Carolina Rodríguez está enferma en Tampa; la que en los días de la guerra, con nuestro pabellón por único novio, sirvió de confidente, a riesgo diario de su vida, a nuestro ejército de las Villas; la que, hada de las casas tímidas y durmiendo en botes, salió y entró por Cuba, en recados de la patria; la que de la pureza e inexhaustos arranques de jiu patriotismo asea razón, y excusa si la necesitase, para la bravura son que, allá en su fervor, condena a los que tiene por cubanos perniciosos, o tibios; la que sufre, sola, más que del mal del cuerpo, del miedo de salir del mundo antes de ver oreado su pueblo por el aire creador de la libertad; la que ha mandado tantas limosnas a loe hospitales y a los presidios; la "vieja de los cubanos". ¿Qué cubano la dejará en tristeza? ¿Qué cubano amargará su enfermedad? ¿Quién no la ve, en el frío de la mañanita, arrebujada en su manta negra, yendo de la cabecera de un enfermo, o de la casa donde regaló el jornal de ayer, a su silla de cuero y su barril de despalilladora?
¡De los tabaqueros, suelen hablar con desdén loa que no tienen el valor del trabajo, ni el de ganar con sus manos, sea cualquiera la labor, una vida libre y honrada! Esta mujer que desafió la muerte durante años enteros, que conoce y juzga sus clásicos de historia y de las letras, que habla sin temor su pensamiento en una lengua viva a que la naturalidad y la honradez suelen dar belleza literaria, gana el jornal de que vive, y las limosnas que acaso ya no puede hacer, en su silla de cuero, frente a su barril de despalilladora.
Y allá en Ibor, rincón valiente de cubanos, está enferma, y rodeada sin duda de hijos, la que expuso tantas veces la vida por nuestra patria.
Es alto, de ojos seguros, flexible y ágil como el florete que maneja. Pálido y cortés, asida la empuñadura y victoriosa la cabeza, Lorenzo García es un caballero de la libertad. La libertad se hace a tajos, como las estatuas. Lorenzo García, el cubano que quiere "ver a sus compatriotas fuertes y viriles", ha abierto su sala de armas en 1a Cuarta Avenida. número 410.
La esgrima aumenta y ordena las facultades del hombre.
Por sí, antes que por sus hijos, era notable el español liberal que ha muerto en Matanzas, el padre del buen amigo Benjamín Giberga. No vivió con el odio, sino con amistad, en la tierra donde nacieron sus hijos. Para él, como para todos los españoles útiles y buenos, habría abierto sus brazos mañana nuestra república.
¡Descanse en ella en paz, que sus méritos ganarán su tumba!
¿Habrá tristeza como la muerte en el destierro? La casa, sin raíces, parece asolada por viento enemigo; los retratos de otro tiempo dichoso, miran, como más extraños, desde la pared: la madre, infeliz como en fermenta de nieve, está acurrucada a la cabecera: los hermanos, pegados a ella, se beben el llanto: el padre, el elocuente Manuel Hernández, vuelve de su trabajo afanoso, a su casa de Ibor que se le ha llenado de amistad. y halla cadáver a su hijo.
Alegre por el frío puro de campo fue una escuela de niñas, el colegio de Norwalk donde Manuel Barranco tiene sus hijas, a un concierto famoso de New Haven, un concierto en que un maestro de nombre iba a dirigir "La Creación" de Haydn. Y escriben las niñas que la música tuvo para ellas un encanto indecible, y "un orgullo muy grande", y que, "desde entonces quieren a Cuba más", cuando en el profesor a quien aplaudía, de pie, la concurrencia arrebatada, en aquel de quien un diario decía que "es un orador con la batuta" y otro que "es un poeta", era el que nunca le ha negado a Cuba su corazón: era Emilio Agramonte.
Como maestro conocen a Agramonte todos, de admiración propia o de fama; pero sólo quienes en la reunión musical de las señoritas Prattchatt lo oyeron, pueden estimar la plenitud y variedad de su voz múltiple y de veras pasmosa. El, que toca de coro todas las óperas, canta con elegancia y fuerza igual en todas las voces. Quien ha oído mucho "spirto gentile" se detuvo una vez, deleitado, a escucharle a un fonógrafo el que Agramonte, como jugando, dejó un día en la acera.
Le rebosa el mérito a este -cubano que verá, por fin, libre la tierra donde será ¡aún más que acá! celebrado y amado.
Patria, 24 de marzo de 1893