Publicó el Sun, diario neoyorquino, y copió en México La Colonia Española, las líneas aparentemente desconsoladoras que siguen:
"Uno de los caracteres más notables de los discursos apologéticos pronunciados en la celebración del Centenario, es el profundísimo silencio observado (en cuanto alcanzan los informes que tenemos) por todos nuestros oradores acerca de la lucha que está sosteniendo un pueblo vecino y que en sus causas, obstáculos, objeto y heroísmos es casi la exacta reproducción de la que el día 4 conmemorábamos. Ni un solo orador americano ha habido que, al elogiar el heroísmo de sus antecesores tuviera una palabra de simpatía que dedicar a la pobre Cuba. Si se levantaran de su tumba los padres de la patria, desde Washington hasta el último firmante de la declaración de independencia, ¿habría uno solo que no pusiera en duda el verdadero amor a la libertad de los mismos hombres para quienes ellos la ganaron? No queremos averiguar la causa de esta apatía aparente; pero el hecho es digno de notarse."
Hizo bien el periódico americano en atenuar su afirmación. El paréntesis: en cuanto a los informes que tenemos, salva al periódico de responsabilidad, y quita al mismo tiempo a sus palabras la autoridad fatídica que le da el periódico español.
Será en cuanto a discursos la que el Sun quiera, y tal vez sea cierto lo que dice, porque el Sun suele mostrar cariños a los cubanos. Pero este silencio de los oradores americanos, dándolo por cierto, no desmiente el verdadero entusiasmo con que la bandera cubana fue vitoreada en la noche de la gran procesión cívica del 4 de julio, ni niega un hecho innefiable: los cubanos fueron invitados oficialmente por el comité americano que dirigió las fiestas, para tomar en ellas parte como agrupación colectiva.
Y así se hizo, según narran diarios de Nueva York que tenemos a la vista. De Masonic Hall salió la procesión cubana, compuesta de 600 cubanos divididos en secciones, llevando unos la bandera que enarboló en Cárdenas en 1850 el general Narciso López, aquel que era a par del infortunado Domingo León, una de las dos primeras lanzas de España; haciendo otros flotar al viento el enlutado pabellón que debió guiar a la victoria el generoso Bernabé Varona, en México conocido y muy amado, y empuñando un ciudadano negro la bandera del corsario Hornet.
Banderas, estandartes, transparentes y escudos animaban alternando aquella numerosa procesión, reunida, entiéndanlo bien los que no lo quieren entender -no por oficiosidad de los cubanos emigrados, anhelantes de su libertad, pero fieros y sufridos, sino por expresa y afectuosa convocatoria del comité encargado de las fiestas.
No aplausos, ovaciones recibían los atributos de la heroica Antilla por su largo tránsito: ¿qué menos merece la sangre que derrama con valor un pueblo libre, que los vítores de afecto y de amor de un pueblo hermano? Acallen el egoísmo y la prudencia las voces del amor en los gobiernos; mas ¿qué hijos de la misma opresión no se conmueven, y se reconocen a sí mismos y se enorgullecen en las glorias ajenas de sus propias glorias, sintiendo que refresca sus frentes el aire de honor que hace a su paso la enseña airosa de un pueblo enérgico y amado? Todo infortunio valeroso exige, si no el asentimiento, la admiración; si no el cariño a la idea, el respeto a los que la mantienen y enaltecen. ¿No fueran todos los que viven con sangre de España, tan fieles a la grandeza como el poeta de Trafalgar, la imprenta y Galileo? Se combate el pensamiento político; pero se admira lo admirable: ésta es una ley de la justicia y una obligación de la nobleza.
Estas líneas basten-que más fueran inoportunas-para que en México se sepa cómo fueron los cubanos de Nueva York oficialmente invitados por el comité de las fiestas para tomar parte en el solemne Centenario, y cómo la tomaron muy digna, muy entusiasta y muy lucidamente.
JOSÉ MARTÍ
Revista Universal. México, 19 de agosto de 1876.
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