New York, enero 15 de 1892
Grande Figueredo:
Como son los dolores de mi vida, de una vida que no ha empañado ningún acto de mi voluntad, y puede a toda hora acabar sin miedo-¡y debiera acabar ya!-basta a aliviármelos el orgullo de haber conocido a uno de los hombres de más verdad, y de más fuerza que conozco. Siempre lo veré a Vd. como lo vi la vez primera, de pie y pujante, con el alma en los ojos, negándose a quien no lo entiende, dándose, como un niño gigantesco, a quien le adivina el alma poderosa. Siempre lo veré sacando con su mano de guerrero aquellas notas de piano femeninas, y alrededor su coro de hijos. Siempre le envidiaré, con unos celos que usted no puede entender, hasta que no sepa más de mí, esa mujer de su alma, que le quiero más porque me le enseñó la verdad de la vida, y me lo mantiene altivo y venturoso. Sé de pena cuanto hay que saber, y a su casa me apegaba, como un hijo a la madre. Bien pudieran llorar todos por mí, porque los recuerdo, y lloro.
Todo, Figueredo, se lo he dado a mi patria, hasta la paz de mi casa. Todo va bien en este carro mío, menos el eje, que va roto. Entre la frivolidad satisfecha y el destierro austero, hubo que elegir, y me costó la ventura de mi vida: y aquel brío soberbio que a Vd. le viene de su felicidad, a mí sólo me puede venir del deber triste, y de tener a un hombre como Vd. entre mis amigos. Vd. y yo somos bayameses, porque yo tengo de Bayamo el alma intrépida y natural, y los dos somos hijos de la verdad de la naturaleza. El amor lo premió a Vd. y le da ese aire de rey con que publica sin querer la hermosura de su hogar. La amistad me premia, a mí, que es otro modo del amor. Ni a mi hijo que no está conmigo, ni a mi hermano, que no tuve nunca, le oiría con más ternura, ni más júbilo por haberlo merecido, esa viril y delicada confesión de un alma que no quiero ya ver nunca apartada de la mía.
Entren y salgan años, Figueredo: ni Vd. ni yo exageramos ni mentimos, ni nos entretenemos en palabras de amistad inútil. En lo hondo de mi corazón hay muy pocos asientos; ni aun cuando Vd. quisiera, podría ya abandonarme el que le he dado. Aborrezco las falsedades de la vida, y sólo amo a quien tiene el valor de vivir en el agradecimiento y la verdad. Quiérame, porque le veo entera su grande alma, y porque no hay una mancha en mi existencia, ni interés en mi virtud, ni rencor en mi justicia, ni amor patrio, ni sentimiento en mí que no pueda ponerle a su recién nacida en la almohada. Hoy al oscurecer, cuando nadie los vea, bese la mano en mi nombre, a su guajira.
Estoy enfermo. Allá, me sentí pequeño. Sentí lo que de Vd. mismo dije yo: que había caído la luz del cielo sobre mi cabeza. ¿Su Cayo?: es la yema de nuestra república. Estallar es una cosa, amasar otra. Soy yo quien he de decir lo que es su Cayo. Aunque me venga encima un accidente, ya me daré tiempo y maña para decirlo. Creí al salir de Tampa, que venía a morir; pero no: aquí me esperaba, al despertar de la primera fiebre, la carta de Collazo, porque la tierra tiene sol y noche, y es bueno que el hombre vea siempre ante sí, para que no se engañe ni envanezca, el extremo del mal junto al bien. De Roa ha de ser la carta, que se aprovecha del justo rencor que los revolucionarios de la campaña guardan contra la emigración culpable de antes, para ver cómo, a la vez que se venga de un azote justo, impide que en Cuba cunda la confianza en nosotros o cómo nos divide afuera, o cómo alza contra esta alma militar que Vd. me conoce, que es ley y acción a un tiempo, el falso puntillo de la milicia con que ha logrado, en la guerra y después, empañar tan hermosos caracteres. ¡Lo que azuza, y corrompe! Tiene el ojo felino. Todavía lo recuerdo, insomne del remordimiento, cuando iba a recabarle a Campos las promesas secretas del Zanjón, en el barco mismo que me llevaba al destierro de Ceuta, sin duda por mis abogacías y autonomismo Las noches pasaba en convencerme del error de aspirar en Cuba a la independencia. Y desde entonces, su oficio es, dentro y fuera de Cuba, levantar, por el prestigio de sus amistades de la guerra o por la intriga, a unas fuerzas revolucionarias contra otras. - Y si se le levanta la paga, va a España, les aviva el recuerdo y vuelve. Y es que nos ven crecidos, como no nos suponían, y se les impacienta el temor. Pues esto les duele, esto es lo que debíamos hacer. Por ahí mido lo que podemos hacer. Ya contesto. Envío a Poyo la carta, y ardo en deseo de que me diga que la respuesta le parece bien. Quiero su aplauso. Merezco su aplauso. ¡Pues no piensa el bribón que con ardides pueda apartar como con el filo de un puñal, los buenos corazones! Ya el Cayo me les respondió. Y Tampa. Nuestra obra es lo que le ha de responder. Moriría de pena si hubiera ofendido a alguien sin razón: me acaricio la mano, porque he clavado a un pícaro. Picardías contra mí, bueno: no contra mi patria. Militares, como Vd. y como yo-¿no me quiere por militar? ¡no como Roa!
Ya no le puedo escribir más. En cama la semana, sin voz y en un temblor. Ni a Tomás le he escrito aún. El lunes revivo, y empiezo. A Serafín lo vi y va: Serafín es bueno. A Bernardo le irán los modelos si me cuenta en una carta de su mano todo eso de la Academia de Bellas Artes. Al inolvidable Teodoro Pérez, que acá está, cerca de mí, y protegiéndome, su hijo. Y a su casa y a Vd. cuanta ternura cabe en alma de hombre.
Su
Martí
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