De Matanzas, más triste ahora de lo que conviene a su hermosura natural, triste como el corazón de Milanés, acaban de volver a su hogar de New York la señora Luciana Govín de Miranda y su hija Angelina. De( corazón piadoso y levantado de su madre tiene Anfelina la dulzura verdadera que le gana, y hace suyas, las voluntades más reacias. Hay cierta bondad urbana y postiza, que más ofende que consuela; y hay otra que mana de las almas afables, y hermosea cuanto padece a su alrededor.
A los hombres buenos, a los cubanos leales, debiera respetarlos la maldad. Dos cubanos queridos, Manuel Barranco y Benjamín Guerra. han sido víctimas de un robo osado y habilísimo. En una noche les llevaron de su almacén sus valiosos depósitos: como sesenta mil tabacos. Los ladrones tenían alquilado el piso contiguo: se descolgaron por su ventana al techo del patio, por éste entraron al almacén, y al favor de fa noche lo mudaron entero.
En esta hora de resurrección, Manuel Barranco y Benjamín Guerra se distinguen por la naturalidad y entereza, por la previsión y sensato entusiasmo, con que ayudan a poner en orden de cariño las fuerzas dispersas del país: la revolución lleva ahora a la vez espuela y freno.
Y es justo dolerse de todo lo que apene a estos cubanos buenos.
A la casa de Luis Baralt se ha de ir de propósito, para contar cómo congrega, en sus fiestas y conferencias a muy buena gente de New York; cómo justifica con su trabajo nuevo y creciente aquello de "hombre admirable" que dijo de él el crítico Howells, y lo de su naturaleza fina y superior, que no se cansaba de celebrar José Ignacio Rodríguez. Ya es arte pleno, por lo bien distribuida y lúcida, la conferencia de Luis Baralt, sea sobre la desequilibrada María Barkischeff, o la novela francesa, o Turguéneff, o el Dante, o los elementos de la gracia. Y en sus fiestas mezcla, en prenda de la buena fe de su programa, las explicaciones de cultura física a los modelos vivos del arte y de literatura.
Pero por el placer de la visita mayor, que en su día y hora se promete Patria hacerle, no fuera justo callar aquí el mérito con que Baralt aleccionó, en todo lo de expresión y ademanes, a las aficionadas notables y el coro lleno y perfecto de Emilio Agramonte en su fiesta de ópera. Operas hay de ceremonia y fuste que no tienen a sus artistas tan bien enseñados. Había música, variedad y elocuencia en la naturalidad de aquellos gestos. Una cosa es predicar, y otra poner por obra: y aquel coro era la conferencia viva, y bonísima, de Baralt sobre la gracia. ¡Qué cosecha de méritos de toda especie, para el día en que volvamos! Y esto de volver es para todos; para los que vivimos fuera de Cuba, y para los que en ella viven como ausentes de ella, y como penas y sombras.
La Liga tiene un profesor más, que es el médico Ventura Portuondo y Tamayo, buen portador de las obligaciones que le vienen con ambos apellidos. Siempre está presente Ventura Portuondo a labora del deber, y nunca a la de la ostentación. Un discípulo agradecido viene a hablar a Patria de las tres clases de inglés que este médico ocupado les da cada semana. Una clase, la del miércoles, es en los salones de La Liga, elegantes y espaciosos; las otras dos, lunes y jueves, son en la casa que ya se ha levantado el joven médico por donde va creciendo New York, por la calle 115, n. 425, al Este. Y dice el discípulo que la clase es real y útil; aprenden la lengua viva, con sus caprichos y usos corrientes: aprenden las diferencias esenciales, por el genio diverso de los países, entre el castellano y e1 inglés: no aprenden las reglas, sino que las deducen, y las descubren por sí mismos. Lo que está bien: hay que asir el fuego, que asomarse al taller, que conocer la verdad en la raíz, que criar la fuerza e independencia de los hombres,' que dar clases de balde, como Ventura Portuondo, a la hora que se pudiera entregar a la holganza nimia. El mejor entretenimiento, es sembrar almas.
Una misma desdicha priva al arte cubano de un hijo que miraba como suyo, y deja sin padre a un amigo a quien todos estimamos. El artista Vandergucht, compañero de todos nuestros prohombres de la alta música, acaba de morir. Sea consuelo al hijo el renombre merecido del padre. Y el padre pudo morir en paz, porque en su hijo continúa su mérito.
Patria, 30 de abril de 1892