aquí el impresor fue poeta también, por la delicadeza con que regala la edición memorable a la hija de Rafael de Castro Palomino, y por el arte de la prensa, que tiró hoja a hoja, en páginas de fondo floreado y marco de oro leve, como las más ricas de los libros nuevos. Tal cuidado merecía en verdad un libro donde no hay una sola palabra del vicio y vanidad que afean la vida.
Patria, 22 de abril de 1893