En su casa de patriarca humilde, al pie de la iglesia adonde iba a buscar de continuo, con la fe de la imaginación, el consuelo y reposo que escasean en la vida, ha muerto, lejos de su patria, el matancero amado, el maestro Eusebio Guiteras. En sus libros hemos .aprendido los cubanos a leer: la misma página serena de ellos, y su letra esparcida, era como una muestra de su alma ordenada y límpida: sus versos sencillos, de nuestros pájaros y de nuestras flores, y sus cuentos sanos, de la casa y la niñez criollas, fueron, para mucho hijo de Cuba, la primera literatura y fantasía. En Cuba tenia él perpetuamente el pensamiento, siempre triste; y había algo de amoroso en sus modales, un tanto altivos en la mansedumbre, cuando recordaba los tiempos prósperos del colegio de la Empresa, donde él ayudó a criar tan buena juventud, o se evocaba a los Suzartes y Peolis y Mendives, que fueron tan amigos suyos, o decía él de la amistad piadosa de Raimundo Cabrera y de Gabriel Millet, que con la visita y los regalos criollos pusieron en su vejez un rayo de sol, o con la mano apagada iba volviendo las hojas de aquel álbum de autógrafos que guarda escondidas páginas de Plácido y de Milanés, y cartas y firmas de lo más honrado y fundador de Cuba. ¡Ah! ¡qué culpa tan grande es la de no amar, y mimar, a nuestros ancianos!
Patria fue a ver a Eusebio Guiteras, hace pocos meses. Y era él aún, el maestro de la leyenda, con algo de eslavo en el arrogante cuerpo, las canas de la barba y el cabello realzando el rostro hermoso, el traje austero y fino, y por corbata la cinta de seda negra, y de calzado los -zapatos bajos. Un Cristo en la pared desnuda era en el cuarto lo que más se veía, y la Virgen de Guido. En la mesa, de caoba bruñida, todo estaba como para empezar a trabajar, sin papel holgante ni libro vagabundo, y a la derecha de la cartera esperaba una vieja crónica de México la mano penosa del fiel traductor; trabajaba, en silencio, hasta los últimos días de su vida. En la severa sala, junto a su cuarto de escribir, los dos grabados, y muy buenos, de la chimenea, eran de Quintana el uno y el otro de Las Casas. Pero lo que como su joya enseñó él, y con las manos trémulas levantó hasta la luz, para que se le viera mejor, fue una paleta en que estaba pintado un paisaje de Cuba: un paisaje que le envió de regalo Raimundo Cabrera. ¡Oh, qué bien hace el que consuela a los ancianos!
Ya ha caído, como una ánfora de plata en que se extingue el perfume. Se durmió, con las dos manos al pecho. Una familia ilustre, de hombres capaces y buenos, de mujeres fieles y cultas, llora en la casa vacía. Ya no irá por las mañanas Eusebio Guiteras, como dicen que iba, a ver a la luz del sol el paisaje cubano. Ya, al alzar la cortina, blanca siempre, no verá las enredaderas de su portal, ni las hojas de otoño, ni la nieve. Su pueblo le debió luz y virtud, y lo tiene en el corazón, donde no se sientan los cansados ni los hombres de odio, donde se sientan los padres. ¡Feliz quien, antes que se cerrasen aquellos nobles ojos, pudo ver brillar en ellos una vez más la luz de Cuba, y reanimó, con el agradecimiento de la patria, el corazón desterrado del anciano!
Patria, 28 de diciembre de 1893