Ya tiene noble compañero para el camino del mundo, siempre áspero a quien esquiva de sus tentaciones el talento y la virtud, la ideal criatura, a la vez candorosa y enérgica, que dejó sin padre, en la tierra cruel, la alevosía de España. Ya, rodeada de amigos, de Piñeyro y Albarrán, de Solar y Goyeneche, de lo más valioso de nuestra gente en París, unió su vida Piedad Zenea a la del cubano famoso por el desembarazo de su pensamiento y el arte de su estilo: a Emilio Bobadilla. De ternura y lucha y soledad callada y de rudo trabajo, ha sido la vida de la hija del poeta, en quien la menor dote es la de su beldad perfecta e imperiosa. Ella, al lado de la triste viuda, ganaba con su trabajo, duro a la edad de los encantos, el techo y la mesa: ella, deslumbradora en el salón, era de día la penosa maestra: ella acaso, al serrar la puerta al mundo, lloraba a solas. Por sí no había de llorar la huérfana valiente, sino la madre, a quien, de cuatro balazos en el muro, dejó sin compañero la nación que le usó a mansalva el deseo de sacar con decoro de la derrota a la patria que creía vencida; por el padre había de llorar, que la amó tanto y la cantó en sus días de muerte en versos de augusta serenidad, donde no halla quien sabe de almas, una sola voz de confusión o remordimiento. Hoy, la hija del poeta va del brazo hidalgo del autor de Lo Momia, en que centellea, fatídica, el alma cubana: en pocas lenguas hay quien pula A pensamiento, y lo respete y agrupe, con el brío y cuidado con que talla su castellano franco y numeroso Emilio Bobadilla. A la casa nueva de París envían flores de amistad cuantos, en el hospedaje de su corazón, guardan los versos de Juan Clemente Zenea, nunca tan bellos como cuando, con la frente s las rejas de su calabozo, veía, pensando en su mujer y en su hija, la pared a que lo habían de respaldar, para morir, las balas españolas.
En pompas míseras, como una encía despoblada, gasta lo más de las gentes la bolsa y el honor, sin que al cabo les quede de la vida más que la soledad y la rabia; y otros ponen su goce en la satisfacción de la conciencia y el guste de ser útiles, y la fiesta en un rincón de amigos, con uva fresca y flor sobre e1 mantel, y en torno a él la verdad y el trabajo. Por el bien del año era costumbre entre loa puritanos y los peregrinos dar las gracias de otoño, en mesa de familia: por el pingüe estío daban gracias a Dios, y por los pocos muertos en la refriega con el indio, y por el barco que traía arcabuces y biblias de Holanda: con la bota al muslo, y la mano al gatillo, entre un combate y una nevada, daban gracias. El pudín era casero, de mano de la mujer y de las hijas, y la sidra había de ser de las manzanas propias, porque entre aquella gente real se negó siempre el saludo a quien no rompía la tierra y le sacaba el santo maíz, o la manzana colorada. A su mesa de maestro convidó este año Tomás Estrada Palma a sus discípulos y amigos: ¿no ha de dar gracias él que de la presidencia de su república salió, sin volver el rostro, a la miseria de la expatriación, que con la esposa fiel vino s un monte de nieve, y compró casa y tierras, a trabajo puro, que en la labor amarga de crear hombres va poniendo libertad y brío donde el ejemplo corruptor del mundo llama a codicia y servidumbre, que de la guerra hambrienta y el movible destierro ha salvado el corazón valiente y mozo, y sin herida de los años, para empujar, con fe y juicio, !a pelea franca y útil por el decoro de sus hermanos en la patria, y del hombre universal? No hay más riqueza que una frente tenaz que puede encararse al mundo, y decirle: "que me tentaste, y te vencí, me echaste lodo y resbaló sobre mi virtud, me ofreciste la sombra, de la dicha, que brilla como los bastidores y las lentejuelas, y escogí la realidad de la ven. cura, que es mi trabajo augusto y libre, y mi esposa modesta, púdica como las tórtolas del monte, y esta luz blanda del campo, y estos hijos por donde se regará mi corazón sobre la tierra en que he nacido. Ama a Estrada Palma el pueblo limpio en que vive, y se lo mostró su gente mejor dejando sus hogares por sentarse a la mesa del maestro cubano: allí el amigo, el juez, el abogado, el reverendo: allí, con más orgullo, los veteranos ice nuestra guerra, que con él padecieron hambre y sed: allí, silenciosos, los amigos del alma. ¡Abrámonos paso por la ]par, para ir a dar gracias, allá en la única tierra, por la ventura de todos, y la virtud de los fue la hayan comprado con su sangre! Y celebremos sin cansancio al hombre bueno, por ser de suyo el mérito encogido, y la desvergüenza tan buscona y escandalosa, que los merecimientos se han de sacar adonde se les vea, para que no se aflija y desvíe, con la maldad fácil y pingüe, el corazón flojo del mundo.
A los soberbios de la tierra, a los que levantan la copa de champaña cómoda en honor de los que no bebieron jamás champaña en vida, a los que calzan guante desdeñoso y visten frac, y van de ópera y club al abrigo de la paz y la riqueza que logró para la nación el genio de un labriego burdo, a los que viven cobardes e ingratos de la obra augusta a cuyos autores por pobres desdeñan: a ésos conviene la lectura dé estas pocas líneas. En una revista yanqui describe una mujer al mocetón que vio allá por un pueblo de bohíos, cuando tenía él diecisiete años. Era largo, de pies y de manos, y desgarbado todo. De la tierra tenía manchas en las manos, y de la tierra comidas las uñas. O no llevaba zapatos, o los llevaba sin medias. Los calzones eran de piel de cabra, y tan cortos que se le veía el tobillo, huesoso y desnudo. Ese mozo, ese pobrete, ese descalzo, era Abraham Lincoln.
Juan Miguel Portuondo, cubano útil y silencioso, acaba de graduarse de ingeniero en el colegio de Colombia, de larga fama en New York. Un hermano, Rafael, es abogado en Santiago; el médico es Ventura, bueno en alma y ciencia; José es otro ingeniero, que no teme al trabajo áspero, en el desierto o en la mina; otro, Antonio, ya asciende en la muerte, y era tierno y precoz; Juan Miguel ahora sale al mundo, ingeniero como el hermano, a producir y levantar. Pero el honor no es todo de ellos, ni lo es en lo más: sino de la madre, que, en plena juventud y riqueza, les sacrificó la vida. Del esposo que se le acabó tuvo los hijos, y de la mano los ha ido llevando la madre leal, con el silencio del muerto en su corazón, de modo que al terminarse el misterioso camino, pueda decirle al compañero solitario: "éstos son tus hijos". Con ellos estudió, con el abogado en Barcelona, con los ingenieros en New York, con el bachiller latín, con los otros dos físicas y agrimensura, y en el santo oficio, al borde de la mesa de familia, le iban creciendo como una luz, las canas. Antonio ya se fue; fue a consolar al padre triste: a llevarle cuenta de la familia honrada y ejemplar. ¡Juan Miguel: sé digno de tu madre!
Por los hijos florece la vida, que suele ser como el aloe, todo desnudo y como acabado, sin más flor que los hijos. Para un poeta una hija, bella y buena, es como el mundo de perla y suave oro que se levanta de la noche oscura sobre la peña de los montes y la tiniebla de la mar. De Francia acaba de venir, a la casa donde sólo se asila a la virtud, la casa de Tomás Estrada Palma, la hija que nació de almas de Cuba en el destierro ansioso: Americana Palma. Caía la nieve cuando pisaba el puerto ella, como si saliesen a recibirla las mariposas y las palomas. En el andén del pueblo hospitalario de la montaña la recibían, rodeando al leal patriarca, los amigos de Joaquín, los alumnos del colegio que cría hombres, las niñas curiosas de ver de cerca a la que por modesta y agraciada les celebran tanto. En el poeta ausente pensaba la amistad: y en uno de los rasgos más bellos del hombre, que es aquel de un poeta griego que murió pobre, y legó por testamento a un amigo el cuidado de su hija.
Ya está en volumen, y sale en este instante de las prensas, el libro feliz de Gonzalo de Quesada, tan buscado aun antes de salir al público: su "Ignacio Mora". En Patria se le ha leído; pero el volumen sale enriquecido. Patria dirá de él.
Al cerrarse Patria le llega un artículo, noble como todos los de él, de Fermín Valdés Domínguez, que se publicará en el número próximo.
Patria, 8 de diciembre de 1894.