Rodeado de montes, por sobre cuyas mansas curvas o súbita eminencia corre el cielo, está, a las puertas de Nueva York, un valle feliz, cultivado a mano por cuáqueros prósperos e hijos de alemanes, donde un cubano edificador levanta a puño, lo mismo que a hijos, a los discípulos que le vienen de los pueblos de América, a prepararse para el estudio de las profesiones útiles. Aquel hombre a quien aman tiernamente los alumnos que le ven de cerca la virtud; aquel compañero que en la conversación de todos los instantes moldea y acendra, y fortalece para la verdad de la vida, el espíritu de sus educandos; aquel vigía que a todas horas sabe donde está y lo que hace cada alumno suyo, y les mata los vicios, con la mano suave o enérgica que sea menester, en las, mismas raíces; aquel maestro que de todos los detalles de la vida saca ocasión para ir extirpando los defectos de soberbia y desorden que suelen afear la niñez de nuestros pueblos, y creando el amor al trabajo, y el placer constante de él en los gustos moderados de la vida; aquel educador que sólo tiene la memoria como abanico del entendimiento, y no pone a aquélla, romo tanto pasante, en vez del entendimiento, sino que enseña en conjunto, relacionando unas cosas con otras, y sacando de cada voz todos los orígenes, empleos y derivaciones, y de cada tema toda su lección humana; aquel republicano caballeroso y austero que pone en los niños de América las virtudes fundamentales del Norte, las virtudes del trabajo personal y del método, sin sofocar en el educando el amor reverente por el país de su nacimiento, el único país donde podrá vivir feliz, y a donde no podría aplicar con éxito los virtudes si le hubiese perdido a 1a tierra nativa el conocimiento y el amor; aquel guía, a la vez amoroso y enérgico que con esfuerzo paternal, en el ejemplo y beneficio del valle sano y majestuoso, convierte prontamente al niño mimado de la ciudad o al niño desatendido de la aldea, al cubano regalón o al afrancesado bonaerense, al mexicano rebelde o al tranquilo hondureño, en un mozo que habla el inglés puro, diverso de la jerga vil que se aprende en muchos colegios pomposos de uniforme, que piensa por sí, y ama la lectura, y descansa de ella en juegos viriles, que compone sus ideas correctamente en castellano, en inglés y en francés, y estudia álgebra, y sabe medir los campos y sembrarlos; aquel cubano de años ágiles y orden ejemplar, puntilloso y constante, que gobernó ayer una república y hoy gobierna su colegio afamado con todas las enseñanzas y las prácticas necesarias para el bienestar independiente del hombre trabajador en la dignidad republicana,-es el patriota que a la voz de su pueblo dejó el señorío de su hacienda y el calor de una madre adorada, por la batalla y el peligro de la revolución; es el presidente prisionero que rehúsa entrar en sus bienes porque los amos de su país le exigen que compre lo suyo con el dolor de pasar bajo la bandera de la capitulación; es el criollo fundador que hace pocos años salió de un castillo de España, al garete del destierro, sin más riqueza que la salud de su mente y el poder de su corazón, y hoy compra, para su familia feliz y la familia de sus educandos, un noble edificio, con lago y con bosque, que en el corazón del monte yanqui ostenta un nombre cubano: es Tomás Estrada Palma.
El peligro de educar a los niños fuera de su patria es casi tan grande como la necesidad, en los pueblos incompletos o infelices, de educarlos donde adquieran los conocimientos necesarios para ensanchar su país naciente, o donde no se les envenene el carácter con la rutina de la enseñanza y la moral turbia en que caen, por la desgana y ocio de la servidumbre, los pueblos que padecen en esclavitud. Es grande el peligro de educar a los niños afuera, porque sólo es de padres la continua ternura con que ha de irse regando la flor juvenil, y aquella constante mezcla de la autoridad y el cariño, que no son eficaces, por la misma justicia y arrogancia de nuestra naturaleza, sino cuando ambas vienen de la misma persona. Es grande el peligro, porque no se ha de criar naranjos para plantarlos en Noruega, ni manzanos para que den frutos en el Ecuador, sino que al árbol deportado se le ha de conservar el jugo nativo, para que a la vuelta a su rincón pueda echar raíces. La naturaleza del hombre es por todo el universo idéntica, y tanto yerra el que suponga al hombre del Norte incapaz de las virtudes del Mediodía, como el de corazón canijo que creyese que al hombre del Sur falta una sola siquiera de las cualidades esenciales del hombre del Norte. Hábitos podrán faltarle, porque el español no nos crió para servirnos de nosotros mismos, sino para servirle; y nuestra fatiga por ir cambiando de sangre, con el heroísmo indómito y progreso visible del más infeliz de nuestros pueblos, sólo podrá echársenos en cara por el extranjero desconsiderado e ignorante, o por el hermano apóstata. Y no es en todos los casos que nos falten hábitos, porque en los personales vamos ya mucho más adelante que en los políticos, y no hemos menester lección alguna en cuanto a honradez, actividad e inteligencia en el empleo de nuestras personas; sino que los hábitos prolongados crían en los hombres, y en los pueblos, tal modificación en la expresión y funciones de la naturaleza que, sin mudarla en lo esencial, llegan a hacer imposibles al hombre de una región, con cierto concepto de la vida y ciertas prácticas, la dicha del contento y el éxito del trabajo en otra región de prácticas y concepto de vida diferentes. El mismo lenguaje extraño, que equivocadamente se mira sólo como una nueva riqueza, es un obstáculo al desarrollo natural del niño, porque el lenguaje es el producto, y forma en voces, del pueblo que lentamente lo agrega y acuña; y con él van entrando en el espíritu flexible del alumno las ideas y costumbres del pueblo que lo creó. Un país muy poblado y frío, donde la agria necesidad aguza y encona la competencia entre los hombres, crea en éstos costumbres de egoísmo necesario que no se avienen con la franqueza y desinterés propios e indispensables en las tierras abundantes, donde la población escasa permite aún el acercamiento y grata obligación de la vida de familia. El fin de la educación no es hacer al hombre nulo, por el desdén o el acomodo imposible al país en que ha de vivir; sino prepararlo para vivir bueno y útil en él. El fin de la educación no es hacer al hombre desdichado, por el empleo difícil y confuso de su alma extranjera en el país en que vive, y de que vive, sino hacerlo feliz, sin quitarle, como su desemejanza del país le quitaría, las condiciones de igualdad en la lucha diaria con los que conservan el alma del país. Es espectáculo lamentable el del hombre errante e inútil que no llega jamás a asimilarse el espíritu y métodos del país extranjero en grado suficiente para competir en él con los naturales que lo miran siempre como extraño, pero que se ha asimilado ya bastante de ellos para hacerle imposible o ingrata la vida en un país del que se reconoce diferente, o en el que todo le ofende la naturaleza inflada y superior. Son hombres sin brújula, partidos por mitad, nulos para los demás y para sí, que no benefician al país en que han de vivir y que no saben beneficiarse de él. Son, en el comercio arduo de la vida, comerciantes quebrados.
Y este peligro de la educación de afuera, sobre todo en la edad tierna, es mayor para el niño de nuestros pueblos en los Estados Unidos, por haber éstos creado, sin esencia alguna preferible a la de nuestros países, un carácter nacional inquieto y afanoso, consagrado con exceso inevitable al adelantó y seguridad de la persona, y necesitado del estímulo violento de los sentidos y de la fortuna para equilibrar la tensión y vehemencia constantes de la vida. Un pueblo crea su carácter en virtud de la raza de que procede, de la comarca en que habita, de las necesidades y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos. La diferencia entre los pueblos fomenta la oposición y el desdén. La superioridad del número y del tamaño, en consecuencia de los antecedentes y de las oportunidades, cría en los pueblos prósperos el desprecio de las naciones que batallan en pelea desigual con elementos menores o diversos. La educación del hijo de estos pueblos menores en un pueblo de carácter opuesto y de riqueza superior, pudiera llevar al educando a una oposición fatal al país nativo donde ha de servirse de su educación,-o a la peor y más vergonzosa de las desdichas humanas, al desdén de su pueblo,--si al nutrirlo con las prácticas y conocimientos ignorados o mal desenvueltos en el- país de su cuna, no se le enseñaran con atención continua, en lo que se relacionan con él y mantienen al educando en el amor y respeto del país a donde ha de vivir. El agua que se beba, que no sea envenenada. ¿A qué adquirir una lengua, si ha de perturbar la mente y quitarle la raíz al corazón? ¿Aprender inglés, para volver como un pedante a su pueblo, y como un extraño a su casa, o como enemigo de su pueblo y su casa? Y eso es el colegio de Estrada Palma: una casa de familia donde bajo el cuidado de un padre se adquieren los conocimientos y prácticas útiles del Norte sin perder nuestras virtudes, carácter y naturaleza. Eso es el Colegio de Estrada Palma: la continuación de la patria y el hogar en la educación extranjera. Allí no cambian el corazón por el inglés, y entran en la vida nueva del Norte por las virtudes que lo mantienen, y no, como en tantos otros colegios, por los vicios que lo corroen; allí completan su cultura nativa con nuestra lengua y nuestra historia, a la vez que aprenden lo bueno y aplicable de la cultura del Norte; allí se preparan, con el beneficio de una educación paternal, y de una enseñanza de pensamiento, a estudiar las carreras especiales en los colegios adonde el educando, hecho ya a la libertad trabajadora y decorosa, no cae en la tentación de la libertad descuidada y excesiva; allí es tal vez el noble rincón de monte adonde únicamente pueden nuestros padres mandar en salvo a sus hijos. Y ésta es la verdad, y ha de decirse.
El veintiocho de junio cerró su curso el Colegio de Estrada Palma, y en sus exámenes, de-rara verdad y sencillez, mostraban aquellos cubanos, aquellos hondureños, aquellos mexicanos, aquellos bonaerenses, aquellos yanquis la firmeza, libertad y cordura de los educandos a quienes un maestro desinteresado cría para hombres. El examen público no es prueba derecha del saber del alumno, a quien se adiestra con arte para estas respuestas o aquéllas, y a quienes se ha de adiestrar, porque es ardua la improvisación, en exámenes como en todo, y puede pecar por el rubor el alumno de más genio y poder. Pero el sistema no puede disimularse, y por el examen se ve si el maestro es de ronzal y porrillo, que lleva del narigón a las pobres criaturas, o si es padre de hombres, que goza en sacar vuelo a las alas del alma.
Desde por la mañanita, que salió nublada, como nace la libertad, era un encanto la sala del colegio, donde no hay prefecto pedante ni portero pícaro, sino un aire de gozo, como tierna familia. El maestro de álgebra, que ordeña su Ayrshire y posee honrosísimos diplomas, oreaba su traje de lujo. La maestra de dibujar, que tiene la casa del colegio llena de sus obras, y es lingüista eximia, ponía en orden los dibujos de puentes y caminos, de frutas y de flores. La maestra de las criaturas ensayaba, con el coro que tenía de zeta un alemán y de a un hondureño, el himno infantil. Los hijos del colegio volvían de la montaña, con brazadas de flores. Los graduados leales de otros años, venidos para la fiesta de la agricultura de Cornell, del comercio de Peekskill, de la medicina y la ingeniería y la minería de la Universidad de Columbia, ponían la flor en vasos, colgaban de banderas las paredes. Y- la madre de todos, la que con mansedumbre de paloma vela, adorada, por la salud y la dicha de aquel vasto hogar, la hondureña que ha ligado su vida purísima a la del maestro, ponía al pecho de sus hijos los tres colores de la libertad.
A la hora del examen, el señorío todo del pueblo aplaudía aquellos ejercicios desusados, aquella lectura sentida, por donde se v e el libre criterio del alumno; aquella escritura sin flores, como conviene en tiempos ocupados a -un carácter leal;' aquella geografía emparentada con todos los conocimientos en que los nombres de lugares sirven de ocasión para explicar, con su geología y su biografía y su historia, la vida del mundo; aquella historia de causas y resultados, más que de hechos mudos; aquella gramática movible, en que las palabras se quitan y ponen, como tablero de ajedrez, y quedan armadas, como un esqueleto; aquella aritmética viva y efectiva, como los coroneles de antaño, y el álgebra y geometría y agrimensura, que divierten en el análisis de la pizarra, como una novela; aquel inglés y el francés aquel, no de meras palabras, sino de construcción y entendimiento, de modo que el alumno habla lo ajeno como si le fuese nativo; y aquel espíritu de orden, reposo y libertad que hacía de los sencillos ejercicios una verdadera fiesta humana. ¿Y la firmeza y rapidez de aquellos resultados? ¿Los Quirós, salidos de Honduras hace unos tres años, no se saben todo lo preparatorio en inglés, y en francés y en castellano, y han conservado en la tierra ajena su amor patrio y su alma pura? ¿Campillo, de Buenos Aires, que llegó hace ocho meses, no habla inglés, y se educa ya en él? Irabien, recién llegado de Mérida, lució en la lengua extraña. Los hijos de José Pujol, el industrial habanero, corrían mapas y problemas, como casa suya, en el idioma que ignoraban ayer. Un hijo del generoso Manuel Barranco, gentil como un paje de la corte de amor, arrancó con sus nueve años aplausos nutridos, en su animada geografía. Otro Barranco, tímido ayer de puro bueno, manejaba sus números como bien criados títeres. Los dos hijos de Estrada, ya con el alma de milicia, en el análisis de la lengua, en la pintura de un país, en la recitación de una oda, mostraron, pequeñuelos como son, aquel brío por donde el hombre entusiasta y disciplinado rige el mundo, Y cuando el coro cantó la despedida, la despedida en inglés, como los ejercicios todos de la escuela, era para visto por los pensadores generosos, bajo aquel dosel de banderas libres, el grupo donde cantaban la virtud y la gloria, americanos del Norte y de México, yucatecos y centroamericanos, hondureños libres y cubanos que lo aprenden a ser. Se levantó, en nombre del pueblo, el reverendo del lugar, y en nombre del pueblo saludó al colegio que lo honra, y al hombre virtuoso que educa a sus discípulos como a hijos, que "emprende la educación de sus hijos para que sean hombres buenos, útiles y libres", a Tomás Estrada Patina.
Patria, 2 de julio de 1892