La patria está hecha del mérito de sus hijos, y es riqueza de ella cuanto bueno haga un hijo suyo, sobre todo si trabaja en lo que ya han trillado otros, y lo de él resulta más útil y completo que lo de sus predecesores. España tiene, en iconografía del Almirante, el "Informe sobre los retratos de Cristóbal Colón", muy sagaz y lleno, que la Academia de la Historia le imprimió a Valentín Carderera. Feuillet des Conches publicó en francés, años hace, una crítica ordenada de las imágenes del descubridor. Ni en inglés, ni en lengua alguna, hay obra tan juiciosa e imparcial sobre los retratos colombinos, y monumentos y pinturas del descubrimiento, como la "Galería de Colón", nutrida de historia y chispeante de personalidad, que Néstor Ponce de León, en la medalla de la cubierta de su rico libro, dedica "A Colón, en el centenario del descubrimiento de América". La cubierta es de oro y carmín, y debajo del título, como adorno, tiene una estrella.
De Colón es difícil escribir, y de todo lo suyo, porque la antipatía e incuria de una parte han dejado perder lo que la gratitud excesiva, la vanidad nacional y la necesidad humana de lo maravilloso exageraban por la otra; así es que de cuantos retratos ha distribuido Ponce de León en los tres grupos de su libro,-los de originalidad probable, los de medallas, estatuas y cuadros conformes a las descripciones impresas del descubridor, y los imaginarios,-lo ,más que puede decirse en pro del mejor de ellos es que se acomoda a la pintura que hacen de Colón los tres libros fidedignos de su época, puesto que las mismas Historie de su hijo Fernando no son de creer, desde que se duda si él las escribió, y hay que estar a lo que de Colón dice, más que la Historia General de los hechos de los castellanos, de Francisco de Herrera, y la de Fray Bartolomé de las Casas, la Corónica de las Indias, de Oviedo, que lo vio en vida como fue, más alto que mediano, de miembros recios y vigorosos, de ojos brillantes y bien proporcionados al resto de la faz, muy rojo el pelo y de cara rojiza y pecosá; y amable cuando quería, e iracundo cuando la pasión lo levantaba. El libro entero de Ponce de León se mueve sobre esta clave, sin tomar por cierto lo que halaga sus simpatías y por falso lo que las ataca, sino ciñéndose a la prueba estricta, grata o no, porque el autor es persona judicial, que peca acaso de entusiasta cuando ve en Colón "uno de los hombres más grandes que jamás existieron", pero no está con los que tienen al Almirante por el pirata ladrón y falsificador cobarde que pinta Aaron Goodrich, ni por el "embajador de Dios y el Papa Pío IX", a quien quiso canonizar Roselly de Lorgues.
Sobre Colón, y de oídas o lectura, pudieran muchos escribir, porque todo es, espumando las artesas de otros, o hilando lo que dicen los viejos, presentar en forma más o menos luciente lo sabido. Lo personal es lo que ha de celebrarse en los libros sobre Colón; y la autoridad de quien lo estudió en su estilo descompuesto y egoísta, y en el candor o pasión discernibles de sus contemporáneos; y el juicio humano y fresco sobre aquella vida terca y ambiciosa.
Un cubano de admirable mente, Manuel Sanguily, dibujó hace poco en la Habana con colores de historia verdadera al marino profético y batallador; otro habanero laureado, José Silverio Jorrín, perito mayor en letras y artes, "ha consagrado muchos años de su útil existencia a escribir una completísima vida del gran Almirante"; y ahora Ponce de León embellece y retoca la relación de sus imágenes con el desembarazo y agudeza que dan grato sabor a su prosa intencionada y limpia. Es como una conversación la Galería, entre gentes que saben de Colón cuanto hay que saber, y no habla de persona interesante sin anotarla, ni de museo o biblioteca sin un dato feliz, ni de un pintor sin un rasgo de su carácter y época. A Paolo Giovio, el arzobispo munífico y venal de Nocera, lo pinta de cuerpo entero, rico y bajo, adulando a reyes y empleando artistas, con ocasión del "retrato de Jovius", cuyo original, conocido hoy sólo por el grabado del Almirante pensativo, es acaso el de Orchi, que está en manos de la familia del Arzobispo, muy raído y confuso, y que no puede estar lejos de lo verdadero, porque allí se ve el atrevimiento sin el desinterés, y el alma fosca y concentrada, y el ojo fijo, hondo y adoselado de quien ve lo que otros no ven, y la inteligencia ida por las nubes, y la boca amarga. Así, de pasada, con cierta controversia picante y cortés, y el gusto de reconocer el mérito, viene a ser el libro de Ponce de León cono academia al aire libre, y guía de historia y de arte.
El grupo primero, de los retratos que tal vez tomaron los pintores del natural en vida del Almirante, es lo de más fuerza y cuidado de la obra, porque de ahí arrancan los juicios todos de ella, y por el estudio de él se viene a saber que no hay prueba, directa o circunstancial, de la originalidad de ningún retrato de Colón, ni más que inducciones de que éste o aquél, el que llaman de Rincón, acaso, o el de Juan de la Cosa, sea retrato de vida. Del arzobispo Giovio, admirador fanático de Colón, piensa con juicio Ponce de León "que no es creíble que se contentase con una copia imaginaria de su gran compatriota, cuando había en España tanto pintor español e italiano", y él tenía orgullo en sacar de originales los cuadros de contemporáneos de su famosa galería, sobre que Vasar¡ dice en sus Vidas que Giovio tenía el retrato original entre sus cuadros de Corno; pero la colección se repartió entre los herederos, y aquel Colón, a no ser el de Orchi, ha desaparecido. El de Yáñez, luego que le quitaron el bárbaro repello, parece ser de una mano que pintó a Lope, Calderón y Quevedo, que son glorias más jóvenes, aunque en el Yáñez se ve la frente comba e hinchada, los ojos de orbe, el labio seco y belfudo y la nariz rapaz por donde, con un poco más de noltura en el pincel, pudo acaso pintarse aquella alma pertinaz y codiciosa. El Lotto femenil, apuntando al mapa de Ruysch, de 1509, no pudo ser de la persona del Almirante, muerto en 1506. El noble grabado de Capriolo en los Cento Capitani lllustri, se asemeja tanto al Jovius, que puede haber nacido de él, y no se sabe de dónde nació. El caballero de todo traje del inglés Anthony More, con su gola y sus rufos, y el sortijón de los dos gallos que pelean, y un marco de fina alegoría con armas diferentes de las que Oviedo describe como de Colón, no tiene del nauta más que el poder de los ojos, y el señorío que bien pudo venirle de los días de. orgullo en que le amó en Córdoba, Beatriz. Cogoletto, que se da por cuna de Colón, y su rival Cuccaro, poseen retratos antiguos, que son Jovius también, y copias pobres. Antonio del Rincón vivió en España, como retratista de la Corte, y pudo y debió retratar a Colón, sobre todo cuando el retrato que pasa por suyo y está de siglos atrás en la librería de los reyes, es el más vivo y lógico de todos, con el triunfo y bondad del rostro entero, "en los pocos meses en que el Alinirante fue feliz", y la frente en que de veras cabe un nuevo mundo, y el jubón sin cuello y airoso tabardo. El de Banchero, del lujoso Codice Diplomático Colombino, es un Rincón sonriente. Del de Juan de la Cosa, el piloto de Colón, no hay prueba de que en la carta que "Juan de la Cesa la lizo en el puerto de Santa María en el año 1.500", quisiera el marino retratar a su Almirante en el santo Cristóbal que, donde queda en su mapa Centro América, lleva a cuestas al niño Jesús, con la mar a los tobillos, de un continente a otro; aunque no es de pensar, como dice Ponce de León, que hombre tan ingenuo como el piloto dejara de aprovechar la significación cristiana del nombre de su patrón en la lengua nativa, para ponerle a la espalda el pretexto religioso del descubrimiento; y lo cierto es que si se le cercena la barba al San Cristóbal, quedan, casi como en el de Rincón, los ojos voraces y abrasantes, el labio que cuelga, y la fuerte nariz.
Llega a Patria el libro suntuoso en momentos en que va el periódico a la prensa, y ni de paso siquiera cabe hablar del grupo segundo de la Galería, donde descuellan el indignado Colón de Barabino, en el cuadro en que explica el paso de Asia a los doctores incrédulos, y el Colón encadenado de Wappers, ceñudo y robusto como Segismundo; ni del grupo tercero, de los retratos imaginarios, donde está el de la casa de Alba, con traje de Otelo, el pelucón rizado de Debry; el bravo del aguafuerte de Flameng, la ruina de la Habana, que parece ser el hijo natural del Almirante; el barbudo capitán de Herrera, el armenio de Hull, de pluma a la mitra y la paloma al hombro y el hugonote de Jomard, el duque de Paramigiano, que abonó Prescott en su libro; el grabado de Philoponus donde, de turco o griego, va pisando anclas el "Almirante de navíos para las Indias", y el Vieux Gastronome, que creyó Rinck descubrir en una venduta orleanesa, y es un viejo avaro, de gorra y chaqueta, que "en su mano seca está pesando un huevo".
Museo copioso y causa de pensamiento sobre la variedad y grandeza de la vida, es la muy rica parte de la obra que en láminas excelentes, y con texto ameno e imparcial, enumera los monumentos principales de Colón en Europa, donde ninguno aventaja la novedad magnífica del de Barcelona, ni el de Génova, muy redondeado, ni el de Huelva escueto, ni el híbrido de Madrid; y los muchos y bellos que la munificencia del mexicano Escandón, el patriotismo creciente de Santo Domingo, el entusiasmo de Chile y Perú y el regalo de Eugenia Montijo a Colombia han traído a América. En los Estados Unidos no hay tributos a Colón, ¡Sea 1a mansa estatua de Filadelfia, o la burda de Washington, o el bello "Colón niño" de Boston, que compita con el airoso monumento, hijo del de Barcelona, en que sus paisanos de New York celebran al genovés "burlado primero, amenazado en el viaje, encadenado luego, tan generoso siempre como oprimido"... En Cuba, la más ensangrentada e infeliz de las tierras donde el italiano puso el pie, hay la estatua habanera, de buril francés y poco pensamiento, con la mano en el globo; el busto arrinconado que Espada dio al Templete; el Colón preso del español Valmijana, obra noble y dolorosa, que regaló a la Sociedad Económica de Amigos del País, Gabriel Millet; el mármol de Cárdenas, descubriendo el mundo nuevo, que Piquer y Miranda trabajaron, y nació de la voluntad viril de la Avellaneda; y el Colón de Bayamo, de tierra del país. .La ciudad de Colón aguarda la arrogante estatua del cubano Miguel Melero; y la Habana el fogoso monumento del español Susillo, con el león que de un zarpazo abre la mar, y el almirante hincado en la barca que corona la esfera, y al tope la cruz; y para "los supuestos restos de Colón", hoy guardados bajo la lápida donde pasa la efigie del nieto Cristóbal por la del nauta, labran en Madrid, con los cuatro heraldos que cargan el sarcófago de bronce, la obra de genio del catalán Mélida.
A los cuadros y grabados del descubrimiento da la Galería su última parte, muy pintoresca y cabal, donde va el orden monótono realzado por la viveza de la anécdota y el calor de la biografía: juntas allí la historia y la leyenda, vese a Colón vagando de niño por la playa, en el cuadro de Concano; o por Venecia y Lisboa pidiendo ayuda, en los lienzos de Tavarone y Pickersgill; o con su hijo al pie, que es de lo más bello de su vida, enseñando las sendas de la mar a los dominicos hospitalarios, en las pinturas de Wilkie y Masó y Cano e Izquierdo; o demandándole a Isabel, en la tela heroica de Brozik, apoyo para ensancharle la corona; o saliendo de Palos, vuelto al cielo, en la escena animada de Balaca; o ¡Tierra!, con Solimene y Calone y Vanderlyn y Puebla y tantos más. Muévese allí la historia entera, la fe del pobre indio, la Santa María hundida en la mar, la procesión de la vuelta en Barcelona, el Almirante preso, la audiencia nueva de la reina Isabel, la muerte "en el rincón de una posada". El cubano José Arburu, sobre el tema de un periódico madrileño, pintó con gloria la "Primera Misa en América", que, con palabras como colores, describe el poeta Julián del Casal: de rosa y lila el cielo, ,el océano brillante, el dosel del sacramento bajo la ceiba gigantesca, y Colón saludando con la espada al sacerdote de brocado y oro. Pero cuando Armando Menocal, libre el genio criollo, pintó, atrevido y feliz, al descubridor de América, buscó por estudio la ceñuda fortaleza del Morro, poblada aún de tanto muerto cubano, copió la mar airada que se rompe contra las breñas, y mostró a Colón, cargado de hierros, entrando en la barca a donde lo manda preso el español Bobadilla; la cabeza grandiosa se destaca, sobre el torvo gentío, en el horizonte azul: el cuadro chispea.
Con la Galería de Colón, libro único en la literatura americana, y más rico acaso en datos y láminas que las mejores publicaciones centenarias de Italia misma, ha enseñado Ponce de León, cuerdo y paciente, cómo se puede realzar con el juicio fiel y vivo, el rasgo súbito y el color breve y dichoso un tema de erudición traído y llevado, que en manos más recias pudo parar en pesada disquisición o en polémica pueril. Ornato de librerías, depósito de consejos y hora amena es este acopio crítico de las imágenes del italiano tempestuoso e infeliz; y la bella impresión. de página ancha y lujosos dibujos, parece casa natural de la nobleza con que el libro fue compuesto y escrito.
Patria, 16 de abril de 1893