No hay ya quien requiera, entre nuestra gente joven, convite para la fiesta campestre que con ejemplar ardor ha compuesto para el día 22 el club "Rifleros de la Habana No. 2". Lean el programa generoso, lleno de empuje y patriotismo. Vean en esa sencillez cómo se juntan la juventud ferviente y la gloriosa historia, cómo se reúnen, al pie de las dos banderas enlazadas, los antillanos de más varios orígenes y empleos. Con esa cordialidad, y con ese ímpetu, se hacen las repúblicas. Y sólo quien no las ame dejará, salvo deber mayor, de ir a saludar, bajo el cielo libre, nuestras dos banderas.
Noble rostro tenía un caballero de Cuba a quien saludaban, en las bodas del martes, todos los antiguos neoyorquinos. Todo él tenía el aire de un prócer: el rostro fino, la sonrisa afable, el cabello cuidado y canoso, el bastón de puño de oro, el traje negro. Era el médico querido, que a tantas casas llevó, en sus años de trabajo, el consuelo de su ciencia y de su caridad. Era Juan Cisneros.
¿Y no se irá bueno de sus males, ya que se tiene que ir, el cubano que añadió lustre, con su mérito propio, a nuestro nombre famoso, el coronel Ricardo Céspedes? Adonde vaya le acompañarán los votos de cuantos le conocen la historia valiente, y el carácter hidalgo.
Hace algunos inviernos, había en New York pocas casas tan concurridas como la de una hermosa y culta caraqueña, la señora Mercedes Smith de Hamilton. Hamilton era por entonces cónsul de Venezuela en New York; y su esposa llevaba en el fuego de los ojos el alma de aquel Coronel Smith, fundador de la familia, que ganó gloria, y batallas; cuando los lanceros desnudos de Páez tomaban al abordaje las cañoneras españolas. De todo esto se hablaba en las animadas tertulias de la señora de Hamilton: de la mucha gente de mérito de su país, de la hermosura de aquellos domingos y aquellas fiestas públicas, de las bendiciones de que ha colmado la naturaleza al pueblo que, falto aún de costumbres políticas apacibles principalmente en razón de las grandes distancias, pelea hoy, con su usual bravura, en aquel drama de celos del campo y ciudad que ya va acabando en paz en otras repúblicas americanas.-Y de allá, del Avila coronado de nubes violetas, viene ahora, de corta visita, la señora Smith de Hamilton.
Bajo cubierta blanca, como conviene a casa de tanta virtud, corre ya impreso en noble folleto, el programa razonado de estudios del colegio de Tomás Estrada Palma en Central Valley. Ese es el colegio donde se enseña a nuestros hijos la lengua del Norte, sin aprenderla, como en tantos otros colegios, en los vicios de la república más que en sus virtudes. Ese es el colegio donde los que llegan sin hablar inglés salen a los dos años preparados para entrar en las grandes universidades. Ese es el colegio donde adquiere el niño los hábitos útiles del Norte, y el ejercicio del cuerpo en la naturaleza sana y vigilada, sin perder un ápice de las condiciones de su raza y del calor de la familia. Es bueno' que los niños se críen, al abrigo de un santo rodeado de montes.
Como en nuestra casa estamos los cubanos todos en Filadelfia, donde el que llega es miembro de aquella noble familia. Pero mañana a nadie hallaría quien fuese, porque Cuba entera va al paseo campestre del club "Ignacio Agramonte" número 3, a la famosa excursión a Atlantic City. De duelo de ausencia estarán los qué no vayan; pero sólo ellos no irán. De quinientos, si no de más, será el alegre tren: que tiene derecho a la alegría, porque los productos del paseo se destinan al tesoro de la patria.
Patria, 20 de agosto de 1892