El diez de abril de 1869 los cubanos unidos en Guáimaro, en el instante primero de consagrar su independencia, declararon libres, sin reparos ni paga, a todos los esclavos de Cuba; y ese hecho de gloria legítima, el más puro y eficaz de la revolución, salvó de una vez de la servidumbre al negro, y a Cuba de las violencias y trastornos que los libertos, agradecidos en vez de lastimados, jamás promoverán en la república. Cuatro años más tarde, y a la hora de amanecer, en el anfiteatro bullente del palacio de las Cortes en Madrid, extraña agitación poseía a los diputados: los grupos, locuaces y dichosos, se congratulaban; un corrillo, como apaleado, huía por la mampara; un orador, grande de la cabeza, parecía desatar del cielo los párrafos de luz, y los echaba radiantes sobre aquellos hombres; un general viejo dio un viva a la república; el presidente, pálido, con el gesto de quien arranca una llaga del seno maternal, declaró "abolida para siempre la esclavitud en la isla de Puerto Rico". Los libertos contratarían por tres años con los amos: tres curadores entenderían en los contratos; a los dueños se les pagaría "en efectivo", con un empréstito de 35.000,000 de pesetas sobre las rentas de la isla, o en títulos del empréstito, el precio de los esclavos: una junta de autoridades y amos "haría la distribución": a los cinco años entrarían los libertos a gozar de sus derechos políticos. En Cuba, los dueños libertaron con sus manos a sus siervos: hasta el nombre del color borraron de la constitución de la república; sentaron a su lado a los esclavos desde su primer día de libertad. En Madrid, cuatro años después, cuando aún habían de pasar quince más para que las Cortes reconociesen la emancipación de los .esclavos de Cuba, votó la abolición en Puerto Rico el congreso de Labra y de Vizcarrondo, de Castelar y de Gabriel Rodríguez, de Benot y Balart, y firmaba de presidente Salmerón, el español que proclamó ante los diputados el derecho de las colonias a separarse de la metrópoli, "como al entrar en la mayoría tienen menester y razón de salir de la patria potestad los hijos". Fueron libres, en la madrugada del 22 de marzo de 1873, los treinta y cinco mil esclavos de la isla de Puerto Rico.
El cable llevó a San Juan la anhelada noticia, de que tuvo la población el día antes albores; y a poco- de salir el sol se declaró todo San Juan en fiesta. La Gaceta volaba por las calles. Las tiendas tenían sesión en las aceras. Los hombres salían de la casa endomingados. Los caballos, con trenzas y moñas, lucían a sus jinetes. Los jóvenes ardientes disponían, a abrazos y discursos, la manifestación. Allá, en la plaza de Armas, una casa había cerrada, como de luto:. ¡tal un puño lívido, que amenaza al cielo!; pero todo San Juan era bandera, cortina de damasco, colgadura azul: una niña atrevida, en una cortina azul, puso de una lado una roseta blanca, y del otro una roja. A las doce ya el pueblo, como en iglesia abierta, cuchicheando, vitoreando, alineándose, saludando a los balcones, henchía, en conmovedor conjunto, la plaza de Santiago. Como vacío miraba desde lejos, acuchillado en el celaje del fondo, el fuerte de San Cristóbal, y contra la pared del cuartel, a un rayo de sol, chispeaba por sobre las cabezas la bayoneta de la guardia. A1 teatro nadie le veía el viejo techo alón, ni las fruncidas almenas, ni el muro descascarado, sino el portal donde ordenaban la manifestación, con oradores y poetas de edecanes, los próceres de la libertad puertorriqueña. Julián Acosta, con viveza de enamorado, blanda la voz y el ojo relampagueante, a todos a una escuchaba y dirigía. Ramón Abad, ágil aquella vez como su pluma, peroraba en un corro de jóvenes. Félix Padial, erguida como en guerra la cabeza rubia, juntaba, repartía, capitaneaba, abrazaba a los negros, les besaba a los hijos: "¡Y a quien diga que esta grandeza no ha sido verdad, que estos esclavos no han entrado en la libertad sin odio, le diré que miente!'' Desde el balcón de Julián Acosta deshojaban flores, que un campesino recogía en el yarey, dos jóvenes de tentadora hermosura, cuya mirada parecía premio anticipado al heroísmo de los combates. Partió al fin, a la plaza de Armas, por la calle de la fortaleza, la manifestación en que iban juntos los amos y los esclavos.
Las música, que como honor se ofrecieron a la fiesta, tocaban aires queridos; por entre masas vivas pasaba el gentío: de ventanas y puertas ondeaban los pañuelos. De brazo iban delante, como si fueran los libertos ellos, todos los que con la palabra o la pluma, con la propaganda o la acción, habían peleado por echar la esclavitud abajo, abogados y médicos, juventud y vejez, comerciantes y escritores. Luego, con los hijos de la afano, ellos de camisa y calzón, ellas de túnico blanco y pañuelo de madrás, pasaban los esclavos, descubiertos unos, uno guiando a un ciego, todos silenciosos: un padre se bajaba, a besar al hijo, y seguía con él en brazos: otro, de cuerpo formidable, le tenía la mano apretada a la mujer: otros iban de hilera, mozos todos, con el vestido resplandeciente: una pobre vieja, en medio de la marcha, se echó de rodillas. Detrás iban los jíbaros, los campesinos que estaban de paso en la ciudad, camisa libre y descalzos, con el yarey a lo alto de la frente, y el machete al cinto.
Al palacio no tuvieron que llegar, porque el gobernador Primo de Rivera aguardaba en el balcón de la Intendencia. Apiñados a la baranda estaban, allá al costado de la plaza, todos al balcón, los del caserón hostil, los españoles del Círculo Hispano Ultramarino. Primo de Rivera, en traje de paisano, dijo toda la república de su corazón; aquél era día, aquélla era dicha; aquélla era la aurora de los tiempos nuevos, aquélla la ley justa con que venía él a gobernar. Descubierto les habló, como ante un pueblo que nace, y su magnífica estatura parecía mayor por la nobleza y la sinceridad de su palabra. De los españoles del Círculo salió un silbido, y quiso la multitud irlo a echar de la baranda abajo, pero el gobernador le pidió que hermoseara con el perdón aquella hora de gloria. Y hubo un viva estentóreo a Puerto Rico libre, y la música, con el coro del pueblo rompió a tocar La Borinqueña.
De regocijo fue la tarde toda, luego que se regó por la ciudad la manifestación; pero ya no había quien anduviese solo, porque era como una familia San Juan entero, donde el comercio olvidó el vender y las casas estaban todas al balcón, y el baile improvisado era de quien pasaba. Por el arrabal se oía, en las juntas de Afrecha, la frenética tambora; al son del tiple y la bordonúa, y del marimbo agudo y la revoltosa maraca, bailaban los campesinos, en el limpio batey, sus merengues y seises; la trulla vocinglera, con el violín de capataz, cantaba a la puerta del vecino los aguinaldos de la libertad, y le pedían dulces y danzas.. A1 amo que le decía a su negro: "¡Ya eres libre!" el negro le respondía: "yo no seré libre mientras mi amo exista". Una esclava decía: "¡No, mi niña; yo me quedo con ella!" Otro, sentado en un quicio, lloraba a raudales, lloraba sin saber por qué, se cogía los sollozos con las palmas de las manos.
Como búho en un incendio pareció a la noche, de tanta .luminaria, la poca casa esclavista que se quedó oscura en el júbilo de la ciudad; y el pensamiento y la belleza de ella, el entusiasmo y el valor, la música y la poesía, la gratitud y la elocuencia, llenaron la casa estrechísima del Círculo Artístico y Literario, que al correr del día compuso la festividad en honra de Primo de Rivera. Todo era luz la fachada del Círculo, que en las inscripciones transparentes loaba el día magno: y era hervor todo el gentío adentro y copa alzada por los padres de la abolición, por Ruiz Belvis y Acosta, y Quiñones, que en la Junta de Información de 1866 pidieron cara a cara a España en Madrid, con razones de estadista profundo, la abolición inmediata de la esclavitud; por el indio Baldorioty, creador lento y seguro del alma nueva de Borinquen, y de lo más bello y saliente de la ley de abolición gradual de Moret; por Betances, que escapó de la saña de los esclavistas, luego de vuelta de los comisionados, en la goleta que echó por las repúblicas del mundo, en busca de ayuda para su tierra, al que inmoló su fortuna, y luego su comodidad, al suelo . en que nació, a Ruiz Belvis. De las almas rebosantes, más que de programa alguno, fue brotando la fiesta, ya hiciese de escenario la tribuna, donde conmemoró la oratoria las grandes jornadas, de martirio y pobreza, de los adversarios de la esclavitud, ya resonara, con nuevos sentidos, la música patria, ya cantase Clotilde Tavares las estrofas valientes del himno escrito para celebrar la redención. Un hombre joven, de frente audaz e indómita mirada, se adelantó, del brazo de dos hermosas jóvenes, seguido del concurso entero, a ofrecer a Primo de Rivera el bastón de carey que el Círculo le regalaba, en fe del día grande: Sotero Figueroa era el secretario del Círculo. El español oía, puesta la mano al pecho, llenos de humanidad los ojos: el puertorriqueño, hijo virtuoso de las dos sangres, le hablaba, con sencilla altivez, del capitán Correa, el arecibeño que a pecho y machete cayó nadando sobre los ingleses invasores; del bravo Amézquita que, cuando el holandés Balduino Enrico, lo retó en el Morro a duelo singular, y clavó en el duelo a Holanda; del brío e independencia de su país y de lo propio de la libertad en él habló el puertorriqueño al español. Respondió Primo de Rivera con nobleza; de unas manos recibió el carey y un abanico de otras, donde, con arte precioso escribió hoja a hoja una mano de mujer los nombres de los diputados de las Cortes emancipadoras. Mucha casa encendida había aun cuando, acabado el 22 de Marzo, volvió el gentío del Círculo a los hogares que alegró, con goce pasajero, una hora de justicia: ¿mucho esclavo, blanco y negro, hay todavía en Puerto Rico!
Patria, 1 de abril de 1893.