Bien hizo la Revista en decir que el concierto del pasado domingo sería una solemnidad musical: el público acudió a escuchar esas notas brillantes, tiernas, irritadas o suavísimas que de manera tan dulce enamoran el oído que las oyó una vez.
Sería cosa enojosa dar cuenta detallada de todas las bellas piezas que compusieron el concierto del domingo. En él cantó la Gourief con su voz serena, franca, y clara; hizo oír Sauvinet en el piano una piensa brillante, notable en verdad por la destreza de ejecución que requiere; tocó Michel con su manera distinguida y delicada una muy linda fantasía sobre motivos del Ballo, acompañó la Martha Julio Ituarte con la maestría irreprochable y el bello buen gusto que todos le conocen, y luego él y León tocaron Norma, sin que un acento desagradable hiriese el oído, sin que pudiera condenarse nada en aquella ejecución notabilísima, sin que los artistas distinguidos hubiesen empleado esos recursos de ejecución violentos y gastados, en los que muere toda belleza, y todo mérito real se amengua y desfigura. Y ellos encuentran manera de hacer brillar su destreza no común: pero es una destreza inteligente, en que la música dulcísima no se convierte en el ruido desagradable, es una ligereza elegante, sencilla, natural, como conviene a quienes saben que el alma tiene secreto amor por las ternuras, y todo aquello la hiere que no sea suave y apacible,-horas de paz tranquilas que revelan una era de paz nunca acabable. El público les hizo salir a la escena, bella atención allí donde estaban todos los ánimos suspensos de la maravillosa música de White.
Tocaba White: esto es decir que todas las armonías despertaban, que toda la atención se cautivaba, que el aire se poblaba de murmuríos delicadísimos, y que de nosotros mismos se alzaba conmovido este ser bello que en nosotros duerme, que al contacto de bellezas se sacude, que se desenvuelve y se esparce por todo nuestro ser y que, grande ya para que nuestro pecho lo contenga, brota en dulces miradas por los ojos, en bravos entusiastas y en agitación noble y extraña, perdón y excusa de tantas horas muertas en que se gemiría como mujer si el hombre tuviera el derecho de gemir.
White tocaba: no es que un arco poderoso se deslice sobre un violín vencido y obediente: es que el hombre emprende la lucha con las dificultades del arte: aquel arco no se separa de las cuerdas: brota belleza desde que las toca, se mezcla con ellas, parece que las riñe con notas graves, rápidas y agrias; parece que ¡as consuela con dulcísimas notas por haberlas reñido: se ríe, canta, llora: canta y llora a un tiempo: todos los secretos conocidos, todos los obstáculos dominados, toda la armonía esclava, brotada toda la armonía: he aquí la música de White.
Cuando rodaban sobre el violín aquellas notas salpicadas, encontradas, destacadas, contenidas en el aire por aquel arco dueño, y vigoroso, la admiración de los espectadores ponía en todas las bocas un murmullo unánime, que ni a sí mismo quería oírse por seguir oyendo cada uno de los acentos del artista. Y en verdad, parece que allí las notas saltan y se encuentran, y que el violín que las provoca, las recoge en el aire y las vuelve a las cuerdas obedientes. Yo no cito en White una pieza especial, porque White está en todas las piezas. No es lo bello en la música la nota que se toca: es más bella la nota que se adivina y se des. prende.
Todo fue igualmente hermoso, pero algo hubo nuevo que cautivó la voluntad. El público conocía ya el Carnaval y Roberto, más bellos anoche, si cabía, y más aplaudidos que la primera vez que los oyó. Pero había Martha: y en aquella Martha, nunca hasta hoy oída, todo arte fue desenvuelto y agotado, toda dulce nota llorada y sentida. No se la comenta ni se la explica: no se sabe qué hace mejor el que no hace nada mal: Quien imagine lágrimas en música, imagina la Martha de White.
Y así oyendo, ¿quién se hubiera cansado de escuchar aquellas notas, amadas por los hombres porque son acentos de su secreta y perdurable religión? Todos los hombres tienen la idea de la eternidad: unos, de eternidad iluminada y pura, encendida en la existencia con todos los deberes, gozada más allá de vivir con todas las armonías: otros, de una eternidad esclava, envuelta en polvo, sujeta a polvo, polvo ella, sin esperanza ni consuelo, sin redención y sin belleza, Mazepa espantosamente encadenado a las espaldas del fiero caballo de las vidas. Yo creo en la luminosa, y si por la conciencia de mí mismo no creyera, creería en ella por esa belleza prometida, en la tierra inlograble, en la música anunciada e informe; venidera puesto que se anuncia, purísima puesto que en ella olvidamos las miserias, cierta porque en ella encuentro realización de estas necesidades de lo vago, esparcimiento ilimitado de mis fuerzas, lenguaje que no necesita labios para hablarse, vida sin hierros como en todos los instantes me la pide este hombresueño dormido en el fondo de mí mismo, ante esta pura belleza conmovido y despertado.
White dará muy pronto en el teatro del Conservatorio un concierto de música clásica: lo forman piezas de conjunto y lo acompañan muy distinguidos profesores, ¿quién no irá?
Oyendo esta música dulcísima, toda pena se olvida, todo dolor se alivia, todo amor se sueña, se vive al fin algún instante en el espacio ilimitado en todas las amarguras presentido, deseado cuando nuestro corazón se sacia de deseos y de impurezas, esperado cuando en el término venturoso del deber del vivir, se posa sobre nuestros ojos la última hora piadosa sin que los ojos hayan visto cuanto soñaron, ni la mano habido cuanto quiso, ni la memoria haya tenido razón para olvidar sus inconformidades nobles con la vida.
De aquí nos vamos, sin que la voluntad se sacie, sin que los deseos se cumplan, sin que la necesidad se satisfaga: vamos, pues, después de aquí, a donde tienen satisfacción y cumplimiento la voluntad, la necesidad y los deseos.
Post-vida: esto nos dice en sus palabras mágicas la música.
José Martí
Revista Universal, México, 1 de junio de 1875