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La Patria es Ara no Pedestal

 

19 de Marzo de 1892

LA AGITACIÓN AUTONOMISTA

Los sucesos recientes en la política de Cuba son ya conocidos de todos. Un político de mera intriga y atrevimiento, tipo esmerado de cuanto tiene la política de censurable, ha aprovechado el poder que debe a su habilidad para revelar desde él, como ministro de las colonias, el odio con que los españoles autoritarios castigan en sus últimos súbditos de América la rebelión que expulsó su poder del nuevo mundo. Y el partido autonomista, única expresión lícita en el país del alma cubana, compelido por la provocación o movido por el decoro, decidió protestar del ministro con un manifiesto de tono desusado donde el partido reconoce su ineficacia, y la reunión pública en que confirmó la amenaza de dejar al país sin la expresión política que le es ya familiar, frente al gobierno débil que lo esquilma y provoca.

En los pueblos, como en las familias, mucho se olvida, porque mucho se debe olvidar, cuando, por algún suceso de gravedad inesperada o prevista, llega para todos la hora suprema de la obligación común: aunque el olvido sería inmoral si por su exceso, o por falta de proporción a la realidad, pusiese en peligro los ideales que a tanta costa y en confusión tanta se defienden.

El patriotismo purifica y sublima a los hombres, y por una ley de reacción natural, suele en las horas críticas lucir con fuego intenso en aquellos a quienes estimula el arrepentimiento de los años culpables de patriotismo cómodo; o en los que, enojados de su crédula e inútil fe, ponen en la doctrina nueva el justo deseo de castigar a quienes los defraudaron; o en los que en el bautizo del patriotismo puro anhelan lavar sus culpas grandes. El pecado continuaría, en unos por soberbia, o por política literaria y señorial en otros, si los que saliesen vencidos, sin una sola conquista real, de una época estéril, en que el mero permiso de vivir no ha de confundirse con la vida, trajeran a la época nueva, preparada contra su voluntad y sin su ayuda, una arrogancia que se avendría mal con la demostración plena y anterior de la inutilidad de sus consejos. La continuación de la revolución no puede ser la continuación de los métodos y el espíritu de la autonomía; porque la autonomía no nació en Cuba como hija de la revolución, sino contra ella Pero los factores del autonomismo, conscientes o inconscientes, entrarán con raras excepciones, los unos por conversión, los otros por simple continuación, en la época revolucionaria definitiva, donde, en asunto que toca a todo el país, ni es lícito negar a una entidad real la parte proporcionada a su significación verdadera, ni es licito concederle, sin trastornos presentes y futuros, sin conflictos de hoy y sin sangre de mañana, sin entorpecimiento de ahora en la preparación y sin inseguridad después en el triunfo, una parte superior al poder de ayudar e impedir que cada entidad tenga. De todas las entidades políticas es esto verdad, no de una sola. La política es una resolución de ecuaciones. Y la solución falla cuando la ecuación ha sido mal propuesta.

Si la revolución tuviese por objeto mudar de manos el poder habitual en Cuba, o cambiar las formas más que las esencias, caería naturalmente la obra revolucionaria en los que, por profesión o simpatía o liga de intereses, están, entre los habitantes de la Isla, abocados al ejercicio del poder. Pero esta revolución sólo sería posible por sorpresa y acarrearía después del triunfo un estado escandaloso e inquieto de desconfianza, o una guerra civil. La guerra se ha de hacer para evitar las guerras. Rudo como es el refrán de los esclavos de Luisiana, es toda una lección de Estado, y pudiera ser el lema de una revolución: "Con recortarle las orejas a un mulo, no se le hace caballo". Si la revolución es la creación de un pueblo libre y justo con los elementos descompuestos y aun entre sí mal conocidos de una colonia señorial, la obra revolucionaria consiste en fundir y guiar todos estos elementos sin que ninguno de ellos adquiera un predominio desproporcionado, que afloje por los recelos la simpatía de los demás, o por falta de equidad de los ignorantes o de los cultos, ponga la obra revolucionaria en peligro.

No es hora de ver con ojos maliciosos en lo profundo de las intenciones; ni de escatimar el mérito dondequiera que esté; ni de preguntarse si los actos recientes del partido autonomista son debidos al deseo unánime de volver, con noble contrición, a la verdad del país, o si no son más que un desahogo permitido a los más vivaces del partido, para asegurar por él precisamente, con una concesión metropolitana tan inútil a la larga como las demás, la continuación de la política segura: y letárgica que en el partido autonomista parece ser la política dominante. Ni ha de ponerse esperanza mayor en la significación revolucionaria del partido autonomista, como contingente espontáneo del partido a la revolución; porque por su continua fidelidad al programa de paz bajo el gobierno, por sus métodos antirrevolucionarios e imprevisores, y por el choque de espíritus patente en el manifiesto mismo, y con más viveza en la junta de Tacón, se ve que aun llegando a su extremo la situación de protesta en que su derrota penosa lo coloca, y el desdén del enemigo, sólo por la eficacia involuntaria e inevitable del reconocimiento final de su incapacidad vendría a contribuir a la revolución el partido que vive, cualesquiera que sean sus escarceos, para hacerla imposible. Ni por su espíritu, ni por su constitución, ni por sus prácticas y relaciones, ni por la fe en la paz española de algunos de sus miembros, ni por la lealtad de unos y el miedo de otros, se ha puesto el partido autonomista en condición de convertir de una mano a la otra sus, fuerzas a la guerra. Evitarla fue su objeto continuo, y está en actitud más ventajosa para evitarla que para servirla. Ni dentro de la ley, ni dentro de su esperanza agonizante, ni dentro de su composición real, podría más el partido autonomista, ni insinúa más, que reconocer la ineficacia de impetrar de España, con la sumisión que convida al desdén, una suma de libertades incompatibles con el carácter, los hábitos y las necesidades de la política española.

Los elementos del partido recobrarían la libertad perdida durante la: tentativa inútil, y el sentimiento público, fiel a la revolución, volverá a ella con el desorden de que serían responsables cuantos no acudiesen a recuperar los años perdidos por su imprevisión o tibieza, o con el orden de que han de beneficiar todos los que en componerlo pongan a tiempo la mano.

De represa ha venido sirviendo el partido autonomista a la revolución. y la revolución se saldrá de madre en cuanto la fuerza de las aguas rompa la represa. Cada cual sabrá si sigue con el torrente, o le da la cara, o se le pone de lado.

Es grato esperar, por el ardimiento propio del corazón del hombre y por los consejos de un justo interés, que estén juntos en la hora definitiva de crear la república, los confesos de la política pacífica y los preparadores de la guerra inevitable.

Pero esperarían probablemente en vano los que, por los calores del momento, pudiesen ver más cercana la guerra indispensable, en virtud de la agitación actual, ya porque de sobra se ve su espíritu y alcance verdaderos en la misma apacible composición de la asamblea del teatro, que era el contraste patente del ánimo que en ella se apresuró a ver un pueblo ansioso, ya porque los elementos hostiles de que el partido está compuesto impiden la concurrencia eficaz de su grupo director, decidido por mayoría de opiniones a prolongar la paz inútil con esperas pomposas y entremeses revolucionarios, y el sentimiento del país, que ha sido la fuerza única viva del partido autonómico, y sólo se le allega sinceramente cuando lo ve en camino de romper la paz. El país no cede a los que lo quieren detener, y saltará por sobre ellos. Es preciso que los que lo quieren contener cedan al país.

De esos dos elementos opuestos se compuso siempre el partido autonomista, cuya caquexia viene del empeño fantástico de aprovechar para la continuación del dominio español, las fuerzas que sólo se ponen al lado de sus mantenedores por la fe secreta en que ellos las conducirán a volcarlo. Con fuerzas revolucionarias, criadas en la guerra y mantenidas en la fe de ella por la inutilidad y el oprobio de la paz, sólo puede hacerse la política de la revolución. Y no hay, en honra, el derecho de emplear las fuerzas de la revolución para oponerse a ella.

Ni enojo ni suspicacia se ha de poner en el estudio de los problemas políticos de un país, ni es lícito llevar a ellos la misma fuerza angélica del apostolado, si no se la administra y disciplina con la serenidad de la razón. La suspicacia excesiva malea el juicio, y se ha de suponer en los demás tanta virtud como aquella de que nosotros mismos seamos capaces. Pudiera el partido autonomista, con viril reconocimiento de sus yerros, y su precipitado empleo en una organización de cuyo desorden es responsable, iniciar la tarea de reunir en un espíritu común de resistencia definitiva, las fuerzas que después de la guerra ha permitido desordenarse en la resistencia mansa. Pero es lícito dudar de que fomente el espíritu innegable de rebelión en que se agita el número del partido, el grupo director que con prisa poco astuta se prevale de su .primer tardío acto de viveza para ofrecerse como la garantía más preciosa de paz.

La agitación autonomista no es, probablemente, el deseo de poner fin a una paz falsa y corruptora, que no asegura la riqueza ni promueve el trabajo ni respeta el cuerpo o el alma del hombre; sino el aprovechamiento de un deber de dignidad ya ineludible, para continuar demorando los peligros de encararse con la dominación española. Pero de esta agitación involuntaria del partido autonomista resultan dos lecciones que el partido no podrá desoír, y saludará con júbilo la patria. Una es la prueba evidente de que el país conserva entera el alma heroica que prefiere los peligros del valor a las vergüenzas de la paz; y otra es la certidumbre de que en la hora grandiosa de la protesta se juntarán, sin reparos ni iras, todos los que hayan lavado su corazón en el bautismo del sacrificio.

 

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