Esta es la historia del poblano don Vicente Cuevas, que llegó a Cuba en un bergantín, de España, sin más seso, ciencia ni bienes que una carta en que el señor marqués de Casa Vetusta lo recomendaba a un empleado ladrón, y con las mañas de éste y las suyas, amparadas desde Madrid por los que participaban de sus frutos, paró el don Cuevas de las calzas floreadas y las mandíbulas robustas en "el señor conde Cóveo", a quien despidieron con estrépito de trombones y lujo de estandartes y banderines los "buenos patriotas de la Habana", cuando se retiraba de la ínsula, del brazo de la rica cubana Clotilde. Esta es la vergonzosa historia, dicha con sobrio ingenio, cuidado estilo y varonil amargura.
Llega el Vicente más un sobrino honrado en cuya boca pone Meza el libro-con los sesos tan pobres bajo su sombrerete "de copa como media bala de cañón", que lo primero que ve de la Habana es el tope de un muro, donde lo montaron de burlas la noche de Reyes "a esperar los magos"; y él da con el burócrata truhán que necesita del ignorante tamaño para que le manen oro, por artes bribonas, ciertos expedientes mohosos de cuyo estudio saca a un leal oficinista, a fin de que el Vicente, que ni leerlos sabe, le deje de dueño en la oficina de que el despojado era guardián; él finge "que escribe mucho y de prisa"; él es dado a títulos, y tan servil con su superior como tan tiránico con el escribiente, su sobrino; él para en la cárcel de que el otro lo saca, fugado, a la goleta que lo lleva a México; él vuelve a poco tiempo al destino del otro, que es puesto alto y pingüe, por lo que quienes escudan a aquél en virtud de la parte que perciben de los provechos del empleo, tienen empeño de poner a la cabeza de la mina, por sobre cárceles y robos pasados, a uno "que se haya dejado la vergüenza en Cádiz"; a un pillo que, como Vicente, encubra que lo es, cacareando que está "en un país de pillos"; bueno, en verdad, puesto que los sienta a su mesa, y les da sus mujeres para que se paseen por sus calles, hecho ya un señorón de carretela, con su placa en el frac y caña de Indias, con su panza eminente y pechera de brillantes, con su calva lustrosa y cuello vacuno, aquel que, traficando en la deuda, cuyos secretos están bajo su guarda, y tomando para sí lo que se allega con pretextos patrióticos, vendiendo a sus propios soldados garbanzos manidos, llega a arrancar con una perorata condal, los aplausos del cínico banquete que preside, en el mismo teatro desde cuya cazuela, como si con el ambiente hubiera bebido desde el desembarcar, la certidumbre de que el alcornoque en su tierra era el dueño de ésta otra, juró, cerrando el puño, a los que se reían de él, que don Vicente Cuevas "¡había de ser algo!" Y lo fue todo, hasta esposo de Clotilde.
Todo esto se cuenta en el libro, que parece una mueca hecha con los labios ensangrentados. Cuéntase cómo se va en Cuba de Cuevas a Coveo; cómo se enriquecen, a robo limpio y cara de jalea, los empleados; cómo chupan, obstruyen y burlan al país, que pasa en la sombra discreta de la novela como una procesión de fantasmas lívidos y deshuesados; cómo echa vientre el conde, a la tibia luz de su casa voluptuosa de soltero, entre cocheros y poetas celestinos; cómo sobre el ataúd caliente de la vana mujer que da la beldad de su hija a un' necio título, engordan-mientras el mayordomo leal muere de pena, el secretario, el general, el contratista, el canónigo, el coronel, el escritor "patriota" que hoy atenta, vestido de negro y con bastón de carey, contra las vidas de aquellos a quienes ayer sirvió, ¡y tal vez le lleva y trae flores! Al lado del conde se mueven, esbozados de propósito con sencillez no exenta de firmeza, el portero adulón; el cochero procurador; el buscapié, servil; el secretario, presuntuoso; los oficinistas, famélicos; los ladrones titulados; la suegra, frívola; la hija, complaciente. Se ven los misterios de oficinas, el lujo grotesco del advenedizo, el sabio asedio de la casa rica, nuestras casas y parques, criados y costumbres, vanidades y barraganías, festejos y banquetes.
El comer es parte principal de Mi tío el empleado: come pan y sardinas en la fonda donde llega; come a Chartreuse tendido en su casa de soltero, donde luce, bajo un guardapolvo de cristal, un becerrillo de oro; come a chaleco abierto, en casa de su suegra difunta, rodeado de coroneles y canónigos; come con su secretario a traga mesas, cuando preside en el teatro, lleno de luces que no se saben apagar, el festín patriótico: "¡daba gusto ver comer a aquellos dos hombres!"
No parece de veras, aun a los que todavía llevan el brazo manchado de cuando se rozaban con ellos por las calles, que esos entes cómicos, sobre cuyas cabezas flota la tragedia, sean tan desnudos de mérito como los pinta, calcándolos del natural, este libro, que deja una impresión semejante a la que ha de dejar una bofetada. Es un teatro de títeres; de títeres fúnebres. Y a no ser porque no pueden negarse los ojos a ver, ni la memoria a recordar, diríase, conforme se va leyendo el libro, que sólo en los dominios de la pesadilla pudieran llegar a esa preponderancia, ignorantes y pícaros tales. Hay algo de pantagruélico en aquellos banquetes, y de rabelesiano en la risa del libro, no tanto por voluntad de éste como por efecto del modelo monstruoso. El libro, sin ser más que retrato, parece caricatura; pero precisamente está su mérito en que, aun en el riesgo de desviar la novela de su naturaleza, no quiso el autor invalidarla mejorando lo real en una obra realista, cuya esencia y método es la observación, sino que, hallando caricatura la verdad, la dejó como era.
Este don de observar es en Meza tan característico, que .ha de constituirle una originalidad poderosa en los libros donde ya salgan en sazón las cualidades que, por lo despacioso de ellas y lo joven de él, se muestran aquí, y deben mostrarse como en agraz; porque no es esa observación común que copia lo que ve, como la fotografía, sino otra implacable y casi ceñuda, que realza su poder con su justicia. Y parece que brega a brazo con su objeto hasta que lo deja por tierra sin la vida que le toma para su descripción; es como ciertos pintores, que no dibujan con lápices, sino con púas de acero. Achica de propósito sus Personajes ruines con lo mínimo de sus detalles, como el que se entretiene en sacar flores, pompones y tufos a un perro de lanas. No dice "¡ése es!", porque pudieran no creerle; sino hace que el personaje diga "¡yo soy!"
Y lo que sin duda contribuye a dar ese aire de parodia a la copia intencionada de lo natural, no es que quite de éste o le añada sin justa proporción, o le suponga; sino que al condensar en tipo enérgico las condiciones en que los de su casta se distinguen, aparecen de bulto y como magníficadas las picardías, que se ven menos cuando andan repartidas por la especie y mezcladas en el concierto usual de desvergüenzas y virtudes. Ni se le habría de censurar que tuviese por genio propio el de la caricatura, que es modo eficaz de hacer visible el defecto por su exageración. El arte sienta a su mesa a Daumier y a Hogarth.
Y ¿en qué estilo está escrito todo eso? En un estilo intenso y laborioso, aunque entrabado por el ejemplo de las grandes novelas españolas, donde en salvo algo de Pereda y en casi todo lo de Palacio Valdés, no se procura aquella belleza superior que viene al lenguaje, de expresar directamente y sin asomos de literatura, la pasión, la esencia y el concepto, graduando acentos y escalonando cláusulas de modo que vayan siendo confirmación del sentido, y acabe la frase musical donde acaba la lógica; sino aquella otra perfección del remiendo parecida a las flores de paño que adornaban la chaqueta con que vino a Cuba don Vicente Cuevas, que encasaca y deforma con giros desproporcionados y violentos la fecunda beldad de la idea libre, y en vez de realzar su gracia. con el donaire suelto de la túnica, la emperifolla, afeita y endominga, como sesentona llena de moños y cintajos. En ese repulgo de la frase, así como en lo minucioso de la descripción y uso frecuente del sueño simbólico, se ve el influjo de los autores que están poniendo ahora en lengua académica, por métodos ingleses y franceses, las cosas de España. Pero los defectos mismos de nimiedad y cargazón que, en las descripciones sobre todo, pudieran censurarse en el lenguaje de Mi tío el empleado, no son defectos realmente, sino abundancia de condiciones, por donde se revela, con el exceso propio de la juventud,, la pasión esencial del artista por la verdad y el color. Ya podará adjetivos, evitará asonancias, agrupará matices y cuidará pronombres. El estilo, más que en la forma, está en las condiciones personales que han de expresarse por ellas.
El que ajuste su pensamiento a su forma, como una hoja de espada.
A la vaina, ése tiene estilo, El que cubra la vaina de panel o de cordones oro, no ará por eso de mejor temple la hoja. El verso se improvisa, pero la prosa no la prosa viene con los Ya Meza sobresale por su honrado y constante deseo de emplear la palabra propia, necesaria y gráfica; pero lo que anuncia en él al escritor no es esta caza del vocablo, aunque sin ella no hay belleza durable en la literatura, sino la determinación de subordinar el lenguaje al concepto, el don de ver en conjunto y expresar fielmente, la capacidad de componer un plan vasto, con sus caracteres, incidentes y colores, y la firmeza indispensable para conducirlos al fin propuesto, no enseñándose a cada paso a que le vean la imagen rica o la frase bien cortada, sino como olvidado de sí, y guiando la acción desde afuera.
Pero más notable que la facultad de componer, el mérito de desaparecer de su libro, y el reposo, intención y sobriedad con que todo él está concebido y ejecutado, es aquel como fiero pensamiento y grave melancolía que da a su chiste la fuerza de la sátira. Hay ojos centelleantes bajo esa careta pintarrajeada. En ese silbato chasquea un látigo. Ese conde que se lleva de Cuba a Clotilde tiene las espaldas listadas de negro, como los vestidos de los presidiarios. Ese es el chiste viril, el chiste útil, el único chiste que está hoy permitido en Cuba a los hombres honrados. Las épocas de construcción, en las que todos los hombres son pocos; las épocas amasadas con sangre y que pudieran volver a anegarse con ella, quieren algo más de la gente de honor que el chiste de corrillo y la literatura de café, empleo indigno de los talentos levantados. La gracia es de buena literatura; pero donde se vive sin decoro, hasta que se le conquiste, no tiene nadie el derecho de valerse de la gracia sino como arma para conquistarla. A Níobe no se le debe poner collar de cascabeles. A Cristo no se le puede poner en la mano una sonaja. La gacetilla no es digna del país que acaba de salir de la epopeya.
El Avisador Cubano, Nueva York, 25 de abril de 1888