¡Qué hermosa estaba La Liga, la casa de aprender, este jueves pasado, cuando se inauguró la sociedad nueva de socorros mutuos, "La Liga Antillana"! Las familias enteras de la casa estaban allí, los padres que pelearon en la guerra de Cuba, la esposa que decía ingenua su primer discurso, las hijas que en el destierro aprenden las virtudes y gracias con que volverán mañana a la tierra natal. Allí, elegantes, las nobles compañeras; allí, fieles, los buenos amigos; allí los discursos sentidos y modestos, dichos, con miedo de novia, por las mujeres que en la otra vida de que vienen, la vida de la tiniebla y la impiedad, no aprendieron las artes de asociación y ayuda con que hoy se ampara la esposa a quien el frío le lleva el compañero, la madre a quien la guerra le quite acaso un hijo. Temblaban aquellas voces mujeriles, de fe y de ternura. Era noche agria y hostil; pero allá en la casa buena, la pasión de la libertad, mal velada en los discursos breves, juntaba como en familia a las almas enérgicas de Cuba y de Puerto Rico, de Jamaica y de Santa Cruz; y quien ha visto aquellos cielos, recordaba el amanecer, trémulo y gris, y la bóveda, que parece allí más clara y alta.
Por la naturalidad y delicadeza fueron loables los discursos: el de la Sra. Heredia de Serra, digna, por sí y su esposo noble; de usar el mallete, encintado de blanco y azul, que regaló el caballeresco Sixto Pozo; los de la Sra. de Gomero y la Srta. Ribero, de veras caritativas; el de la Sra. de Sánchez, lleno de emoción y piedad; el de la Sra. de MacDonald, que puso en bello castellano su alma de Santa Cruz; el que dijo en honor de la Sra. de Apodaca la compañera entusiasta de Pivaló, un gigante de los diez años. De hombres, Serra, por una carta hermosa; Figueroa, nunca más gallardo y elocuente, y Martí. Con bella voz cantó la Srta. Fernández; el piano fue de la Sra. de Wenk, y de una servicial María. "La noche toda, decía un orador, será para mí como un ramo de nomeolvides".
Patria, 28 de enero de 1893